POR Mª JOSEFA SANZ FUENTES, CRONISTA OFICIAL DE AVILÉS (ASTURIAS)
A lo largo de los últimos días he venido escuchando a través de distintas emisoras asturianas y leyendo en su prensa que están llegando a las lonjas los últimos bonitos de la temporada y no puedo más que recordar lo que suponía en el Avilés de los años cincuenta la llegada de los primeros.
Siempre oí hablar a mi padre y a mi abuelo de las costeras que animaban las lonjas de Avilés y Gijón, y ahí estaban ellos para recordar las del besugo y las del chicharro. Y contaban cómo el besugo, ahora pescado casi de lujo, era tan abundante que se escabechaba, y en pequeños toneles de madera se enviaba a León y a Castilla para servir de alimento a los segadores. Y para qué hablar del chicharro; en este caso las noticias iban desde el barco que naufragó yendo hacia Gijón cargado, porque el precio que se le ofrecía en la rula de Avilés era mínimo, hasta los otros barcos que lo tiraban a la ría por no haber quien se lo quisiera comprar; aún no había comenzado a funcionar la fábrica que convertía los desperdicios de pescado y los excedentes, como en este caso, en harina: la conocida popularmente como «La fedionda», ubicada a la entrada de Avilés por la carretera de Gijón.
Pero ya en aquellos años de mi niñez la costera por excelencia era la del bonito. Y lo era porque a nuestra ría llegaban a pasarla completa barcos de los puertos de la costa lucense y barcos vascos. Los cántabros venían sólo puntualmente a vender.
Y en los primeros años eran los viejos barcos de caldera de vapor, atizada con hulla, que llenaban la ría con sus penachos de humo cuando entraban por ella luciendo sus largas varas de eucalipto con las que pescaban el preciado bonito a la cacea, con un señuelo envuelto en hojas secas de maíz. Con ellos aprendí yo que había puertos que se llamaban Burela, San Ciprián, Cariño y Espasante, pueblos que en su mayoría ni aparecían en los mapas de mi atlas escolar y que luego tuve la fortuna de conocer. Su aspecto era muy apagado; solían estar pintados con colores muy neutros, pero atracados en la ría, podían bien llenar tres filas de tres o cuatro barcos cada una abarloados unos a otros. A ellos se acercaba nuestra foca cuando desembarcaban el bonito, a recibir la lluvia del hielo que salía de las bodegas en que se traía.
Los vascos también vinieron. Recuerdo como un personaje muy peculiar, tanto como lo era también su barco, que llevaba su propio nombre: Felipe Uriarte. Era un vasco tal como los que refleja en sus cuadros Zubiaurre: enjuto, alto, algo encorvado ya por la edad, con su pantalón de mahón, su camisa y su chapela negra, que andaba con las piernas muy abiertas, como todos los marineros que tras pasar muchas horas en el barco han de adaptarse para no caerse con el bamboleo al que lo someten las olas. El barco de Felipe era también de vapor y tenía el casco rojo, de proa muy alta, que lo hacía inconfundible cuando avanzaba por la ría hacia el muelle. Y con él pescaba también a la cacea; pero tenía tal instinto pescador que, aun después de irrumpir en nuestra flota los barcos de motor, él conseguía traer siempre en torno a San Juan el primer bonito a la rula.
Porque fueron también los vascos los que trajeron a Avilés los primeros barcos a motor y con los que se empezó a pescar el bonito con cebo vivo y cortas cañas de bambú; pescar al tanqueo, se le decía, por los tanques en que conservaban el cebo, pequeñas peceras en las que esguilaban los bocartes que acabarían atrayendo al bonito hacia la caña del marinero. De esos vascos, en su mayoría bermeanos, algunas familias se quedaron en Avilés. Así lo hicieron los Gotia, con sus barcos, el «Aurtenechea» y el «Santa Ana»; los Landa, los Iturrioz y otros más. Con ellos se enrolaron también marineros avilesinos, y con el «Campo Eder» se nos fue más de uno en la galerna del año 1961. Y qué colorido: cascos rojos, azules, verdes brillantes, chimeneas cortas tan coloridas como ellos, una auténtica borrachera para la vista. Aparte de los asentados en Avilés venían también al puerto otros barcos de Bermeo, Elanchove y Ondárroa, más geografía para aprender.
Ahora, cuando veo los grandes barcos de casco metálico que salen hasta las Azores a encontrarse con el bonito, no puedo menos que recordar aquellos viejos barcos de madera, sus colores y el ajetreo de carros tirados por caballos o mulos cargando el pescado para llevarlo a las bodegas de Avilés, y de camiones que lo acercaban a las fábricas situadas en el entorno de la ría o, más allá, a las de La Arena. Recuerdos que saben a sal, a humo y a verano.
Fuente: http://www.lne.es/