POR JUAN JOSÉ LAFORET HERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA (CANARIAS)
Bajo un palio de palmas, por cuyas fisuras se cuela temprano un creciente solajero primaveral, acunado en los brazos de una brisa fresca, que sube de la cercana marea, amanece un Viernes Santo en la apacible quietud veguetera, mientras Triana espera, paciente, el paso de su Soledad, cuando el crepúsculo extienda sus sombras. Amanece en los viejos barrios, en esa ciudad antigua para la que, como señaló Claudio de la Torre, las procesiones de Semana Santa servían para medir su tamaño «ante que se prolongara hasta el Camino Nuevo». Pero la luz de este día soberano ya se presentía, horas antes, en el tintineo de los centenares de farolillos que, en la madrugada fría y silente, abrían camino a un Cristo del Buen Fin que se adentraba por callejones y plazoletas, abrazado al gélido aire de horas tan intempestivas, donde sólo el rumor de la oración confortaba los ánimos.
Viernes Santo isleño, viernes que extiende sus glorias sobre la plaza mayor, la Plaza de Santa Ana, para que allí avancen juntos, paso a paso, Madre e Hijo, la Dolorosa de la Catedral -que el deán Toledo tuviera el acierto de encargar al señor Pérez en 1805- y el grave Cristo de la Sala Capitular -obra también de Luján del año 1793-, ubicados sobre el esplendor de unos tronos que son también verdaderas esculturas, salidas de las gubias y cinceles de los artistas grancanarios Juan Jaén y Carlos Luis Monzón Grondona. «Plaza de Santa Ana -como la cantara el poeta José María Millares- / tendida, / como un mar de palabras, / de versos, / de sílabas y flores, / como el viento sobre el piso/ que alfombra con sus alas las palomas». Una mañana que, como señala un antiguo texto, pese a su limpia y brillante luminosidad atlántica, realzada en el espejo blanco de la mantilla canaria, «no es más que un túnel donde los vientos soplan al compás de un llanto que anunciará que el Hijo de Dios ha muerto». Sermón de las Siete palabras, velo del templo que se quiebra con estruendos en señal de dolor, campanas del barrio que enmudecen para que resuene la «matraca» catedralicia en su insensible chirriar.
Vegueta y Triana son este día rincones de emociones de siglos, es una calle larga en la que año tras año procesiona una isleñísima Dolorosa, bajo más de una advocación, ante la que unos barrios, toda la gente que aquí se llega a contemplarlas, con los sentimientos supurando desde sus almas, parecen exclamar: «Virgen de los Dolores no me llores, que tu llanto es mi condena en este Viernes Santo. ¡Ay! No me llores mi Genovesa del alma; Soledad de mis entrañas».
Y ante la misma fachada de la Catedral de Canarias, en la hora culmen de las doce de la mañana, juntos ya Madre e Hijo aunados en el dolor más desgarrado y trascendente, florecen las notas de la ‘Marcha Fúnebre’ de Chopín, como acontece ineludiblemente desde 1928, con un sello tan característico en ese momento y lugar que parece como si el compositor polaco la hubiera preparado expresamente para ello. Sagrado paseo veguetero de abuelas, hijas y nietas al unísono enarbolando sobre sus cabezas una mantilla que es expresión definitiva del alma grancanaria; familias enteras, caras amigas, esas «de toda la vida», sin faltar cientos de turista que no escapan al vibrar intenso y sereno de un barrio en la mañana más propia y grande de su semana mayor.
Mediodía de las «Siete Palabras», de tradiciones incontestables e ineludibles, mediodía de aromas donde predomina el de un onírico sancocho en familia o en la placidez tertuliana de los salones del Gabinete Literario, cuyos balcones se abarrotan, al caer de la tarde, para observar el paso de la Procesión Magna, moderno remedo de aquellas procesiones que «iban de convento a convento dando la vuelta al recinto amurallado, y por eso no pasaban nunca de San Bernardo, que era el último monasterio camino de Las Isletas», al decir de don Claudio, y que también sugiere como todo tiene que cambiar y adecuarse para que todo permanezca.
Y solemne tarde de Viernes Santo hace muy presente en estos lugares, que, en versos de Tomás Morales, «Yo prefiero estas plazas, al duro sol tendidas,/ que aclamaron un día los fastos insulares;/ donde hay viejas iglesias de campanas dormidas,/ y hay bancos de granito, y hay fuentes populares…», ese museo que, según señaló Domingo Doreste Fray Lesco en 1939, periódicamente tiene Luján Pérez «en la calle, en pleno sol; y con un público: la muchedumbre», junto a otros imagineros célebres, foráneos o locales, como Tomás Calderón de la Barca, autor de la magnífica talla del Cristo Atado a la Columna, o ‘Cristo del Granizo’, o el palmero Arsenio de las Casas, a la vez que muestra el rico y diverso patrimonio cofradiero de tronos, orfebrería, estandartes, mantos, palios o faldones.
Y cuando, tras una mañana y una tarde intensa, diversa, plagada del ser y sentir de siglos, todos, tronos, cofradías, patronos, eclesiásticos, regresan a sus templos, sólo queda en la calle La Soledad de la Portería, y con ella se cierran también las puertas de un Viernes Santo que ya se hace de nuevo esperar, y parecen quedar en el aire los versos de la poetisa grancanaria Ignacia de Lara, de su poema ‘Procesión del Retiro’ (Semana Santa 1936), que nos dicen como «¡Esta es la noche en que la Virgen llora…/ y esta es la noche en que Las Palmas reza!».
Viernes Santo en el aire y la luz de una isla que es un altar redondo, coronado por el más pétreo de los campanarios.