POR JUAN ANTONIO FERNÁNDEZ RUBIO
La mañana del12 de agosto, mientras me encontraba redactando en el Archivo Municipal la fugaz faceta literaria de Francisco Cáceres Plá, los restos mortales de Juan Guirao García, exarchivero de la ciudad de Lorca, se han incinerado. Desde que la tarde anterior conocí su muerte, su recuerdo se me ha hecho presente, golpeando mi conciencia con la fuerza de un iracundo espíritu, hasta lograr abrir las puertas de mi memoria. La primera vez que le vi, cursaba yo el bachillerato, fue en un pregón de Semana Santa en el altar de San Patricio. Pregón que muchos recuerdan, especialmente las autoridades locales y los cofrades de aquellos años del final de siglo.
Mi primera entrevista con él se remonta a mis años de estudiante en Granada, a causa de un encargo de Juan Francisco Gamella Mora, profesor de Antropología Social, cuando éste se hallaba inmerso en un estudio sobre el albinismo entre los gitanos. En ese momento, facilité al catedrático algunos datos genealógicos custodiados en la entidad que Juan regentaba. Sin embargo, mi más estrecha relación con él comenzó al poco tiempo, con motivo de mi primera investigación que centré en mi árbol genealógico.
En este instante, escribiendo estas líneas, recuerdo a Juan sentado ante aquella vetusta mesa, hablando por aquel viejo teléfono mientras Eduardo y Manolo subían y bajan la oscura escalera de caracol que presidía su improvisado despacho, a cuya espalda, junto a un armario en el que Joaquín Espín Rael escribió algo en letras azules y que desgraciadamente no recuerdo, se encontraban aquellas estanterías metálicas que soportaban el peso de cientos de legajos, preñados de documentación de todo tipo.
Detrás de aquel señor de sarcástico verbo y agudo ingenio se escondía un ser magistral. Un sabio de su ciudad, de sus campos, de sus tradiciones, de sus monumentos y de su historia. En su juventud, mientras se diplomaba como Técnico de Empresas Turística en la Universidad de Murcia (1968-1971), fue integrante del TU (Teatro Universitario) donde coincidió con el catedrático César Oliva y los actores profesionales Juan Meseguer y María Jesús Sirvent. En 1968 actuó en el patio de las escuelas en Almanza (León) representando La fiesta de los carros, en el que a unos cómicos se les rompe su medio de transporte y comienzan a ensayar diferentes entremeses de su repertorio. De entre ellos, Juan apareció en el Paso del médico simple, y coladilla, paje, de Lope de Rueda; el Entremés del juez de los divorcios, de Miguel de Cervantes, y el Entremés famoso de los mariones, de Luis Quiñonero de Benavente. Asimismo, fue asesor musical en diferentes montajes y realizó la adaptación de la Farsa de la molinera y el corregidor, a partir de un romance homónimo para su estreno en la Casa de la Cultura de Cartagena en el verano de 1969. Por otro lado, tañó la lira poética en versos que cultivó en su intimidad y que dieron como fruto cuatro poemarios inéditos. De sus páginas publicó algunas estrofas con el pseudónimo de Daniel Luna.
Ejerciendo como archivero (1975-2011), llegaron varios nombramientos como el de Académico de Número de la Real Academia Alfonso X el Sabio en mayo de 1986 y el de Cronista Oficial de la Ciudad de Lorca el 28 de abril de 1988. Durante su cargo al frente de esta institución, se aumentaron sus fondos con aportaciones documentales y publicaciones periódicas, tales como Protocolos Notariales del Distrito de Lorca (1492-1966), las Actas Capitulares y documentación afín de la Colegiata de San Patricio (1533-1852), los archivos del Granero Decimal de Lorca (1545-1836), del Casino de Lorca (1845-1950), así como numerosos manuscritos literarios, musicales y científicos de interés local. Por todo ello, la Asociación de Amigos de la Cultura le otorgó merecidamente en 1992 el Premio Elio.
En estos momentos de tristeza por la pérdida de uno de los últimos hijos ilustres de Lorca, me siento huérfano de uno de mis padres en la investigación. Si bien es cierto que me quedan sus libros, sus artículos, las transcripciones y notas de algunas de sus conferencias, el recuerdo de la presentación de varios libros y algún que otro consejo, sé que no le volveré a ver cruzando una esquina, atravesando una plaza, entrando de visita al Archivo, lanzando algún irónico chascarrillo o ilustrada anécdota. Sin embargo, siempre me quedará su voz, su sonrisa y su profunda y enigmática mirada en la veleta del tiempo.
Adiós, Juan. Adiós, Cronista.