POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Qué bello sería ese mundo donde los idiomas sirvieran para unir a las personas en el entendimiento mutuo. En esa utopía magnífica, el acento sería muestra de comprensión y respeto a una diversidad que nunca debería ser cuestionada.
ARTÍCULO:
Es cuando menos sorprendente esto de los acentos. Divide a las personas y acaba encasillando al individuo en un traéme-aquí-esa-ese. Acostumbrados a ser todos iguales, a cumplir con una u otra procedencia, la palabra que usamos termina por convertirnos en una parodia de seres humanos sometidos por la tendencia que sea. Coges una erre y la suavizas un poco, ya saben, por eso de no asustar al que escucha y ya hemos perdido nuestro origen. En otras ocasiones, alegramos un sonido labio dental para aspirarlo un poco, no sea que el esputo traicionero haga que la primera fila tome el cuerpo a tierra y ya tenemos un comité de expertos ignorantes puntualizando nuestro origen entre la llanura manchega y cierto vallejuelo murciano donde las palabras se perdieron travestidas en belleza incomprendida.
No obstante, en esta batalla por el bien orar y respetar la norma dicha, me siento, como en tantas otras cosas, discriminado. Nada como poner normas al habla para catalogar personas y castigar con la indiferencia y el descrédito a todo aquel paisano incapaz de terminar una palabreja en las maneras normalizadas por el inquisidor de turno. Desde que Elio Antonio decidiera construir un edificio para la lengua, ésta quedó perdida en un horizonte de incomprensión y, principalmente, sometida a una lucha constante contra su naturaleza esquiva y salvaje, libre de normas arbitrarias y totalitarizada por la religión que corresponda. Así lo recordaba Juan de Valdés en su Diálogo de la Lengua, más preocupado porque el compañero de Nebrija le diera al pico con acento saleroso del sur. Ya le podrían haber dicho ustedes al humanista conquense que se puede analizar la lengua desde la ordenación sistemática arrastrando las haches y tornando las eses en ces. ¿O era al revés?
No me cabe la menor duda de que Felipe V no tuvo problema alguno con su erre imposible y la nasalidad repelente tan presente en los de Versalles. Francófono desde que le pariera su madre en 1683, aquel joven príncipe sacado de la carrera por las Tullerías nunca llegó a ser un prodigio de castellanidad, por mucho que se empeñara su corte en implantar semejantes mimbres entre díscolos aragoneses y levantiscos valencianos o mallorquines. Aquellos, sometidos tras catorce años de batalla incesante por el trono, sufrieron la pérdida de sus instituciones y, en el caso del valenciano, la imposición no sólo de una estructura jurídico-administrativa derivada del derecho común castellano, sino de una lengua que, como poco, sonaba a interferencia cultural. Valencianos parlanchines y mallorquines desprendidos de todo acento hubieron de aprender que las vocales tienen cinco vidas en Castilla, dejando que las tres sobrantes tomaran el camino de Marsella.
El joven Borbón, acompañado por franceses desvergonzados e italianos de sotana latina, nunca tuvo problema en allanar las ariscas erres de Albarracín para esconderlas en alguna planicie borgoñona por nadie conocida más allá de los Pirineos. Agarrado a su diccionario apresurado de francés intransigente, poco o nada de esfuerzo dedicó al noble arte del bilingüismo. Darse un garbeo por el jardín de San Ildefonso tratando de encontrar un patronímico castellano a paseo y bosquete, fuentecilla y plazoleta constituye una deliciosa búsqueda de un tesoro nunca escondido. Los vecinos de este Real Sitio, empeñados en capturar lo que de natural encontraban entre tanto galicismo, generaron un corolario de “palabros” carentes de acaso entre los largos siglos de construcción del monumento castellano. Entrando por el bosquecillo del Nocturnal donde residían aquellos anillos que no cesaban de girar, justo a la caída de luz derramada por la fuente de la Selva repleta de yerba entre un par de divinidades condenadas a la coyunda destructiva y el Potager tomaba las del Potosí boliviano, las partidas ajardinadas le empujan a uno hacia la pista del Mallo repleta de mazos de madera acostados entre ninfas carentes de gracia alguna.
Ni siquiera al final del padecimiento, cuando la parca que habla todos los idiomas le vino a buscar, aquel viejo orate francés fue capaz de renunciar en castellano, haciendo que el francés, el mismo idioma en el que se firmara hacia 1713 la confirmación de su monarquía en Utrecht, sirviera de hilo conductor a una vida seguramente desaprovechada por quien nunca quiso vivir tamaño pasaje. Con ese acento roto y desgastado por dementes años de insensatez, el rey de España menos español abrió una página en la historia de acento áspero y tono remilgado.
Quién sabe si de aquel lodo intransigente en la asunción de todos los acentos existentes en aquel país extraño nació la persecución de todos y cada uno de los fonemas traídos del rincón que fuera. Amado cada sonido por quienes los pronuncian y entienden, las lenguas maravillosas que pueblan este terruño han terminado por derivar en una sorprendente obsolescencia de cuanto empujó el primer hálito hacia la comprensión social. Quisiera este que suscribe hallar para todo parlante un paisano que lo escuche, dejando que los ricos y diferentes acentos que matizan mi país fueran capaces de levantar una nación de eses aspiradas, haches rotas en suspiro imposible y vocales multiplicadas a la sombra de un cantar cristalino que nunca termine.