POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Durante el siglo XX, en mi pueblo se practicaban una gran cantidad de juegos populares; entre ellos, el llamado «Guardias y Ladrones».
Para jugar a guardias y ladrones, nos reuníamos varios niños generalmente entre 8 y 14 años.
Con los componentes se organizaban dos grupos. Curiosamente, la mayoría queríamos jugar en el bando de «los ladrones» y, los menos, con «los guardias». Como era difícil que nos pusiéramos de acuerdo, se efectuaba un sorteo y, para ello, un jugador cogía una china del suelo y poniéndosela en la mano por la espalda, las mostraba, con los puños cerrados, para que el jugador eligiese en donde estaba la china y, si tocaba en la mano en que estaba la china, elegía el grupo de los ladrones y, si señalaba la mano vacía, jugaba en el grupo de los guardias.
Así se iban formando los grupos y, si llegaban nuevos jugadores, se sometían a idénticas pruebas. Sin embargo, si el número de jugadores era impar, se alineaba con el equipo contrario; con la finalidad de equilibrar a los dos bandos contendientes.
Generalmente jugábamos en la Plaza Mayor, así como por los callejones aledaños y detrás de las cortinas de las casas que desde la primavera hasta el otoño, siempre permanecían abiertas. Por allí se distribuían los ladrones y, por los rincones y casas; se escondían.
La misión de los guardias era encontrarlos. Sin embargo, no resultaba fácil ya que a las casas no se podía entrar. Si los guardias estábamos seguros en la casa en que se escondían, podíamos esperar un máximo de 10 minutos en la puerta ya que, ese era el tiempo que podíamos permanecer ocultos. Al salir se les daba el alto y se les decía: ¡te he visto!
Además de las casas, como era costumbre, nos escondíamos en los callejones aledaños a la plaza, tales como: El callejón de las escuelas, el del campanario, el de las balsas, el de calle Binondo y el tramo de calle que va desde la plaza hasta el horno de Antonio Salinas, así como el callejón oscuro del lateral derecho de la Iglesia. Lo que ocurre es que, cuando jugábamos por la noche, como los callejones estaban oscuros, a muchos nos daba miedo y salíamos del escondite antes de tiempo.
El tiempo total del juego, era de media hora y, la misión de los guardias era localizarlos lo más pronto posible. Para ello, como ninguno llevábamos reloj, nos guiábamos por las campanadas del reloj de la Iglesia, que campaneaba las horas y las medias.
Al cumplirse la media hora, tanto los guardias como los ladrones, aparecíamos en la plaza, concretamente en la puerta de Rafael el de la Botica. Una vez allí, se contabilizaban los ladrones encontrados.
A continuación, lo hacíamos al revés y los ladrones pasaron a ser guardias y viceversa. Generalmente no hacíamos más de dos juegos ya que como éramos pequeños, venían nuestras madres, o hermanos mayores, a buscarnos.