POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Sólo en contadas ocasiones un nombre trasciende a la persona. Remedo de toda una vida y aquello que pueda quedar encerrado en los años de existencia, el nombre escrito en singular y con la primera letra capital resume un sentir, un pesar, una esperanza, una promesa de que algo de lo representado nunca habrá de morir. Sea aquello bueno o malo en función del momento histórico, el nombre solitario campa a sus anchas entre los renglones torcidos de una ficción ávida de leyendas y huérfana de historia. Así ocurrió con César quien, perdido el Gayo propio y el Julio familiar, acabó por representar en cierto sentido la monarquía sucia del que aborrece la república pero pretende representarla corrompiéndola; Alejandro batallador, summum de la genialidad militar y la juventud insensata a partes iguales; Michellangelo divino de manos prodigiosas e inspiración atormentada como esa nariz imposible, rota por una plétora de indecencias nunca confesadas; Leonardo entre invenciones y fracasos, propuestas para un futuro imposible de alcanzar y sometido a un presente avasallado por jóvenes geniales que no reconocen en la larga barba respeto alguno a la experiencia; como hicieran Rafaello o Bramante, perdida su identidad en una palabra idolatrada por los que amamos la belleza del arte sin concesiones y desdeñamos lo que de frecuente pueda encerrar el apellido.
En esta España nuestra de memoria huidiza e ignorante, paleta hasta la irreverencia y domada por centurias de relatos históricos cosidos al engaño y la falacia más política, también de nombres solitarios podemos presumir. Desde aquel Viriato que, para ser más sincréticos, nos conformamos con su apodo desdeñando de la canción apelativo familiar alguno; pasando por Pelayo, Guzmán, Rodrigo, Abderramán, Almanzor, Miramamolín, el Cid o el Gran Capitán sin Fernández de Córdoba, una multitud de paisanos han visto su vida ignorada con la asunción de una idea a una parte de su nombre. Qué decir de José Antonio Primo de Rivera, aplastada su vida por la construcción incomprensible hecha por la barbarie franquista, santificadora del fascismo para elevarlo al altar de un catolicismo comprometido con aquella causa que de ninguna manera era española.
Nombre de connotaciones griegas, tiene en mi familia un significado especial
Ahora bien, puestos a escarbar en la historia segoviana, a este humilde Cronista le resulta imposible no detenerse en Agapito. Nombre de connotaciones griegas, tiene en mi familia un significado especial. Portado por mi bisabuela panadera, mi Señor Padre fabricante de harinas y mi hermano mayor, matemático amante de la exactitud incomprensible que tan bien representó Escher, tuvo su mayor exponente en mi abuelo, Agapito Juárez Hervás. Hijo de panadero reconvertido a industrial, dedicó su vida al emprendimiento, incluida la política local. Miembro de aquel primer núcleo del partido Radical Socialista de La Granja de San Ildefonso en el que estaban Joaquín Trillo, alcalde que fuera en el fatídico 1918, y Calixto Pérez Otero, recaudador de arbitrios municipales, pagó su participación política tras el golpe de estado de 1936 con el encarcelamiento, los trabajos forzados declarados por Cecilio Bermejo, alcalde impuesto por Enrique Gazapo Valdés, comandante rebelde de la plaza, y la penuria de más de dos años en un olvidado campo de concentración vizcaíno, a pesar de haber sido absuelto de una pena inexistente por un tribunal militar de Burgos. Con todo, Agapito, llamado por sus vecinos ‘el Moreno’, supo rehacer su vida y resolver parte de la de sus muchos hijos y nietos.
Y, acasos que muestra el devenir en que nos movemos, este Agapito tuvo un reintegro con el otro Agapito, el segoviano, nacido unos pocos años más tarde que el otro, mi abuelo. Éste, panadero por aquel entonces en la tahona del barrio alto, aquella que alimentaba a partes iguales palacio y vecindad, debió entablar amistad con su tocayo, músico divino de guitarra celestial ya en el tránsito complejo de los años veinte del siglo pasado.
Acompañándolo hasta el hogar de aquella infanta María Isabel de tan buen recuerdo entre mis vecinos para deleitar aquel diletante vivir con una guitarrita de Valverde del Majano, terminó por recetar un concierto al panadero y su séquito de planas francesillas, moñas alborotadas, panes de enormes ojos, tortas anisadas y magdalenas atecladas por la abuela María. De aquel concierto enharinado en una tahona ya perdida nació la amistad entre ambos Agapitos y el esfuerzo familiar por recordar una tradición ancestral encerrada en las notas horneadas de una dulzaina castellana.
Es por todo ello por lo que, en el centésimo trigésimo aniversario del nacimiento de aquel titán segoviano, que con igual maestría tocaba la guitarra que la dulzaina, recopilaba un cancionero del terruño para deleite del Nuevo Mester de Juglaría que transmitía todo lo enseñado a una ingente escolanía de jóvenes segovianos donde habrían de nacer las entradillas de Joaquín González-Herrero y los pasacalles de José María de Andrés, el que suscribe quiere ver una gota de responsabilidad de aquel otro Agapito en el que me toca. No me cabe ninguna duda de que, en el éxito del uno, ha de buscarse siempre el esfuerzo de todos aquellos que lo acompañaron a lo largo de su vida, aunque fuera de forma ínfima y casi testimonial. Quizás por esa ventura, mi padre siempre hablaba de Agapito Marazuela en la distancia corta, apeándole el Usted del que yo ni me atrevo a alejarme, quizás por aquella cercanía que el recuerdo de un encuentro singular construyó en la memoria de familiar.
Ya en la distancia que otorga la historia alejada de los relatos inventados por desvergonzados carentes de la estima suficiente que haga recapacitar antes de vomitar la mentira, un servidor sólo puede regalar esfuerzo para la divulgación de una memoria vívida y real de un hombre que supo romper los límites impuestos por una sociedad clasista, aupado por el clamor de miles de coterráneos atados a surco y camino, siega y pasto, pan de miga espesa y vinazo de chorrilla bajo el sol justiciero de un estío castellano que nunca parece terminar.
Suene, pues, la guitarra, cante la dulzaina,
levántese la toquilla para amasar la tierra de pan levar.
Siga la torta fresca y presto el dulce cantar
para que esta tierra no pierda ese buen declamar
de tiempos pasados ya perdidos y anhelos por una soleá.
¡Que vivan los Agapitos de Segovia
y que la muerte nos lleve en la próxima ‘renganchá’!