POR PEPE MONTESERÍN CORRALES, CRONISTA OFICIAL DE PRAVIA (ASTURIAS).
A finales de los sesenta malamente aprendí a teclear en una Olivetti; mi profesora, una chica joven y sin gana de enseñar (ni eso ni nada), se limitaba a entregarme partituras más monocordes y tristes que una flauta sin agujeros tocando un tango. En cambio, la Hispano-Olivetti de mi padre parecía una marimba sacudida por letras de cobre, el bajo continuo del espaciador, la doble percusión cuando la palanca subía y bajaba entre minúsculas y mayúsculas, bemoles y sostenidos, el timbre que advertía la llegada del margen, el ritornelo del carro sobre los raíles, su choque grave contra el tope izquierdo, para volver al estribillo; jalaba de la cuartilla para sacarla del atril, enroscaba otra y volvía, da capo. Mi padre escribía a la velocidad y con el arte que mi madre cosía en la Singer. Ra-ta-ta-ta-tá. Dos ametralladoras pacíficas, pero con enjundia, no de fogueo; domésticas y a su vez de largo alcance. Él bordaba una carta, ella la inicial de un nombre para un pañuelo. Música de cámara, molto vivace, de folio y de faldón.