POR EDUARDO SUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Para entender la Historia debemos comparar procesos y personas, de modo que seamos capaces de comprender momentos y factores. Así llegaremos a asumir esa rima entre acontecimientos pasados que tan bien definía Mark Twain..
ARTÍCULO:
Es complicado entender cómo funciona la memoria. Qué recordar, en qué momento recuperar el pasado y cómo interpretar eso que creímos ver suele ser uno de los factores determinantes del eterno presente, ese espacio en el que siempre vivimos. Quizás por ello, por vivir en una constante inmediatez, uno tienda a meter todo lo que asume en el contexto que vive. Recuerdo un paisano en Revenga convencido de haber visto piezas de artillería emplazadas en el puerto de Navacerrada y no en tránsito como realmente estaban. Su tiempo, el del recuerdo y el que marca la historia acabaron por jugarle una mala pasada. Lo mismo se podría decir del gran Francisco Ayala, convencido de haber estado con Manuel Azaña en el momento de su proclamación como presidente de la República, cuando, en realidad, estaba en Buenos Aires, según le hizo saber el inolvidable Maestro de historiadores, Santos Juliá. Está claro que, aun sabiendo recordar, nos cuesta fijar la distancia entre lo experimentado y lo querido.
No sé yo si en la remembranza de aquella visita del entonces príncipe de Asturias en enero de 1974 a este Real Sitio cupo la presencia de Adolfo Suárez. Parece imposible pensar que quién habría de ser jefe del Estado tras la más que probable y cercana muerte del dictador no contara entre su séquito con el gobernador civil de Segovia, santificado héroe de la transición reformista
Mi recuerdo no llega a tanto, la verdad. Quizás, un revuelo inusual en una mañana metida en nieve y relente áspero. Chiquillo como era, poco puedo retraer de aquel presente al actual, más allá de gruesos abrigos oscuros de negra desesperanza y, como en tantas otras ocasiones, demasiada gente con gafas de sol en día nublado. Algunos han llegado a elucubrar que la confianza del heredero al trono de esa nueva España en el joven gobernador de Segovia dio sus primeros pasos entre los pasillos barrocos del palacio de San Ildefonso, los cafés trufados de cochinillo de Casa Cándido y la sombra de José María Escrivá de Balaguer abducido en un oscuro pasillo del hotel Europeo. Desgastado como estoy de estudiar aquello y, sobre todo, de impartir docencia al respecto, el transcurso de los acontecimientos me hace confiar más en una solución colegiada que en un destello de suerte mezclado con supuesta inteligencia política del incipiente monarca. El nombre de Adolfo Suárez debió formar parte de una terna completada por Torcuato Fernández Miranda y Manuel Fraga para ocupar todo el espectro político asumible. O eso me quiso confiar Juan Villar Mir, vicepresidente y ministro de economía en el último gobierno franquista, en una sobremesa sorprendente con estudiantes de Minnesota en el Centro de Estudios Internacionales que tiene la Fundación Ortega-Marañón en el toledano convento de San Juan de la Penitencia.
Ya siendo presidente del gobierno y flamante gurú de una democracia que apenas pareció entender, Adolfo Suárez apareció en soleado atardecer con los reyes, siendo un reflejo oscuro sobre el Arco del Infante para el chiquillo que entonces ocupaba mi cuerpo y del que nunca fui capaz de deshacerme. Más allá del tumulto y la masa ingente de vecinos agolpados contra la trasera del palacio, poca grandeza pude interpretar y sí muchas ganas de salir corriendo cuanto antes al partidillo pausado en el Prado Palomo.
Una sensación parecida de desazón tuve a principios de 2016 cerca de la calle de los Lecheros en la única ocasión en que he podido departir con Pedro Sánchez. Lo encontré a la salida del extinto bar de Paloma, donde había finiquitado una tapa de judiones deliciosos envueltos en capa negra y roja, fieles a ese anarquismo que te descuajaringa las tripas, si no sabes meter un buen vino gordo que lo atenúe. Poco o nada consciente de que aquel político podría algún día ser líder de este santo país, me detuve a cruzar alguna palabra y, principalmente, a escuchar. Juventud e idealismo, sonrisa perenne y ganas de convencer quedaron en mi retina, un tanto cegada por el uniforme rojo que cubría todo su cuerpo. Alto y simpático, aquel joven líder en ciernes, más que quien suscribe, no recordaba el aforismo del pobre Antonio Machado, ese que nos asegura el corazón roto en cuanto alguna de las muchas Españas que penamos tome la palabra para acallar al resto. Chascarrillo tras broma y defensa tras afirmación de supuestos idílicos, Pedro Sánchez salió de ese mi presente camino del ayuntamiento, donde le esperaba una nutrida representación de oídos atentos a lo que aquel joven político pudiera discernir del nudo gordiano en que nuestra España esquizofrénica ha terminado por derivar.
Y, amante que es uno de la historia comparada, de traer aquel acaso a este mañana para buscar la famosa rima que tan bien definiera Mark Twain, me vi trayendo al mismo presente ambos recuerdos en dos tertulias casi coetáneas. La primera de ellas, a la sombra de un arce inmenso en el patio que tienen los marqueses de Selva Alegre tras la capilla de San Juan Nepomuceno, acompañando a Carlos Mendoza, Diego Urbina y Antonio del Mazo de Unamuno, entre otros; la otra, en la esquina alta de la Casa de los Oficios, justo por encima de donde viviera Domenico Scarlatti hace tres siglos, frente a un marmitako cosecha de Elena Vázquez, con el Sr. Bellette, Rafael Ramos y Antonia Tapias. En ambas ocasiones se me ocurrió traer a colación la comparanza entre ambos presidentes sentados sobre el filo de una navaja bien fina; líderes de sendos partidos asentados sobre arenas movedizas repletas de escorpiones; afrontando un presente volcánico de catarsis política y social frente a oposiciones inconexas y preñadas de nostalgia enferma de un pasado irresoluble y dañino. En semejantes circunstancias me atreví a comparar a aquellos dos políticos, buenos “trepas”, que diría el Maestro Hipólito de la Torre, afrontando decisiones de difícil asunción y encaje: el primero, enfrentando el golpismo irredento de un ejército politizado y enamorado de una España silenciada a golpe de represión y guisopo; el segundo, encajando bolillos de espurios nacionalismos enfermos con progresía falaz, cicuta verde nacida en ese infecto bosque de egoísmo idealista en que ha transmutado esta sociedad envilecida por la falsedad institucionalizada y el pasado disfrazado de futuro. No me negarán que Adolfo legalizando el partido comunista dos días antes del domingo de ramos y Sánchez haciendo lo propio con los nacionalistas fugados; Suárez con la constitución de las autonomías y Pedro con el federalismo; todo ello y más, digo, comparte un reintegro en este sinvivir que conlleva la historia comparada.
Ciertamente, no sé si lo segundo llegará a ocurrir o plantearse; si las circunstancias serán semejantes o comparables. Tan solo espero, queridos lectores, seguir sentado ante mi mesa buscando ripios y sinalefas, comparando el presente pasado con el futuro, en una suerte de inmortal democracia enferma que todo lo acune.