Sin embargo, todavía seguimos manteniéndonos en los últimos días de esos treinta en los que tenemos presente a los difuntos. Sabemos que alrededor del culto a la muerte, además de muchas tradiciones olvidadas y otras que permanecen se han generado obras de arte que podemos calificarlas como funerarias. Unas, tal vez efímeras que se fabricaban para honras fúnebres que se celebraban en la Catedral de Orihuela, en el siglo XVIII, como las de en honor a María Luisa Gabriela de Saboya, en 1714; Luis I, en 1724; Víctor Amadeo II de Sajonia, Rey de Cerdeña, en 1733; María Amalia de Sajonia, en 1761.
De esta última, en el Archivo Municipal de Orihuela se conserva el diseño del túmulo, y de los demás finados los capítulos para su construcción, lo que nos facilita el poder recrearlo gracias a la minuciosidad de su descripción, tal como lo pudimos hacerlo en el caso del «Rey Efímero». Así podríamos cerrar los ojos y contemplar la arquitectura de la seo oriolana transformada efímeramente con sus púlpitos y altares enlutados e iluminados estos con gran profusión de antorchas y velas. Después, con el transcurso del tiempo este escenario se simplificaba, concretamente en las exequias del obispo Juan Maura y Gelabert, el día 26 de enero de 1910, en que se llevó a cabo su entierro, el féretro fue depositado en un catafalco construido en medio de la nave catedralicia rodeada de un centenar de hachones.
Pero, con el arte efímero funerario pasa lo mismo que con el tiempo. Sin embargo, otras obras artísticas de este estilo han permanecido en laudas, cenotafios y panteones con la salvedad que de la mayoría de los artífices que las diseñaron o ejecutaron se desconocen sus nombres, o bien por no firmarlas o porque predominaba el personaje a quien estaban dedicadas. La mayoría de aquellos pasaban a ser «marmolistas» que entre sus trabajos se dedicaban también al tallado de lápidas mortuorias. Entre ellos, en 1920 localizamos a León Hermanos, en la Plaza de la Soledad. En 1936, a Ricardo Pérez Antón, en la calle San Juan; a Francisco Serrano Sánchez, en la Trinidad; a Miguel León Ortega en la Plaza de la Soledad; a José Guinart, en Adolfo Clavarara, 17. En 1957, a Andrés Serna Santos, en Ruiz Capdepón, 6.
De estos artesanos de los que conocemos sus obras, tal vez el que más tiempo permaneció en el oficio fue el joven escultor José Guinart que se instaló en Orihuela, en 1915, creando el «Nuevo Taller Valenciano» en la calle del Colegio, 28, dedicado a escultura y «recomendables lápidas mortuorias» talladas en alto o bajo relieve y toda clase de trabajos para cementerios. Además, ofrecía la construcción de muebles, capillas, tronos, retablos y púlpitos. Una de sus primeras obras fueron las lápidas fúnebres dedicadas a María Jover y al joven seminarista Bartolomé Martínez, que fueron expuestas en un comercio de tejidos de la calle Mayor. En 1918, construía un panteón para Caravaca de la Cruz y en 1924, confeccionó la lápida de Inocencio Carreteto, sufragada por medio de una cuestación popular por iniciativa de los lectores del periódico El Pueblo. Dos años después y catalogada como una «grandiosa obra del arte», construía un suntuoso sarcófago para los restos de Matías Pescetto.
Otro de los lapidarios que dejó huella, fue Adolfo Pérez León, calificado en 1936 por Justino Marín (Gabriel Sijé) como «creador del arte vivo por la muerte», del que nos dice en un artículo publicado en una revista que aportó la escultura y el dibujo a las artes plásticas funerarias. Dicho artículo iba acompañado de un retrato de artista y de una fotografía de la lápida mortuoria de Antonio Moya Ortuño, fallecido el 5 de julio de 1935, en la que presentaba esculpido un retrato del difunto.
Otras veces la lápida queda reducida a soporte para otras clases de materiales como el bronce. Un ejemplo lo localizamos nada más acceder al Cementerio oriolano, en su lado izquierdo. Allí está el lugar donde reposan los restos de José Rodríguez Lozano, el popular «Pepe Rodríguez» y los de su esposa Victoria López Rosique. El primero de ellos fallecido el 20 de julio de 1977, el mismo día que estaba previsto que se le iba a efectuar un homenaje por parte de la Cofradía Ecce-Homo de la que era su presidente. En la lápida aparece un bajo relieve en bronce con su retrato obra del afamado y prolífico escultor madrileño, Emilio Laiz Campos, autor entre otras obras la dedicada al Doctor Fleming (1964), inventor de la penicilina, ubicada en la Plaza de las Ventas de Madrid y «Toreros» (1967), en el patio del Museo Taurino madrileño.
Pero, todo no debe ser tan triste, aunque sean obras generadas por la pena. A veces, surge la anécdota que desdramatiza el motivo. Concretamente, en el panteón de mis abuelos maternos (Pérez Ramos), aparece un ángel con el muslo izquierdo descubierto, cuya imagen apareció en la primera película en blanco y negro dedicada al inmortal poeta Miguel Hernández. Siempre oí contar en mi familia, que el modelo para esculpir dicha parte del cuerpo fue el del ayudante del lapidario, al que el maestro le pedía que se remangara el pantalón.
Ya está cerca el final del mes de noviembre. Ahora hay que esperar que no tengamos que ponernos calcetines de lana, por aquello de que por San Andrés frío en los pies.
FUENTE: https://www.informacion.es/opinion/2023/11/26/adios-noviembre-orihuela-95106386.html