A CUATROCIENTOS KILÓMETROS DE BALER
Jun 07 2020

POR EDUARDO JUÁREZ, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

Iglesia de Baler (Filipinas) a comienzos del siglo XX.

En muchas ocasiones les he confesado el amor que siento por los archivos. No creo que haya un lugar donde me sienta más realizado, aparte del Vado de Oquendo, claro. Entre sus estanterías uno puede disfrutar de la Historia sin más, pegada a los documentos atesorados en legajos infinitos, inmersos en la paz que el conocimiento aporta al que lo descubre. En este Paraíso segoviano andamos más que sobrados de ellos. Un servidor disfruta visitándolos, ya sea en la alhóndiga acompañado de mi querido Rafael Cantalejo o en la Catedral con José-Miguel Espinosa, pasando por el Archivo Histórico Provincial, con Mar en las profundidades del Archivo Diocesano, visitando a Enrique Gallego en el Archivo General Militar del Alcázar, viendo a Alberto en el Histórico Municipal del Real Sitio y, mi favorito, en el de la Casa Ducal de Alburquerque, defendido por la maravillosa joya cuellarana, Julia Montalvillo.

Más allá de los límites de nuestro Paraíso segoviano, he tenido la fortuna de perderme en archivos míticos como el Histórico Nacional, el General de Simancas, el Corona de Aragón y el maravilloso Archivo General de Indias. Estando en este último, precisamente, cayó en mis manos un extraño expediente que habría de dejarme perplejo. Resultaba que un paisano del que suscribe solicitaba permiso para abandonar San Ildefonso y marchar hacia el Nuevo Mundo, que eso de América no lo empezamos a usar hasta la llegada de los Borbón en el siglo XVIII. El caso fue que mi vecino del pasado firmaba su petición a finales del siglo XVI. Como comprenderán, quedé totalmente perplejo al encontrar una cita al Real Sitio de San Ildefonso casi doscientos años antes de su constitución. Dejé de un lado las pesquisas que me habían llevado allí y decidí dedicar aquella mañana a resolver tan morrocotudo dilema. Para mi desgracia comprendí pronto que aquello no era más que un equívoco achacable al archivero redactor de la descripción del documento. Seguramente vio San Ildefonso en el documento y lo asoció directamente con el Paraíso en el que tengo la suerte de vivir. Si he de serles sincero, me alegra que se tienda a asociar San Ildefonso con el Real Sitio como primera opción, olvidándose de los colegios de San Ildefonso de Alcalá de Henares y Toledo; los barrios de San Ildefonso de Cornellá, Pontevedra, Granada y Jaén; los pueblos homónimos de Costa Rica, El Salvador y México, donde hay hasta cinco; la reserva de nativos americanos Pueblo de San Ildefonso de Santa Fe en los Estados Unidos de Norteamérica; y, por supuesto, el municipio de Filipinas, lugar de procedencia de aquel no-paisano que nos habían adjudicado en el proceso de descripción del Archivo General de Indias.

Sea como fuere, no pude evitar dar una vuelta al expediente e interesarme por aquel San Ildefonso tan lejano y desconocido. Resulta que se encuentra al norte de Luzón, las más grande y septentrional de las más de siete mil islas que conforman las Filipinas. Dentro de la provincia de Illocos, San Ildefonso es un municipio pequeño compuesto por quince barangays, que es como llaman los filipinos a las aldeas. Con una población cercana a los 5600 habitantes, está a una gran distancia de las principales y más significativas ciudades como Manila, sita a más de cuatrocientos kilómetros.

Ahora bien, siendo uno como es apasionado por la historia, fue pensar en las islas Filipinas y buscar automáticamente la posición de Baler, escenario de uno de los más sonados confinamientos españoles de todos los tiempos. Así pude comprobar que San Ildefonso está a casi cuatrocientos kilómetros de Baler y su iglesia, donde aquellos sesenta españoles pasaron trescientos treinta y siete días encerrados y sometidos a un sitio difícilmente comprensible. En efecto, los treinta y cinco supervivientes debieron afrontar la más kafkiana de las defensas. Sometidos a incertidumbre, falta de comunicación y olvido por parte del gobierno, cuyo ministro de marina, Segismundo Bermejo, los tuvo por poco más que un atajo de orates, no fueron liberados hasta el 2 de junio de 1899.

Cumplidos ciento veintiún años de la efeméride el pasado martes, resulta sencillo comprobar que su recuerdo pasa sin pena ni gloria, como tantos otros paisanos sometidos a un trance sin parangón. Es más, hubieron de afrontar un expediente judicial al llegar a España, pues nadie parecía creer que su capitán, Enrique de la Morenas, hubiera podido fallecer a causa del beriberi. Era más creíble para los mandos, políticos y prensa en general que la tropa hubiera asesinado al capitán debido a un caso de malversación de los fondos del acuartelamiento.

Y es éste, una vez más, un claro caso de por qué los españoles tratamos de ver la Historia de nuestro gran país desde la distancia, como espectadores con entrada preferente que no tienen intención de quedarse hasta el final. Aprendiendo francés como el abuelo de Arturo Pérez Reverte para cruzar la frontera al mínimo dislate, ninguno quedamos aquí para defender la identidad de la patria que es la imagen de nuestra sociedad, dejándola siempre en manos de aquellos que la retuercen y nos empujan a su abandono, creyendo cualquier embuste con tal de que entre en el campo de la maledicencia. Como si fuéramos supervivientes del sitio de Baler, comprendemos que el sacrificio por la nación no ha de considerarse y su rechazo y negación se convierte en la única opción posible. Ya me dirán, queridos lectores, quién se siente español y nada más, asume el pasado y mira el presente con el optimismo de un joven sitiado en Filipinas que asoma a vislumbrar un amanecer soleado.

Sin duda, el camino empieza por hablar de los españoles en primera persona y no en tercera. Sin temor al pasado, asumir que, siendo el fruto de aquel acaso, no somos responsables de lo ocurrido, pero sí de lo que ocurrirá. Asumir que es la Historia la que nos conforma como sociedad y que debemos sentirnos afortunados de contar con semejante lección, nos permitirá comprender que cuatrocientos kilómetros o cuatrocientos años lo mismo dan si se trata de soportar y difundir un legado imperecedero.

Fuente: https://www.eladelantado.com/

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