POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Durante la primera mitad del siglo XVIII, mi localidad y su entorno fue pródiga en seísmos de baja y mediana intensidad, pero, concretamente, en el año 1731, se hicieron notar, por su frecuencia, hasta el punto de qué, nos vimos afectados por el derrumbe de casas viejas y mal cuidadas, así como de tapias de corrales aledaños y, por el desprendimiento de grandes rocas del monte “el Castillo”.
Además, en las estribaciones de la parte oeste de la montaña, entre “el salto de la novia” y “la pila de la reina mora”, en el paraje de “la colla”, que nos separa de Ojós, se ocasionó un corrimiento de tierras qué, aún hoy, casi tres siglos después, es perceptible ya qué, en dicho tramo, porque no existe vegetación de ninguna clase. Tiene el aspecto de “tierra quemada”
Los pobladores de de aquella época, se sentían atemorizados y, muchos ciudadanos, cogían mantas y pernoctaban a la intemperie, en grandes explanadas, lejos de los edificios y tapias, ante el temor de que, los seísmos aumentaran, en cantidad e intensidad y les pudiera dejar sepultados, entre los escombros, en sus propias casas
Tal era el grado de preocupación y desasosiego qué, el Cura párroco Juan Pay Pérez, efectuó varios actos litúrgicos y novenarios, acompañados de unas “rogativas” al patrono del pueblo, San Bartolomé, pidiendo que se apiadara de los aldeanos y cesaran los terremotos.
El alcalde se sumó a dicha cruzada, autorizando a los familiares de los cinco presos que se encontraban confinados en la cárcel, para que pudieran visitarlos, diariamente, a los horarios que indicó el regidor municipal.
Además, indicó que se les obsequiara, durante el tiempo que duraran las rogativas, con una ración de “pan de higo casero”.