POR ALBERTO GONZÁLEZ, CRONISTA OFICIAL DE BADAJOZ
Una canción juvenil de cuando, en tiempo no lejano, los muchachos en lugar de hacer botellón se dedicaban a recorrer la naturaleza, proclamaba, en alusión a la lona que por la noche los cobijaba: «Es mi castillo la tienda donde habito, mi Rocinante es el viento del pinar».
Hermosa imagen considerar castillo el lugar en que se mora y afirmarlo como arraigo del hombre con su medio y consigo mismo. Del que, sin embargo, unas veces es expulsado y otras aprisionado en él.
Badajoz sabe mucho de eso, porque ha vivido numerosos episodios en los que, según las circunstancias, se conminaba a la gente a dejar sus casas o no salir de ellas, siendo más frecuente lo primero que lo segundo.
Las guerras, bombardeos, asaltos y peligros hacían que mucha gente se marchara de la ciudad, y los que se quedaban dejaran sus casas para refugiarse en lugar seguro. Otra causa eran las riadas del Guadiana que asolaban las riberas derribando las chabolas aledañas y entrando en la población sobre las murallas. Aunque había que alejarse de las orillas y zonas en riesgo, muchos se resistían hasta que la policía los obligaba con tiempo suficiente.
Los terremotos, incendios y otras emergencias sacaban también a la gente de sus casas a toque de campana. Otros motivos para dejar la morada eran la obligación de acudir al campo a combatir las plagas de langosta y gorriones, o echarse a la calle para engrosar toda clase de aclamaciones obligatorias, como la visita de un rey, un parto real, y otras mil.
Y por supuesto las epidemias, de las que pocas generaciones de badajocenses se vieron libres en el pasado. Aunque en este caso las medidas eran distintas según las circunstancias, pues unas veces se obligaba a la gente a no salir de sus casas o ciertas zonas para evitar el contagio, y otras, por el contrario, se le impedía entrar en ellas para mantener el aislamiento, confinando a los sospechosos en lazaretos de cuarentena alejados de la población.
La obligación de salir o no salir la gente de sus casas, tanto en tiempos de guerra ante el peligro de explosiones y demás riesgos, como en los de paz frente a las riadas, epidemias, pestes y calamidades, se declaraba por la autoridad militar o el alcalde, mediante bandos y toques de queda que determinaban (generalmente del ocaso al amanecer) estrictamente las restricciones, decretando el cierre de las puertas de las murallas y el control de los transeúntes.
De modo que si unas veces la población no podía salir de su castillo, otras no podía entrar.
En resumen, que la gente, como relata la mitología que ya hacían los dioses de la antigua Grecia, manipulando a los humanos como muñecos a su antojo, siempre fue movida a lo largo de los siglos por los Zeus de cada tiempo.
Fuente: https://www.hoy.es/