POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
Se nos ha venido de frente crujiendo el sol de agosto. Sin tregua ni respiro ha llegado el mes de las canículas. El de las tardes donde la flama bochornosa, que aguarda desde la esquina, cae a plomo latiendo y envolviéndolo todo. La calle, en agosto, es un horno, embistiendo como un toro echando bocanadas de aire calentón. Por eso ha llegado implorando y pidiendo abanico y agua fresca. En agosto, tú, sigues existiendo, aún te sigues llamando, con dignidad, verano.
Cierto es que estamos metidos dentro de estos calores, bajo la memoria de un sonido de verano antiguo, con carros tirados por mulas que van y vienen de las eras. A viento solano de largas siestas. A tardes de silencio, de mecedora y gratificante aire de abanico. En la memoria suena a agua fresca de la alberca, bajo la sombra de la higuera y la morera. Agua y frescor de verano. Alberca de toda la vida. La alberca antigua de regar nuestras huertas. De un riego generoso cuando le quitaban el tapón, aquel tapón hecho con ramas y cubierto con un saco de arpillera. El agua salía a borbotones en busca de los bancales, maravilla de espectáculo, al encuentro con los melones, sandías, tomates, pimientos, con los frutales; bajo canales artificiales, algunos conducidos por la goma negra de las cubiertas de los camiones. Memoria de la alberca, de la chiquillería zambulléndose en aquel edén de las aguas, bajo un fondo resbaladizo de cieno, sorteando en sus chapuceos las carreras de insectos veloces, criados en el verdor del limo. Agua fría como ella sola, a prueba de gritos y tiritones aliviados por la generosidad de las toallas tendidas al sol.
Agosto abre la esfera encarnada del mundo dulce de las sandías. El tomate anda en plena cosecha. La higuera está en el mejor fruto. En las mañanas brilla un sol luminoso, mientras un gato duerme en el patio al amparo del verde frescor de las macetas. Un remolino trenza sus rizos sobre el barbecho. Los pimientos se enrojen sacando pecho. El tiempo vence al verde de los maizales. En las noches y madrugadas, bajo el sosiego, parpadean y hacen guiños las estrellas. Los días de agosto nos conquista la sinfonía de la obra de arte que produce el rito de un cucharón moviendo la alberca redonda, fresca y rojiza donde habita, para refrescarnos, un buen gazpacho. Amaneceres de agosto que traen un despertar de piar de pájaros abriéndonos así el día. Estas mañanas limpias y cadenciosas. Mediodías fogosos. Tardes doradas y silenciosas. Atardeceres en los que la luz desea quedarse. Y noches tibias que invitan a sacar las sillas a las puertas de las casas en busca de tertulias por la vida.
La noche de agosto llama a la puerta para que venga una fresca brisa aliviadora. Desde los altos andamios de las estrellas, cientos, miles, millones de ellas nos hacen cómplices guiños. Traspasando el cielo raso, limpio y hermoso las ráfagas y estelas fugaces del poderío de las “Lágrimas de San Lorenzo”. En agosto bastaba regar con agua del pozo el patio de la casa para que reinara en el ambiente un frescor que dulcificara la huella tórrida que había dejado el crepúsculo en su encogida. Y era el pozo, fuente inagotable, el que también nos socorría refrigerando y tonificando nuestros estómagos. Cuando la tarde había sido vencida, el cubo introducido en las aguas subterráneas enfriaba los tomates criados en la huerta. Sólo era suficiente aquel menú nocturno que tanto gustaba: un tomate partido al medio aderezado con aceite y sal, junto con el inigualable tocino de veta. Hoy sigo defendiendo que no hay quien alcance a tan ilustre, venerable y fervoroso fruto, capaz de detener el tiempo en una noche de verano. Era un menú para aquellos años repletos de necesidades y apreturas, de ahogos y asfixias. ¡Ay, aquellos tiempos! Mientras, desde un rincón, un silencio encalado de verano acunaba el balanceo del perfume que desprendía el jazminero.
Fuente: https://cronicasdeunpueblo.es/