POR JOSÉ MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN Y LA MESA (JAÉN).
Introducción
La conmemoración este año del IV Centenario de la primera edición del Quijote, y el hecho de que Sierra Morena, lugar donde se encuentran Guarromán, sede y cuna de la Muy Ilustre y Noble Orden de los Caballeros de la Cuchara de Palo, sea el escenario de varias de las aventuras que Cervantes les hace vivir al hidalgo manchego Alonso Quijano y a su vecino el modesto labriego Sancho Panza, nos da pie más que sobrado para que la primera incursión que realiza la Orden de la Cuchara de Palo en el mundo editorial, por modesta que ésta sea, vaya dedicada a estudiar y divulgar aspectos tan próximos a los fines de esta institución como son el dar a concocer la presencia del aceite de oliva en la que está considerada como la obra más inteligente y mordaz que se haya escrito sobre la España que sirve de escenario al periodo que une los siglos XVI y XVII, tiempos de hambres presentes para los que nada tenían, y de glorias pretéritas para los que mucho tuvieron.
Miguel de Cervantes ha tenido la habilidad de hacernos creer a los lectores de cuatro siglos que tanto don Quijote como su escudero Sancho son personajes reales, tal vez porque ha perfilado magistralmente en ellos los arquetipos de las dos obsesiones que inquietaban a las gentes de su época: El cómo cubrirse de gloria, y, sobre todo, el cómo quitarse el hambre de cada día.
Caballero y escudero, el uno cabalgando junto al otro, representan, ante todo, las aspiraciones secretas de no pocos españoles de todos los tiempos. Cervantes, escritor que no había alcanzado el éxito literario con sus novelas porque el público de su época prefería el teatro, comisario real de abastos rechazado en cuantos sitios pisaba, requisador del rey que acabó encarcelado, viajero a América frustrado, soldado de fortuna al que la batalla de Lepanto le mutiló un brazo, nos retrata en el entorno cotidiano de aquella sociedad marcada por los delirios de grandeza de unos, y por la escasez de viandas que llevarse a la boca para los más, una pareja de personajes tan extraña e irreal –y sin embargo con los siglos hemos llegado a creérnosla– como la formada por un loco hidalgo que rehabilita la vieja armadura medieval de su familia para vivir en primera persona lo que se cuenta en los libros de caballerías, y por un modesto labriego con poca sal en la mollera y obeso, como Sancho Panza, que representa la antítesis por excelencia de todos los labriegos pobres de la época, más enjutos de carnes que sobrados de arrobas.
La realidad que nos dibuja Miguel de Cervantes es que el Siglo de Oro de las Artes fue también, lamentablemente, la Edad Dorada del Hambre, en la que primaba una filosofía de supervivencia magníficamente definida en la afirmación que Sancho Panza pone en boca de una de sus abuelas al final del capítulo de las Bodas de Camacho (parte II, capitulo 20) :
“Dos linajes solos hay en el mundo, […] que son el tener y el no tener”. (II, 20)
Los pertenecientes al “no tener”, que eran la inmensa mayoría, preocupados siempre por lograr el sustento cotidiano. Los otros, los menos, los “del tener”, afanados en lograr una ansiada dignidad social que les permitiera vivir de las rentas sin tener que trabajar, como hacía la aristocracia y la jerarquía eclesiástica, aspiración ésta tan arraigada en el siglo XVI que hizo afirmar indignado a Alejo Venegas del Busto en su obra Agonía del tránsito de la muerte (Toledo 1538):
“En sola España se tiene por deshonra el oficio mecánico, por cuya causa hay una abundancia de holgazanes y malas mujeres, de más de los vicios que a la ociosidad acompañan…”
Esta mentalidad duraría aún en España varios siglos más, pues ya en el siglo XVIII los ilustrados del gobierno de Carlos III andaban legislando y tomando medidas para paliar los efectos del pavor que producía en los subditos de su majestad los oficios mecánicos, hasta tal punto que en la contrata que firma el gobernador del Consejo de Hacienda, Miguel Muzquiz, con el asentista bávaro Juan Gaspar de Thürrieguel, para la introducción de seis mil colonos alemanes y flamencos en Sierra Morena, se prescinde de los improductivos:
“Los Peluqueros, Ayudas de Cámara, y gentes de puro luxo, que no son propias paracultivar la tierra, ni para los Oficios y Artes útiles, son excluidos de esta Contrata” (Artº III de la Explicación del Pliego de Condiciones de la Contrata para introducir seis mil colonos alemanes y flamencos, todos católicos, en las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía. Año 1767)
Pero no habrían de ser excluidas sólo estas gentes de puro luxo, sino que se trataba de alejar de las comunidades agrícolas a los bachilleres y licenciados, poco amantes de las artes mecánicas y por tanto inoperantes en este tipo de sociedades rurales y artesanales. Ello llevó ya a Felipe IV el 10 de febrero de 1623 a promulgar una pragmática según la cual se prohibía el establecimiento de los estudios de Gramática, con los que se obtenia el título de Barchiller, en aquellas ciudades y villas que no tuviera Corregidor –es decir, que administrativamente fueron núcleos pequeños– ni en los hospicios de niños huérfanos y expósitos, de donde se pretendía que salieran agricultores y artesanos, y no bachilleres ociosos.
El comportamiento del genuino hidalgo español acabaría siendo toda una expresión de una peculiar teoría del ocio caricaturizada en un Alonso Quijano cuya afición a la lectura de libros de caballerías lo lleva a convertirse en don Quijote de la Mancha, el caballero de la triste figura. Pero no es, precisamente, desde el prisma de la hidalga ociosidad desde el que pretendemos enfocar este estudio, sino desde la irrenunciable necesidad que los personajes del Quijote tienen de comer todos los días, cada cual en el ámbito de sus circunstancias, apurando las viandas que hay y recreándose con las que se sueñan.
El presente trabajo dedicado a la presencia del aceite de oliva en El Quijote forma parte de otro más amplio, en imprenta en estos días, titulado Mito y realidad de la cocina del Quijote, donde he tratado de exponer y analizar los aspectos culinarios y gastronómicos de la universal novela cervantina de la que este año celebramos el IV Centenario de su primera edición.
El aceite como condimento culinario en el Quijote
Durante el siglo XVI la circunstancia de comer tocino, beber vino y no hacer fritos con aceite de oliva, se convirtió en un signo manifiesto de ser cristiano viejo, de tal manera que el paladar de los castellanos, gallegos, asturianos y cántabros no estaba acostumbrado al sabor del aceite de oliva por encontrarlo recio y desagradable, usando para sus guisos básicamente las grasas del cerdo, que repugnaban tanto a musulmanes y judíos, como la frituras con aceite de éstos desagradaba a los cristianos. Valga como prueba de ello lo que sobre los judíos conversos escribe el bachiller Andrés Bernáldez, canónigo del arzobispo de Sevilla:
“Así eran tragones e comilitones, que nunca dexaron el comer a costunbre judaica de mangarejos e olletas de adefinas e mangarejos de cebollas e ajos refritos con aceite, e la carne guisaban con aceite, e lo echaban en lugar de tocino o de grosura, por escusar el tocino; e el aceite con la carne e cosas que guisan hacen muy mal oler el resuello, e así sus casas e puertas hedían muy mal a aquellos mangarejos; e ellos eso mismo tenían el olor de los judíos, por causa de los manjares, e de no ser baptizados […]. No comían puerco sino en lugar forçoso.” (“Historia de los reyes católicos D. Fernando y Doña Isabel, escrita por el bachiller Andrés Bernáldez”, en1513. Sevilla, Imp. J.M Geofrin, 1870).
Ante este panorama no nos ha de extrañar que de las diez veces que el aceite es citado en El Quijote por Cervantes sólo en una ocasión lo sea para referirse a él directamente como un ingrediente culinario. Precisamente lo es en la descripción de todo cuanto estaba preparado para festejar las bodas de Camacho:
“[…] y dos calderas de aceite mayores que las de un tinte servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba.” (II-20).
A estas masas fritas se alude más tarde en el mismo capítulo como frutas de sartén, de tan notable presencia en la cocina judeo-árabe de la época, y que han llegado hasta nosotros como pestiños, borrachuelos, hojuelas y flores de Semana Santa.
De la importante presencia del aceite en la cultura culinaria hispanoárabe, sobre todo como agente principal de las frituras, nos da testimonio en el siglo XII el filósofo, matemático y médico andalusí Ibn Rushd (1126-1198), más conocido en el mundo cristiano como Averroes, en su tratado Kitab al-Kulliyat fi-l Tibb (“Libro sobre las generalidades de la Medicina”), en el que describe las sanas cualidades del aceite de oliva:
“Los alimentos condimentados con aceite son nutritivos, con tal que el aceite sea fresco y poco ácido […] Cuando procede de aceitunas maduras y sanas, y sus propiedades no han sido alteradas artificialmente, puede ser asimilado perfectamente por la constitución humana […] Por lo general es adecuada para el hombre toda la sustancia del aceite, por lo cual en nuestra tierra sólo se condimenta la carne con él, ya que éste es el mejor modo de atemperarla, al que llamamos, rehogo. He aquí como se hace: se toma el aceite y se vierte en la cazuela, colocándose enseguida la carne y añadiéndole agua caliente poco a poco, pero sin que llegue a hervir.”
Averroes culminará sus elogios al aceite cuando lo une culinariamente a los huevos, a los cuales les atribuía la capacidad de curarlo todo, desde los dolores oculares a las incómodas almorranas, descubriéndonos en sus comentarios las bondades de los populares huevos fritos:
“Los mejores huevos son los de las gallinas. Cuando se fríen en aceite de oliva son muy buenos, ya que las cosas que se condimentan con aceite son muy nutritivas; pero el aceite debe ser nuevo, con poca acidez y de aceitunas. Por lo general, es un alimento muy adecuado para el hombre.”
Cervantes cita los huevos, ya sea en singular o en plural, catorce veces en El Quijote, tanto en la forma ortográfica más actual de “huevos”, como en la más arcaica y popular de “güevos”. Sólo en una de ellas hace alusión a los huevos fritos, y más que refiriéndose a una comida lo hace a modo de refrán o dicho popular:
“-Vuestra merced se sosiegue, señor mío -respondió Sancho-, que bien podría ser que yo me hubiese engañado en lo que toca a la mutación de la señora princesa Micomicona; pero, en lo que toca a la cabeza del gigante, o, a lo menos, a la horadación de los cueros y a lo de ser vino tinto la sangre, no me engaño, ¡vive Dios!, porque los cueros allí están heridos, a la cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el aposento; y si no, al freír de los huevos lo verá; quiero decir que lo verá cuando aquí su merced del señor ventero le pida el menoscabo de todo.” (1,37)
La expresión “al freír de los huevos lo verá” la recoge Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana, basando su origen en un cuento según el cual un pícaro robó una sartén en un mesón, pero al salir con ella escondida la mesonera le preguntó qué llevaba, a lo que el ladronzuelo le respondió con la frase en cuestión: “al freír de los huevos lo verá”, dándole a entender que sabría lo que es cuando viera para lo que servía. Es decir, refiriéndose al texto, Sancho pretende hacer ver a don Quijote que cuando el ventero se diera cuenta de los estropicios de su batalla con los cueros de vino, ya le pediría cuentas de ello, y él tendría que dárselas.
Los huevos son citados otras cuatro veces formando parte de refranes y dichos populares. Seis veces como plato culinario, de las cuales dos de ellas se refiere a los huevos con torreznos o con tocino, y una a los “huevos de pescado” que llaman “cavial”. Dos veces se hace mención a ellos para comparar tamaños, y una como reconstituyente para enfermos como puede comprobarse en el siguiente texto:
“La vez primera nos le volvieron atravesado sobre un jumento, molido a palos. La segunda vino en un carro de bueyes, metido y encerrado en una jaula, adonde él se daba a entender que estaba encantado; y venía tal el triste, que no le conociera la madre que le parió: flaco, amarillo, los ojos hundidos en los últimos camaranchones del celebro, que, para haberle de volver algún tanto en sí, gasté más de seiscientos huevos, como lo sabe Dios y todo el mundo, y mis gallinas, que no me dejaran mentir.” (II,7)
De la siguiente cita deducimos que el tiempo que don Quijote estuvo reponiéndose en su casa entre la segunda y la tercera salida fue de casi un mes:
“Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte desta historia y tercera salida de don Quijote, que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria las cosas pasadas; pero no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encargándolas tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas confortativas y apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía, según buen discurso, toda su mala ventura.” (II,1)
De los dos textos anteriores se desprende que don Quijote se sometió a una dieta de unos veinte huevos diarios –seiscientos repartidos en casi un mes–, siendo incapaces de delimitar por nuestra parte el umbral donde termina la realidad culinaria expuesta por Cervantes y donde comienza la exageración como recurso literario jocoso. De todas formas hemos de decir que los huevos con leche han sido tradicionalmente un reconstituyente de enfermos al que las madres de familia han recurrido con asiduidad. Aún recuerdo que hasta no hace muchas décadas, tanto a los niños como a los viejos, se nos daba en ayunas una yema de huevo sin batir flotando en vino para fortalecer el crecimiento de los primeros y como tónico vital para los segundos.
Los huevos con vino como un estimulante y un reconstituyente los vemos citados también en La Lozana Andaluza (1528), justamente en los preámbulos a una relación amorosa entre una cortesana y un paje:
“MADALENA.- ¡Estad quedo, así me ayude Dios! Más me sobajáis vos que un hombre grande. Por eso los pájaros no viven mucho. ¿Qué hacéis? ¿Todo ha de ser eso? Tomá, bebeos estos tres huevos, y sacaré del vino. Esperá, os lavaré todo con este vino griego que es sabroso como vos.” (Parte II, mamotreto XXV)
No deja de ser significativo la utilización del verbo beber para expresar cómo se habían de tomar estos huevos crudos y reconstituyentes, casi siempre, como hemos visto, batidos en leche o como yemas flotando en vino.
En cuanto a los huevos fritos, Luis Lobera de Ávila, quien fuera médico del emperador Carlos V y de la aristocracia más señera del reino, en su libro Banquete de Nobles Caballeros, aparecido en 1530, no hace referencia alguna a los huevos fritos, haciéndose eco, eso sí, de la opinión del médico y filósofo persa Avicenna (abu Ali al-Hussajn ibn Abdallah ibn al-Hussajn ibn Ali ibn Sina. 980-1037) según el cual la mejor manera de tomarlos es cocidos –lo que nosotros conocemos como“pasados por agua”–, o escalfados.
La escasa presencia de los huevos fritos en la dieta de los cristianos españoles del siglo XVI hizo posible que algunos llegaran a pensar que lo que en realidad está haciendo la mujer protagonista del conocido cuadro de Velásquez Vieja friendo huevos (1618) no es otra cosa que escalfarlos, más que freírlos, lo que llevó al profesor Gregorio Varela, presidente de la Fundación Española de la Nutrición, y Premio Grande Covián 2000, a tener que demostrar durante la I Conferencia sobre la Fritura de Alimentos, celebrada en 1986,que lo que la popular vieja –presumiblemente la suegra del pintor— está haciendo en el cuadro es freír huevos con aceite, no suscitando duda alguna.
El aceite, luz de vida y llama de candil
Durante la Edad Media en la España cristiana el destino principal del aceite de oliva no fue para ser consumido como ingrediente culinario, sino para utilizarlo en los oficios litúrgicos, ya fuera como santo óleo de unción o como combustible de candil. El aceite consagrado el Jueves Santo se distribuía entre todas las parroquias, como sucede también ahora, debiendo durar todo el año y, en caso de que se agotase, sólo podía obtenerse más cantidad con el permiso expreso del obispo de la diócesis. También los candiles que ardían en los altares debían ser alimentados exclusivamente con aceite de oliva, utilizándose así mismo desde antiguo como ingrediente de ungüentos sanadores.
Veamos algunas citas al respecto que aparecen en los textos bíblicos:
“Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa.” (Salmos 23:5)
“De la planta del pie a la cabeza no hay en él cosa sana: golpes, magulladuras y heridas frescas, ni cerradas, ni vendadas, ni ablandadas con aceite.” (Isaías 1:6)
“Expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.” (Marcos 6:13)
“¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor.
Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados.” (Santiago 5:14-15)
De la composición y preparación del sagrado óleo para ungir a los sacerdotes, los reyes y los ornamentos de culto, la Biblia nos da cuenta en el libro del Éxodo.
“El Señor habló así a Moisés: Consigue especies aromáticas de la mejor calidad: quinientos siclos [5’7 kg] de mirra pura, la mitad –o sea, doscientos cincuenta siclos [2’85 kg]– de cinamomo, doscientos cincuenta siclos [2’85 kg] de caña aromática [cáñamo o cannabis], quinientos siclos de casia [5’7 kg] [canela] –todo esto en siclos del Santuario– y un hin [3´6 litros] de aceite de oliva; y prepara con ellos una mezcla aromática, como lo sabe hacer el fabricante de perfumes. Este será el óleo para la unción sagrada. Con él deberás ungir la Carpa del Encuentro, el Arca del Testimonio, la mesa con todos sus utensilios, el candelabro con sus accesorios, el altar de los perfumes, el altar de los holocaustos con todos sus accesorios y la fuente con su base. Así los consagrarás, y serán una cosa santísima. Todo aquello que los toque quedará consagrado. También ungirás a Aarón y a sus hijos, y los consagrarás para que ejerzan mi sacerdocio. Luego hablarás a los israelitas: Esta es la unción sagrada para mí y de generación en generaciones. Este santo óleo no será derramado sobre el cuerpo de ningún hombre y no se hará ningún otro que tenga la misma composición. Es una cosa santa, y como tal deberán considerarlo. El que prepare una mezcla semejante o derrame el óleo sobre un extraño, será excluido de su pueblo.” (Éxodo 30: 22-33)
Según los arqueólogos la equivalencia del siclo del Santuario con la medida correspondiente de peso del Sistema Métrico Decimal oscila entre 11’17 gr y 12’21 gr, tomándose aquí el valor más comúnmente utilizado de 11’4 gr. Por su parte, el him o hin utilizado para expresar en la receta la cantidad de aceite equivale a unos 3’6 litros.
Serían las órdenes religiosas, por tanto, las que poseerían desde el Medievo la parte más significativa de los olivares en cultivo, obteniendo con ello la mayor producción del aceite de oliva, cultivo, elaboración y consumo que compartían en un principio con judíos y musulmanes, y, después de la expulsión de éstos y aquellos, lo hubieron de hacer con los conversos que se quedaron a vivir en los reinos de España como nuevos cristianos, que en la mayoría de los casos no renunciaron en la intimidad a sus antiguas costumbres, es decir, compartían el aceite con lo que los cristianos viejos llamaron marranos y moriscos.
En los monasterios se distribuía cada día entre los monjes el aceite necesario y suficiente para sazonar sus comidas, pero sin despilfarro y sin codicia. Al respecto, una piadosa tradición cuenta que un día escaseando tanto el aceite entre las hermanas de su comunidad, incluso hasta para las más enfermas, Santa Clara (1193-1253) tomó una vasija y la puso fuera de los muros del convento, encontrándosela llena de aceite de oliva al ir a recogerla, teniéndose el hecho por un milagro como el de la multiplicación de los panes que en el refectorio de su comunidad también llevó a cabo la santa de Asís y paisana de San Francisco.
Pese a todo el aceite de oliva ha tenido que padecer verdaderas cruzadas en las que se le ha tachado de plebeyo y heterodoxo, alimento propio de judíos y moriscos que se erigieron en sus albaceas cuando la cultura popular cristiana dominante lo rechazó, aunque paradójicamente se utilizara en los conventos, como ha quedado visto, y el propio San Isidoro de Sevilla (560-636) glosará sus bondades.
A principios del siglo XVII hay una recesión en el cultivo del olivo en España, y a ello contribuye de forma decisiva la expulsión en 1609 de los moriscos, que tan buenos conocedores eran de las prácticas agrícolas. Se cierra así un ciclo iniciado en la cultura oleícola hispanorromana, a la que seguiría una perdida de interés de los visigodos por este cultivo, cuando ante las invasiones de los pueblos que los romanos llamaron bárbaros, el latín junto al conocimiento heredado de la Antigüedad, la cultura culinaria y la olivicultura se habían refugiado en los monasterios. La llegada y posterior establecimiento de los árabes en suelo hispano hizo que aconteciera un nuevo auge del olivo, que culminaría en el reinado de los Reyes Católico cuando se llegaron a plantar hasta cuatro millones de estas plantas, siendo entonces cuando una emulsión de aceite en agua con vinagre y unas migas de pan remojado, el gazpacho, acabe convirtiéndose en la base de la dieta alimenticia de andaluces, extremeños y manchegos.
Cervantes por boca del ventero que le sigue el juego a un don Quijote sin seso que quiere ser armado caballero en la venta que en su delirio toma por castillo, nos da la relación de todos los barrios de España donde se daban cita la flor y nata de todos los vagabundos, perdidos, pícaros y maleantes del país:
“El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones; y, por tener qué reír aquella noche, determinó de seguirle el humor; y así le dijo que andaba muy acertado en lo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él asimismo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo, buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo, y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando algunos pupilos, y, finalmente dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que a, lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenía, y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo.” (I-3)
Hagamos al respecto una puntualización como granadino, y es que Diego Clemencín (1765-1834) en sus notas del Quijote no ubica la Rondilla de Granada, diciéndonos que preguntados los más viejos, algunos de ellos centenarios –según nos dice–, nadie había oído hablar de ese lugar. Creemos que Cervantes pudo transcribir mal el nombre, refiriéndose tal vez a la popular Romanilla, donde tradicionalmente estuvo ubicada la Lonja de los Mercaderes, lugar próximo a la plaza de Bib-Rambla y a la catedral, para cuya construcción hubo que destruir parte de la antigua Medina de Hisn Garnata. En La Romanilla se encontraba, hasta no hace muchos años, el tradicional mercado de pescados, carnes y verduras, que aún no había perdido el ambiente bullanguero de los zocos en los convivieron como pudieron las tres culturas, debiendo ser por tanto un lugar muy frecuentado por descuideros, pícaros y maleantes desde antaño.
Tal vez el escritor y viajero inglés Henrí Swinburne se refería a algunas de las tabernas existentes en estos barrios citados por Cervantes, o a alguna de las ventas de nuestros caminos, cuando en su viaje por España, llevado a cabo entre 1775 y 1776, presenció la siguiente escena costumbrista protagonizada por parroquianos de ventas y mesones:
“Se sirven del mismo aceite para alimentar los candiles, cocinar el potaje y aliñar la ensalada: en las ventas suelen dejar el candil sobre la mesa para que cada persona pueda coger la cantidad de aceite que necesite para su comida”
El escenario donde el escritor inglés del XVIII sitúa su peculiar escena gastronómica nos retrotrae a la venta que don Quijote toma por un castillo encantado, donde después de haber sido apaleados escudero y caballero, éste último recibe por su impertinencia un candilazo de un cuadrillero de la Santa Hermandad Vieja de Toledo, más antigua que la que fundaron los Reyes Católicos a fines del siglo XV, y con muchas más facultades y privilegios de autoridad, comparable, salvando las distancias en el tiempo, con la Guardia Civil actual:
-Luego,¿también estás tú aporreado? -respondió don Quijote.
-¿No le he dicho que sí, pesia a mi linaje? -dijo Sancho.
-No tengas pena, amigo -dijo don Quijote-, que yo haré agora el bálsamo precioso con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró a ver el que pensaba que era muerto; y, así como le vio entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño de cabeza y candil en la mano, y con una muy mala cara, preguntó a su amo:
-Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro encantado, que nos vuelve a castigar, si se dejó algo en el tintero?
-No puede ser el moro -respondió don Quijote-, porque los encantados no se dejan ver de nadie.
-Si no se dejan ver, déjanse sentir -dijo Sancho-; si no, díganlo mis espaldas.
-También lo podrían decir las mías -respondió don Quijote-, pero no es bastante indicio ése para creer que este que se vee sea el encantado moro.
Llegó el cuadrillero, y, como los halló hablando en tan sosegada conversación, quedó suspenso. Bien es verdad que aún don Quijote se estaba boca arriba, sin poderse menear, de puro molido y emplastado. Llegóse a él el cuadrillero y díjole:
-Pues, ¿cómo va, buen hombre?
-Hablara yo más bien criado -respondió don Quijote-, si fuera que vos. ¿Úsase en esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes, majadero?
El cuadrillero, que se vio tratar tan mal de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y, alzando el candil con todo su aceite, dio a don Quijote con él en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado;” (I,17)
Aparece aquí por primera vez en El Quijote el aceite como combustible para los candiles, y unas líneas más abajo, en el mismo capítulo, lo hará por dos veces formando parte del bálsamo que habría de remediar los efectos del candilazo del cuadrillero:
“Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el salutífero bálsamo;” […] -Señor, quien quiera que seáis, hacednos merced y beneficio de darnos un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra,” (I,17)
Los cuatro componentes que le solicita Sancho al ventero para hacer el “salutísimo bálsamo”, romero, aceite, sal y vino, se corresponden cada uno de ellos con los cuatro humores que según la teoría de Hipócrates (460 aC-377 aC), recogida después por Galeno (130-216), y que sobrevivió hasta el mismo siglo XVII, componían la estructura orgánica del ser humano: la sangre, relacionada con el elemento aire y referida al temperamento sanguíneo; la bilis negra (atrabilis), concerniente al elemento tierra y referida al temperamento melancólico; la bilis amarilla, en concordancia con el fuego y referida al temperamento colérico; y la flema, relacionada con el agua y referida al temperamento flemático. La teoría de los cuatro humores fue conocida por Cervantes a través del Examen de ingenio para las ciencias del médico y filósofo de origen navarro pero afincado en Linares Juan Huarte de San Juan (1529-1588), editado en Baeza en 1575, siendo notable la influencia de este último en la elaboración del perfil psicológico que Cervantes hace del hidalgo don Quijote, puesta ya de manifiesto por Rafael Salillas en su obra Un gran inspirador de Cervantes. El doctor Juan Huarte y su Examen de Ingenios, (Madrid, 1905), hasta tal punto que Cervantes ya en la portada de su obra nos habla de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, siendo definido “el ingenioso” en el Examen de ingenios por Huarte de San Juan, como alguien “temperamental”, con algo de “ocurrente” y no lejos de “extravagante”.
Según esta teoría, se consideraba que un individuo estaba sano cuando tenía un equilibrio interno entre los cuatro humores y sus cualidades primarias, lo que permitía la seguridad de sus partes físicas. Cuando este equilibrio se perturbaba se producía una enfermedad. Un desequilibrio humoral se generaba por la intervención del propio hombre o de su entorno y sus circunstancias, tales como la forma de vida y el tipo de trabajo, la alimentación sólida, la bebida y la actividad sexual. Se consideraba que el trastorno humoral podía ser en calidad o en cantidad, dando lugar a sustancias nocivas llamadas substancias pecantes, que debían ser eliminadas para lograr la curación. El tratamiento se basaba en el principio de contraria contrariis, esto es, basado en la creencía que entonces se tenía de que lo contrario curaba lo opuesto. Cada uno de los humores era caliente, frío, húmedo o seco; era por ello por lo que los médicos de la época recetaban medicinas frías para las enfermedades calientes y remedios secos contra las húmedas.
Al mismo tiempo que estas medidas terapéuticas, en la época cervantina, también se usaban otros procedimientos basados en poderes sobrenaturales. Los exorcismos se aplicaban con bastante asiduidad en el manejo de los trastornos mentales, la epilepsia o la impotencia, sustituyéndose en estos casos el médico por el sacerdote. Desde la Edad Media la creencia en los poderes curativos de las reliquias era generalizada, y entonces se rezaba a santos especiales para el alivio de padecimientos específicos, teniendo cada mal o enfermedad un santo o santa abogada de ello, costumbre que aun persiste en nuestra cultura tradicional.
Los médicos no practicaban la cirugía, que estaba en manos de los cirujanos, los cuales no asistían a las universidades, no hablaban latín y eran considerados gente burda y de clase inferior. Muchos de ellos eran itinerantes, yendo de una ciudad a otra operando hernias (de ahí que se les llamara también sacapotras o sanapotras, sobre todo de forma despectiva cuando no eran muy diestros en el oficio), extraían cálculos biliales o cataratas, lo que requería experiencia y habilidad quirúrgica, o bien curando heridas superficiales, abriendo abscesos de pus, componiendo fracturas y colocando huesos dislocados en su sitio. Sus principales competidores eran los barberos, que además de rasurar barbas y cortar el cabello vendían ungüentos, sacaban dientes, aplicaban ventosas, ponían enemas y hacían sangrados abriendo directamente las venas (flebotomías).
Otros bálsamos curativos
También se utilizaría el aceite para darle cuerpo al famoso bálsamo con el que nuestro caballero andante es curado de las heridas que le produce uno de los gatos del Duque que pululaban por su aposento, confundido fatalmente por don Quijote con un maléfico encantador:
“Levantóse don Quijote en pie, y, poniendo mano a la espada, comenzó a tirar estocadas por la reja y a decir a grandes voces:
-¡Afuera, malignos encantadores! ¡Afuera, canalla hechiceresca, que yo soy don Quijote de la Mancha, contra quien no valen ni tienen fuerza vuestras malas intenciones!
Y, volviéndose a los gatos que andaban por el aposento, les tiró muchas cuchilladas; ellos acudieron a la reja, y por allí se salieron, aunque uno, viéndose tan acosado de las cuchilladas de don Quijote, le saltó al rostro y le asió de las narices con las uñas y los dientes, por cuyo dolor don Quijote comenzó a dar los mayores gritos que pudo. Oyendo lo cual el duque y la duquesa, y considerando lo que podía ser, con mucha presteza acudieron a su estancia, y, abriendo con llave maestra, vieron al pobre caballero pugnando con todas sus fuerzas por arrancar el gato de su rostro. Entraron con luces y vieron la desigual pelea; acudió el duque a despartirla, y don Quijote dijo a voces:
-¡No me le quite nadie! ¡Déjenme mano a mano con este demonio, con este hechicero, con este encantador, que yo le daré a entender de mí a él quién es don Quijote de la Mancha!
Pero el gato, no curándose destas amenazas, gruñía y apretaba. Mas, en fin, el duque se le desarraigó y le echó por la reja.
Quedó don Quijote acribado el rostro y no muy sanas las narices, aunque muy despechado porque no le habían dejado fenecer la batalla que tan trabada tenía con aquel malandrín encantador. Hicieron traer aceite de Aparicio, y la misma Altisidora, con sus blanquísimas manos, le puso unas vendas por todo lo herido;” (II,46).
La formula de este famoso como caro bálsamo del siglo XVI con el que fue curado don Quijote se debe a Aparicio de Zubia, estando compuesto por “aceite de oliva, hipérico, romero, lombrices de tierra, trementina, resina de enebro, incienso y almáciga en polvo”. Su alto precio debió dar lugar al dicho popular “ser tan caro como el aceite de Aparicio”. Se utilizaba como cicatrizante de úlceras y llagas, siendo sus resultados increíbles, tanto los terapéuticos para el enfermo, como los económicos para el inventor, que además de tremendamente popular se hizo rico.
Su ingrediente principal era el hipérico, planta que por su riqueza en taninos se utilizaba desde la Antigüedad como un eficaz cicatrizante, considerado como el antibiótico de la Edad Media por la gran importancia que tuvo en la curación de las heridas de guerra. En el siglo XVI fue denominado Hierba de las heridas y posteriormente Hierba militar. El aceite de hipérico, componente básico del aceite de Aparicio, se elaboraba dejando macerar 100 gr de hojas tiernas de esta planta en un litro de aceite de oliva durante mes y medio.
Puede sorprendernos desde los conocimientos actuales que en la fórmula del aceite de Aparicio aparezcan como ingredientes las lombrices de tierra. Al respecto hemos visto en la edición en castellano que su propio autor hizo en 1626 del Libro de los Secretos de Agricultura, Casa de Campo y Pastoril, de fray Miguel Agustín (1560-1630), prior del Temple de la villa de Perpignan, primera edición en catalán de 1617, una curiosa receta del aceite de lombrices que dice así:
“El aceyte de lombrices hareis tomando media libra de lombrices [algo menos de un cuarto de kg], y lavadlas muy bien con vino blanco; despues las hareis cocer con dos libras de aceyte [casi un kg de aceite], y vino tinto, hasta la consumación del vino; despues lo colareis, y exprimireis todo, y lo reservareis para ungir, que es remedio singularissimo para confortar los nervios frigidos, y para el dolor de la espina.” (pag. 238)
No menos interesante es la formula que en el mismo libro de fray Miguel Agustín se da para preparar el aceite de huevos, que además de como eficaz ungüento dermatológico servía para hacer renacer los pelos, según se nos dice literalmente:
“El aceyte de huevos hareis tomando dos docenas y media de ellos, y los hareis cocer hasta que esten duros, y tomareis las yemas, y las desmenuzareis entre las manos; despues las freireis en una sarten estañada, con poco fuego, meneandolas muy a menudo con una cuchara de madera, hasta tanto que se buelvan de color roxo, despues las apretareis con el reves de la cuchara, y saldrá aceyte en abundancia, y este aceyte es excelentissimo para quitar las manchas del pellejo, para sanar las costras, para hacer renacer los pelos, y para curar las ulceras afistoladas , y malignas. Algunos en la preparación de este aceyte no hacen cocer duros los huevos, sino que los frien casi crudos; despues por comprehensión en un vaso constriñido, de debaxo de una prensa, sacan aceyte.” (Pág. 238)
Cervantes, sin lugar a dudas, después de su experiencia como soldado y su participación en la batalla de Lepanto en 1571, donde le mutilaron un brazo, debió conocer por experiencia propia los efectos de los ungüentos sanadores, preparación medicamentosa vulneraria, es decir, que sirve para curar heridas y llagas, elaborada a base de ceras, resinas o grasas, como el aceite de oliva, de consistencia análoga a la manteca y que se licua al calor de la piel.
Estas experiencias sanatorias que debió conocer en propia carne, las traslado literariamente, como puede comprobarse, a las heridas y magulladuras que a don Quijote y a Sancho les traían sus aventuras, apareciéndonos el aceite de oliva en algunas de ellas, ya fuera como ingrediente de buena pitanza, como vimos en las Bodas de Camacho, como luz de candil que ilumina, o como remedio de una mala andanza.
En el Quijote se citan otros remedios curativos, como es el caso del ungüento blanco, al que hace mención Sancho cuando se dispone a curar a su caballero andante después de la pendencia con el vizcaíno:
“-La verdad sea -respondió Sancho- que yo no he leído ninguna historia jamás, porque ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar es que más atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha sangre de esa oreja; que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las alforjas.” (I-10)
Curiosa, y premonitoria, es la clasificación de las aventuras que unas líneas antes hace don Quijote:
“-Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos.” (I-10)
El ungüento blanco, al que hace referencia Sancho, estaba compuesto de manteca y carbonato de plomo pulverizado muy fino, que se empleaba como secante y cicatrizante.
Otras pomadas de la época cervantina que tenían entre sus ingredientes el aceite de oliva, eran el ungüento de basilicón, conocido también como ungüento amarillo o ungüento regio –de ahí su nombre–, se utilizaba como supurativo y estaba preparado a base de pez negra, resina de pino, cera amarilla y aceite de oliva. Y el ungüento de diaquilón, mezcla de aceite de oliva y emplasto de litargirio (óxido de plomo amarillento), utilizado para ablandar tumores.
Cervantes debió conocer, e incluso haber utilizado, otros emplastos curativos como el ungüento de altea, compuesto de malvalisco –planta también conocida como altea y utilizada para ablandar durezas y tumores–, de cera amarilla, resina y trementina. Fue usado también para prevenir la anemia y las lombrices. El ungüento egipciaco, preparado con vinagre, miel y acetato de cobre, conocido popularmente este último por cardenillo, que es la materia verde azulada que se forma en los objetos de cobre o en aleaciones como el bronce, y que es muy tóxica si se ingiere. Se utilizaba para cauterizar heridas y para tratar ulceraciones de la córnea, y se empleó ya en la Edad Media para sanar los bubones de la peste. El ungüento de la madre Tecla, un supurativo preparado básicamente con litargirio –como en el ungüento de diaquilón–, manteca, sebo, cera y pez. Y el ungüento populeón, usado como calmante, hecho a base de yemas de álamo negro, manteca de cerdo, hojas de adormidera y belladona.
A algunos de estos productos, llevaran o no aceite de oliva entre sus ingredientes, debió referirse el ventero cuando le recomienda a don Quijote que haga como siempre hicieron los caballeros andantes, que tuvieron “por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse.” (I-3)
Don Quijote seguirá al pie de la letra las instrucciones dadas por su padrino de armas, el ventero, y si bien algunas veces, cuando se ve malherido, invoca a los sabios Lirgandeo y Alquife para que le ayuden, o a la no menos sabia Urganda para que le socorra, acabará afirmando que el caballero andante “ha de ser médico y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure.” (II-18)
El bálsamo de Fierabrás
Después de la “aventura de encrucijada”, como la denomina el propio don Quijote, que mantuvo con el vizcaíno, y en la que a resultas de la misma acabó sangrando por una oreja que Sancho Panza pretendía curar con el ungüento blanco, como hemos visto hace sólo unos párrafos, nuestro caballero andante vuelve a recurrir a su fantasía delirante para encontrar un remedio infalible que aplicarse, como es el bálsamo de Fierabrás:
“-Todo eso fuera bien escusado -respondió don Quijote- si a mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sola una gota se ahorraran tiempo y medicinas.
-¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? -dijo Sancho Panza.
Es un bálsamo -respondió don Quijote- de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo. luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana.
-Si eso hay -dijo Panza-, yo renuncio desde aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis muchos y buenos servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor; que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es de saber agora si tiene mucha costa el hacelle.
-Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres -respondió don Quijote.
-Pecador de mí, replicó Sancho, ¿pues a qué aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele?
-Calla, amigo -respondió don Quijote-, que mayores secretos pienso enseñarte y mayores mercedes hacerte; y, por agora, curémonos, que la oreja me duele más de lo que yo quisiera.” (I-10)
La historia del mítico y temido Fierabrás de Alejandría (“Fier-a-brás”, que significa “el de losfieros o feroces brazos”) nos cuenta como este gigante, de quien se dice que medía más de quince palmos (unos tres metros), hermano de la infanta Floripes e hijo del almirante sarraceno Balán, o Balante, soberano señor de las Españas, vino a buscar a su padre a Aspromante, donde se celebraba la gran junta de todos los reyes, soldanes, almirantes y sátrapas de los infieles, a fin de acabar con los cristianos, reinando después de muchas peripecias en España.
La leyenda de este bálsamo se lee en la Historia del Emperador Carlomagno, publicada en castellano por Nicolás de Piamonte y referida por Diego Clemencín en la nota 12 al capítulo décimo de la primera parte de su Quijote comentado. En ella se lee como Oliveros, uno de los Doce Pares de Francia, venció a Fierabrás, aplicándole éste a su vencedor el milagroso bálsamo dándole a beber un trago, y convirtiéndose después de la lucha al cristianismo:
“No puedes negar que tu cuerpo esté llagado [le decía Fierabrás a Oliveros], y decirte he como sanaras en un punto, aunque más llagas tuvieses. Llégate a mi caballo y hallarás dos barrilejos atados al arzón de la silla, llenos de bálsamo, que por fuerza de armas gané en Jerusalén; de este bálsamo fue embalsamado el cuerpo de tu Dios cuando le descendieron de la cruz y fue puesto en el sepulcro: y si de ello bebes, quedarás luego sano de tus heridas. En el discurso de la batalla, cortada la cadena de los barriles, cayeron éstos al suelo, y espantado con el ruido el caballo de Fierabrás, tuvo Oliveros ocasión de apearse y beber del bálsamo a su placer, y luego se sintió sano, ligero y dispuesto, como si nunca hubiera sido herido. Y de esto dio infinitas gracias a Dios, y dijo entre sí: ningún buen caballero debe pelear con esperanza de tales brebajes; y tomando entrambos barriles, los echó en un caudaloso río que cerca de allí pasaba, y fueron al fondo del agua. Y he leído en un libro auténtico de lengua toscana que habla de este Fierabrás de Alejandría, que todos los días de San Juan Evangelista parecen los dos barriles encima del agua, y no en otro tiempo. (Historia de Carlomagno, caps. XVII y XIX).
Las referencias que en los Evangelios se hace al bálsamo con el que fue ungido el cuerpo sin vida de Cristo varían según los evangelistas. Así San Juan, que es el más explicito, nos dice:
“Después de esto, José de Arimatea se presentó a Pilatos. Era discípulo de Jesús, pero no lo decía por miedo a los judíos. Pidió a Pilatos la autorización para retirar el cuerpo de Jesús y Pilatos se la concedió. Fue y retiró el cuerpo. También fue Nicodemo, el que había ido de noche a ver a Jesús, llevando unas cien libras [unos 32 kg] de mirra perfumada y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos con los aromas, según la costumbre de enterrar de los judíos”. (Evangelio de San Juan 19-38,40)
Las cien libras de mirra perfumada y aloe utilizadas, según las equivalencias de las medias de la época, son unos treinta y dos kilogramos, que aunque no se cita expresamente debieron estar mezclados con aceite de oliva como emulgente, según era costumbre.
San Mateo, al respecto, no hace mención sobre que el cadáver de Jesús fuera ungido. Se limita a decir:
“José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en su propio sepulcro nuevo que había hecho cavar en la roca.”( Evangelio de San Mateo 27-59,60)
Por su parte, San Marcos hace referencia a perfumes en general:
“Cuando pasó el sábado, Maria Magdalena, María de Santiago y Salomé compraron perfumes para ir a ungirle” (Evangelio de San Lucas 16-1).
Y San Lucas, en la misma línea, sólo dice:
“Después volvieron y prepararon aromas y ungüento. Y el sábado reposaron según el precepto” (Evangelio de San Lucas 23-56).
No sabemos como don Quijote hubo de averiguar la receta del prodigioso bálsamo, pero de lo que no cabe dudas, a tenor del texto cervantino, es que era menos escrupuloso que el bueno de Oliveros, usándolo a discreción cuando le convenía. La preparación y los curiosos efectos que el pretendido bálsamo de Fierabrás elaborado a su mejor entender por don Quijote tienen en él mismo y en Sancho, nos son contados también por Cervantes:
“El ventero le proveyó de cuanto quiso [aceite, vino sal y romero], y Sancho se lo llevó a don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza, quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más mal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era sangre no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta.
En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto, mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció que estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo, y, como no la hubo en la venta, se ,resolvió de ponello en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le hizo grata donación. Y luego dijo sobre la alcuza más de ochenta paternostres y otras tantas avemarías, salves y credos, y a cada palabra acompañaba una cruz, a modo de bendición; a todo lo cual se hallaron presentes Sancho, el ventero y cuadrillero; que ya el arriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio de sus machos.
Hecho esto, quiso él mesmo hacer luego la esperiencia de la virtud de aquel precioso bálsamo que él se imaginaba; y así, se bebió, de lo que no pudo caber en la alcuza y quedaba en la olla donde se había cocido, casi media azumbre; y apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar de manera que no le quedó cosa en el estómago; y con las ansias y agitación del vómito le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen solo. Hiciéronlo ansí, y quedóse dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó y se sintió aliviadísimo del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento que se tuvo por sano; y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio podía acometer desde allí adelante, sin temor alguno, cualesquiera ruinas, batallas y pendencias, por peligrosas que fuesen.
Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que le diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. Concedióselo don Quijote, y él, tomándola a dos manos, con buena fe y mejor talante, se la echó a pechos, y envasó bien poco menos que su amo. Es, pues, el caso que el estómago del pobre Sancho no debía de ser tan delicado como el de su amo, y así, primero que vomitase, le dieron tantas ansias y bascas, con tantos trasudores y desmayos que él pensó bien y verdaderamente que era llegada su última hora; y, viéndose tan afligido y congojado, maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo había dado. Viéndole así don Quijote, le dijo:
-Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero, porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son.
-Si eso sabía vuestra merced -replicó Sancho-, ¡mal haya yo y toda mi parentela!, ¿para qué consintió que lo gustase?” (I-17)
Los efectos que tanto en su cuerpo como en el de Sancho tuvo este sui generis bálsamo elaborado por don Quijote creyendo que estaba haciendo el de Fierabrás, no admiten mas comentarios. Pese a todo en el capítulo cuarenta y nueve de la primera parte don Quijote volverá a insistir en la veracidad de la historia de Fierabrás:
“¿Qué ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir a otro que no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy de Borgoña, y lo de Fierabrás con la puente de Mantible, que sucedió en el tiempo de Carlomagno; que voto a tal que es tanta verdad como es ahora de día?”(I-49)
Todos ellos, y los demás que se citan en esta conversación, personajes extraídos de los libros de caballerías y de los cantares de gesta medievales que don Quijote admitía como ciertos, creyéndoselos al pie de la letra.
Otras referencias al aceite en el Quijote
Aparecerá también el aceite formando parte de las habilidades que se le reconocían a Crisóstomo, el pastor que por haber estudiado tenía amplios conocimientos de agricultura y astronomía, y que murió por los amores de la endiablaba moza Marcela:
“Y digo que con esto que decía se hicieron su padre y sus amigos, que le daban crédito, muy ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: «Sembrad este año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar garbanzos, y no cebada; el que viene será de guilla de aceite; los tres siguientes no se cogerá gota».” (I,12)
Del mismo modo aparecerá el aceite en dos ocasiones con motivo de un refrán:
“Y tuvo razón, porque la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua.” (II-10) y “-Dude quien dudare -respondió el paje-, la verdad es la que he dicho, y esta que ha de andar siempre sobre la mentira, como el aceite sobre el agua; y si no, operibus credite, et non verbis: véngase alguno de vuesas mercedes conmigo, y verán con los ojos lo que no creen por los oídos.” (II,50)
Se le cita una vez como arma defensiva a utilizar ante la pretendida invasión de la ínsula que gobernaba Sancho:
“-¡Aquí de los nuestros, que por esta parte cargan más los enemigos! ¡Aquel portillo se guarde, aquella puerta se cierre, aquellas escalas se tranquen! ¡Vengan alcancías, pez y resina en calderas de aceite ardiendo!” (II,53).
También, por último, el aceite es citado dentro de los cometidos que hacía la bella Dorotea en su hacienda, como era la administración de unos molinos de aceite:
“Y del mismo modo que yo era señora de sus ánimos, ansí lo era de su hacienda: por mí se recebían y despedían los criados; la razón y cuenta de lo que se sembraba y cogía pasaba por mi mano; los molinos de aceite, los lagares de vino, el número del ganado mayor y menor, el de las colmenas.” (I,28)
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