POR APULEYO SOTO, CRONISTA OFICIAL DE BRAOJOS DE LA SIERRA Y LA ACEBEDA (MADRID)
“La ciudad no es para mí”, claman los agroemigrantes segovianos que salieron de su pueblo miserable y regresan en verano a revivir cada instante de su infancia y juventud juntos en juegos y bares con el aro y la peonza dándoles vueltas al aire del medioambiente perdido, reencontrado y saludable.
“La ciudad no es para mí”, repiten de calle en calle mientras se mezclan gozosos con sus pares semejantes y toman en la cantina un chato con el alcalde o una pinta de cerveza derramada en ondas lábiles que les dejan con el gusto de sus días memorables cuando iban a segar y echaban después un baile.
“La ciudad no es para mí”, se oye entre risas y cantes. ¿Y para qué, si es su pueblo, de todos el que más vale, el que tiene las más sanas mocitas ya venerables, el que va a misa de doce, el que a hogaza de pan sabe, el que merienda en bodega cuando se cae la tarde y el que duerme a pierna suelta en las noches estivales?
Miradlos cómo se abrazan, cómo presumen de traje, cómo van a ver sus tierras doradas de cereales, cómo recorren las sendas ribeteadas de árboles y qué orgullosos que posan bajo higueras maternales plantadas en el corral y en los huertos de los padres, herencias que recibieron sin deberle nada a nadie.
Desde la Fuente de Arriba a la de Abajo se salen y entre juncos y matojos, a cuya sombra hay, ¡ay!, aves, recuerdan cómo era antaño el paraíso, ese enclave de la niñez juguetona lejos de las capitales, donde entre sueño y trabajo se fuga la vida en balde. ¡Bienaventurados son mis paisanos emigrantes!