POR PEPE MONTESERIN, CRONISTA OFICIAL DE PRAVIA (ASTURIAS)
Viví dos noches con un esquimal en el Polo Norte, a cien millas heladas de tierra firme, y, si no fuera porque tuve que yacer con su esposa, por no desairarlo entre la ventolera, volvería de nuevo a pasar con ellos el fin de semana ártico.
En su iglú teníamos el mundo al alcance de la mano, nada más ergonómico y afayaízo: los libros ofrecían sus lomos en estanterías circulares a dos codos de distancia; la bóveda, a unos palmos, podía rasparla sobre un vaso de sidra para servirme un granizado; ni mis gafas de miope necesitaba, con el horizonte a escasas pulgadas, haciendo yo lo menos que podía hacer.
A veces, en el paralelo de Oviedo, al amor de una manta eléctrica y enganchado a ella, que no a la vecina, planteo vida de iglú; así justifico mi casa, los gastos de comunidad y el impuesto de radicación de nuestro Ayuntamiento (de los más caros), del que tan orgulloso me siento, y no me levanto.