POR ALBERTO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ, CRONISTA OFICIAL DE BADAJOZ
“Creía que mi Patria había liquidado un régimen que le había impedido ser ella misma. Sin embargo los acontecimientos demostraron que no había cambiado en absoluto con el cambio de régimen. Habían cambiado las formas, pero no la esencia. Había cambiado la retórica, pero seguía siendo retórica. Habían cambiado las mentiras, pero seguía habiendo mentiras. Y sobre todo habían cambiado las mafias del poder y de la cultura, pero seguía habiendo mafias.
Presenciamos y fuimos cronistas de la rápida degeneración de la democracia en partitocracia, es decir en un oligopolio de unas cuantas camarillas y grupos que ejercían el poder en nombre de la llamada soberanía popular, aunque en realidad solo lo hacían en provecho de esos grupos y camarillas que solo tenían un interés: que el poder siguiese siendo cosa nostra, tal como lo ha sido durante casi cincuenta años y como lo sigue siendo. Porque aunque ahora hayan cambiado sus titulares, el poder sigue siendo cosa nostra. Espectadores de este sistema hemos visto como todo se corrompía, comenzando por el Estado.
El Estado que el fascismo había encontrado cuando asumió el poder no era gran cosa. Sin embargo contaba con unos funcionarios bastante honestos y dotados de un cierto rigor y decoro en sus comportamientos, que se habían formado durante las escasas décadas de nuestra historia unitaria. El fascismo le puso la camisa negra a todo el personal, pero no tocó los puestos, las carreras, ni las competencias. Incluso en la periferia los prefectos, institución del Estado, prevalece casi siempre sobre el cargo del partido.
Reconoce e incluso enfatiza la independencia de la magistratura respecto al poder político. Y para garantizarla mejor, la dota de un órgano de autogobierno, reservándose, sin embargo, una serie de magistrados nombrados por el poder político, y por lo tanto por los mayores partidos, que se los disputaban, o mejor dicho, se los repartían. Pero la connivencia no se terminaba aquí. La contaminación había alcanzado a toda la magistratura dividiéndola en corrientes, cada una de las cuales era la cabeza de puente de un partido o un sector.
Esto explica la impunidad con la que las fuerzas políticas pudieron llevar a cabo su ingeniería de la corrupción, que no solo consistía en el cobro de peajes a cualquier actividad económica pública y privada, sino también la anexión y domesticación de todos aquellos órganos del Estado –Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas, Consejo de Estado, Intervención del Estado- que deberían haberle puesto freno a la corrupción, y que sin embargo se convirtieron en su instrumento.
Clemanceau decía que no hay democracia sin corrupción. Pero en Francia, para cerrarle el paso había un Estado servido por funcionarios impermeables a la corrupción. Como en mi patria falta el freno de una burocracia de parecido nivel, nadie opone resistencia alguna al poder político, que la domestica distribuyendo favores, sobre todo laborales, entre los sumisos y castigos entre los que no se doblegan. Los órganos que tenían que vigilar el cumplimiento de las reglas avalan todos los caprichos de un poder político preocupado exclusivamente por sobrevivir distribuyendo favores e indulgencias.
Tras todo este periplo llegué a la conclusión de que la corrupción no se deriva de éste o aquél régimen, o de éstas o aquellas “leyes”. Procede de algún virus que ha anidado en nuestra sangre y cuyo antídoto no hemos sido capaces de encontrar. Entre nosotros todo se contagia con regularidad por ese virus. Por ejemplo, nos damos una democracia y la reducimos a una partitocracia, es decir, un sistema de mafias. Y la cultura, de la que podría y debería habernos llegado advertencias, avisos y ejemplos, se adecuó a la situación.
Así se formó esa cultura parasitaria y servil que nunca salió de sus circuitos académicos para mezclarse con el pueblo y cumplir aquella obra misionera para la que siempre le ha faltado, no solo vocación, sino también el lenguaje.
Desaparecidos los príncipes de antaño, sus puestos los han ocupado los depositarios del poder; es decir, los partidos. Y eso explica la llamada “organicidad” del intelectual, siempre inclinado hacia donde sopla el viento.
Es verdad que la clase política que ha ejercido el poder durante los últimos treinta o cuarenta años ha sido, en su conjunto, una clase corrupta y corruptora. Pero también es verdad que ha permanecido siempre en el poder con nuestro voto.
Este es el motivo por el que he decidido no seguir escribiendo esta historia de mi patria que corre el riesgo de convertirse en pura crónica judicial. He dejado de creer en una Historia escrita fuera de todos los circuitos de la política y la cultura tradicional. Más aún, siendo totalmente sincero, he dejado de creer en mi Patria. Para mi, mi Patria ya no es mi Patria. Es solo un sueño de mi Patria.”
Como indica el entrecomillado, el estremecedor, durísimo y dolorido texto que antecede no es de quien arriba firma.
Es la transcripción, salvo algunos párrafos secundarios, del artículo Adiós Italia, patria perdida (escrito al concluir el último volumen de su Historia de Italia, publicado en Il Corriere della Sera, y reproducido por el diario El Mundo el 29 de Noviembre de 1997 ) por Indro Montanelli, uno de los escritores y periodistas más brillante de la Europa de la segunda mitad del siglo XX, Premio Príncipe de Asturias de Humanidades 1996, como testamento intelectual ante el panorama desolador que en ese momento ofrecía su patria: Italia, y que con la única licencia de escribir mi patria donde él escribe Italia, nos ha parecido oportuno evocar por lo que pudiera tener de aplicación a la España de nuestros días.
Fuente: http://desdemicampanario.es/