POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONITA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Durante buena parte del siglo XIX y en los primeros años del siglo XX se desarrolló un interesante debate acerca de la justicia del enriquecimiento personal. Encelados en el reparto equitativo de la riqueza y en la lucha por los derechos del ser humano, las reivindicaciones de los trabajadores medio esclavizados y carentes de franquicia alguna que garantizase un mínimo de supervivencia en aquel entorno de capitalismo industrial salvaje atacaron lo lícito de la riqueza amasada por las élites burguesas oligárquicas. El paso del tiempo y el asentamiento de las organizaciones sindicales, así como la aparición de partidos políticos que plantearan en sedes parlamentarias el debate sobre la justicia social, enconó toda posición entorno a la acumulación de riquezas que, como consecuencia, enquistaban el ejercicio del poder político.
Quién sabe si, por miedo a perder lo adquirido o por la avidez de unos estados que veían en la injusticia social la consecuencia lógica de acaparar recursos a costa de los trabajadores, como si la fe en su distribución constituyera suficiente garantía para su consolidación, aquellas élites oligárquicas optaron por hacer aún más acopio patrimonial si cabe, ampliando esa brecha hasta el punto de convertir toda relación social en una lucha de clases. Desde las grandes ciudades hasta las comarcas rurales más alejadas de toda educación social, este país se convirtió en la despensa de unos pocos y en la lucha continua de las clases trabajadoras contra el privilegio inherente al uso de semejante colchón. Entregada a la defensa de la bula que la riqueza acaparada entrega al que la posee, la política, desde entonces, se ha convertido en un cortijo soportado por esa manteca que unos pocos tienen alrededor de los riñones y que no resulta complicado identificar. Llamados caciques, capitostes, señores, oligarcas, caudillos, dueños o personajes, la historia viva de nuestras pequeñas comunidades está plagada de muchos de estos paisanos diletantes, sin que, hoy en día, se pueda concluir el debate acerca de esa licitud de la fortuna amasada.
Pensando en esos pocos vecinos de sonrisa fácil y homenaje permanente, este humilde Cronista no deja de rememorar la vieja película dirigida por el gran Clint Eastwood allá por 1985. Filmada en los alrededores de Idaho para simular la California enfebrecida por el oro, el jinete libertador de Clint Eastwood mostraba una pequeña comunidad fronteriza dominada por un potentado y roñoso burgués tirano llamado Coy LaHood en su intento infructuoso de liberación frente al control social y violento por parte de aquel ante cualquier libertador de semejante masa de desarrapados “diggers”. Dueño de todo, ese LaHood no hacía otra cosa que defender el privilegio derivado de la inversión del capital que representaba la compra del pueblo entero, incluidos la mayoría de sus habitantes. Uno, siempre comparando el pasado con el presente, no ha dejado de ver cierta conexión con aquella irrealidad, quizás preocupado por el futuro que tamaño sinsentido nos depara. Que, por muy poco que se rasque, encontraremos con facilidad algún que otro LaHood entre los pasados y presentes vecinos de este Paraíso.
Sin ir más lejos, la familia Vega, representada por el desaparecido Julián y su hijo, cuya amistad tanto cultivaran mi Señor Suegro, Miguel Escudero, Pedro del Barrio y Laureano Fernández, todos ellos ya pasado perfecto de La Granja de San Ildefonso, aún no transmutada en Real Sitio. Dueños de medio caserío, del Gran Hotel del Norte y su afamada casa de baños, y hasta del comercio de delicados productos de importación que abría el Barrio Bajo a la aristocracia residente en las cercanías del palacio, los Vega bien pudieron ser nuestros LaHood de principios del siglo XX. Claro que, en su caso, como podría decirse de Cándido Robledano y sus hoteles o José Carlos Wicht y Chipot con el candilón y la idea fracasada de balneario que sí llevaría a cabo Julián Vega, no veo opresión violenta alguna hacia la comunidad más allá del control social en el acceso a la vivienda y la dificultad debida a la consolidación de una clase media local que impulsara la dinámica de crecimiento que sí acabó por experimentarse a partir de los años ochenta del siglo pasado.
Ahora bien, en todos aquellos años de control caciquil de los recursos económicos y humanos, de ralentización del crecimiento social, nunca se escuchó en boca de alguno de aquellos LaHood palabrería falaz alguna. Concentrados en la defensa de su orgulloso privilegio, ni los Vega, ni los Robledano y, por supuesto, los Wicht, comunicaron públicamente su intención de preservar la identidad del municipio o, por extensión, del patrimonio que constituyen sus edificaciones del modo que lo hizo la representante del actual LaHood, escondido en las siglas de una corporación que bien pocos entienden. Líderes de un proceso de acumulación patrimonial privado sin precedentes, lo cual no debería significar nada malo, poco parece confirmar esa voluntad de preservación patrimonial comunicada en un infumable programa de la televisión pública. Que tamaño proceso de acaparamiento tenga fines meramente capitalistas resulta aceptable y hasta comprensible después de una profunda crisis sistémica en el medio rural y turístico; que aquellos que están comprando hasta la última de las chamosas barracas del Real Sitio se arroguen la recuperación del casco histórico como finalidad esencial de una transacción claramente económica…
Pues eso. LaHood puede pretender suplantar al desparecido Estado en la gestión del patrimonio y maquillar de ese modo una operación lícita de enriquecimiento dentro de una sociedad de economía mixta, pero es nuestra responsabilidad imperecedera saber leer entre líneas. Comprar para vender, acaparar para especular en busca del mayor beneficio posible no suelen rimar con proteger para preservar. Si bien el concepto patrimonio puede albergar muchas acepciones, una visita al diccionario de la Real Academia de la Lengua Española dejará a todos en su sitio y a los filibusteros al desnudo.
No vaya a ser, queridos lectores, que pasado un tiempo y sometidos a una nueva tiranía encubierta, nos veamos necesitados de un jinete pálido, enjuto y malhablado, con el gesto torcido a medio afeitar y tocado de una suerte de sombrero a medio camino entre una copa y un Bristol; de pistola fácil y verbo ralo, pero con esa idea de justicia desnaturalizada que todo lo muta en una lucha impostada entre el bien y el mal donde nos habrá llevado nuestra abúlica implicación social.