UNA PUERTA ROTA CAUSÓ TRAGEDIAS RECORDADAS AUN HOY . POR DOMINGO QUIJADA GONZÁLEZ, CRONISTA OFICIAL DE NAVALMORAL DE LA MATA (CÁCERES)
Como cada año, con el inicio otoñal comenzábamos un nuevo curso en el colegio San Calixto de Plasencia.
El tiempo avanzaba inexorablemente y ya estaba en 3º de Bachiller. Aunque los días, semanas y meses se nos hacían eternos en aquel internado, sin “puentes” ni siquiera “pasaeras”: de verano a Navidad, desde Reyes a Semana Santa y, de nuevo, hasta que comenzaba el estío.
Siempre en clase, en el salón compartido de estudio y, durante los escasos intervalos de respiro, jugando en el reducido y carcelario patio. Donde congeniamos los veteranos, a la vez que íbamos conociendo a los novatos que se incorporaban cada año: aún tengo grabada en la retina y en mi mente a uno de ellos, de unos diez años (pues llegó a 1º), y casi siempre triste e inmerso en sí mismo…
Pasaron las horas, los días y un mes. Y llegó lo que muchos no desean recordar, ni jamás podrán olvidar.
Una brumosa mañana de octubre, con una lluvia persistente que nos impedía divisar la sierra de Santa Bárbara,que habitualmente solíamos contemplar desde la ventana del aula, antes que finalizara la primera clase (sé que era de Matemáticas, porque estaba con nosotros el hermano Eloy), entró apresuradamente el hermano Conrado (el director, marista, como casi todos nuestros profesores) y se llevó con premura a mi compañero y amigo Antonio. ¿Qué habrá hecho –me pregunté–, si no es un zascandil como yo?
Y llegó la ansiada media hora de recreo, en la que ese día el juego –cosa rara– dejó mucho que desear. Muchos corrillos, mientras yo indagaba por Antonio. Pero, por el momento, las preguntas vencían a las respuestas.
Sonó la sirena (que parecía una chicharra), y clase de Lengua Castellana.
Mientras estábamos en el comedor entró Antonio, que nos fue musitando algunos detalles de lo acaecido: se había roto una compuerta del embalse de Torrejón, muriendo varios obreros; pero que a su padre, afortunadamente, no le había sucedido nada (era ingeniero, con la oficina arriba, lejos del cauce…).
Comíamos lo insuficiente –para esa edad– que nos daban, mientras susurrábamos lo poco que nos permitían (¡“comiendo, no se habla!”…).
A la salida del refectorio, con mi inseparable amigo y paisano Javier Ruano camino del salón de juegos (a donde nos llevaban en los ratos de asueto cuando llovía), me encontré en un rincón del claustro, llorando, al “primerino” Morales…
Tras un lapsus sin saber reaccionar, al fin le pregunté: ¿le ha ocurrido algo a tu padre en el accidente de hoy?
– ¡Ya le pasó en enero de este año, en otro accidente mortal del Salto!, musitó entrecortado mientras continuaba sollozando.
No necesité más explicaciones: a pesar de estar en plena adolescencia, desde ese día conocí un poco más al que fue mi compañero de internado y hoy –cosas de la vida…– amigo y vecino Alfonso Morales Martín.
En él, sus hermana, madre –la señora Julia, como la denominamos en el bloque–,demás familiares y otras amistades que tengo el placer de poseer (como Paquita Martos) y restantes afectados por aquella nefasta desgracia (caso de los “niños del salto”), tengo en mi mente cuando escribo este relato histórico y sentimental (y a los que se lo dedico…), mientras al Sol aún le cuesta despertar.
Quién desee conocer más detalles, mi gran amigo Manuel Trinidad Martín lo publicó en el libro de los XXIII Coloquios Histórico-Culturales del Campo Arañuelo: “El paraíso incompleto: los niños del Salto de Torrejón”.