POR ALBERTO GONZÁLEZ, CRONISTA OFICIAL DE BADAJOZ
Son muchos los viajeros que a lo largo del tiempo han pasado por Badajoz, como geógrafos, historiadores, escritores, artistas y otros, y han escrito sobre ella, dejando sus impresiones y valiosos testimonios sobre la ciudad, sus monumentos, gentes, costumbres y otros aspectos, que ofrecen valiosa información sobre las realidades de cada época.
Uno muy peculiar fue Don Enrique José de Carvalho y Melo, II Marqués de Pombal, que tras visitar Badajoz tan solo dos días, 27 y 28 de Noviembre de 1778, tras las tensiones habidas entre España y Portugal durante la llamada Guerra corta de 1762, enviado por la reina lusitana Doña María I la Piadosa en misión de buena voluntad, en lugar de limar asperezas, que es a lo que vino, demostró muy escasa capacidad diplomática. De entrada, y en gesto que ya demuestra las prevenciones con que llegó a un lugar sobre el que previamente había manifestado juicios muy adversos, desconfiando de los alojamientos locales se trajo hasta su propio colchón para la estancia.
En sus impresiones sobre «un villorio que no contiene nada curioso», según escribió, protesta por ser parado en la Puerta de Palmas antes de entrar en la plaza, como era habitual con los forasteros, y de la posada de La Soledad, «que estaba muy puerca y no tenía nada para comer», por lo que se aposentó en casa de un canónigo que le ofreció asilo. Pese al desprecio del portugués, la posada de la Soledad era considerada la mejor de la ciudad. Y aún había otras muy decentes. Como la de Santa Lucía, en la que se alojó poco antes, de paso para la Lisboa, nada menos que el embajador inglés.
Tras arremeter contra la posada lo hace con una alta dama que lo invitó en su casa, tachándola de ser «nada bella, de pequeña estatura, desdentada y con mala figura», y a su marido de «muy bruto y figura no recomendable». Parecidas lindezas prodiga a cuantas personas trató.
Estimando como únicos edificios notables de Badajoz el puente de Palmas, del que dice se hizo en 1752, y la catedral, señala estar en construcción el Hospicio, «cuyos albañiles son todos portugueses». Tras reiterar que salvo pocas, las mujeres de Badajoz eran bastas, feas, vestían mal y no usaban tacones, y los maridos necios y brutos, y asombrarse por la costumbre de la gente de tomar a todas horas chocolate, «esponjados» o agua de caramelo, dulces y torrijas, el furibundo portugués, que admirado ante lo obvio como el de la sátira de Moratín, demostró su escaso mundo, volvió a su casa llevándose de nuevo el colchón.
En nuestro tiempo, de ser español quizá lo hubieran nombrado ministro de Asuntos Exteriores.
Fuente: https://www.hoy.es/