POR FRANCISCO PINILLA CASTRO Y CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA, CRONISTA OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
En el patio de mi casa hay un árbol que sembró Catalina con mi asistencia. Lo compramos en el vivero Santa Marta en Córdoba en el año 1962 y lo trasplantamos desde una maceta cuando solamente mediría unos 30 cm. Aquí en el patio ha ido creciendo jugoso y verde, primavera tras primavera, desde hace más de cuarenta años.
¡Qué bonitos eran sus tallos cuando crecían, qué finos y verdes! Luisa, la madre de Catalina, era la encargada de velar por él. Lo cubría con unas enagüillas de mesa las noches de invierno para que no se helara ni pasara frío y lo regaba en verano, para que no se secara. Su tierna infancia la pasó rodeado de macetas con geranios y gitanillas en flor, que estaban colgadas en las paredes del patio y de las que mimosamente descendían los tallos de sus plantas hasta juntarse con las de los arriates del suelo, y todas atendidas, como él, escrupulosamente por la dueña.
Conforme crecía, por lo grande y tupido que iba resultando, poco a poco, se fue apoderando del patio y haciéndose el dueño de casi todo, y se convirtió en el hogar de multitud de pájaros cantores que sobrevolaban las casas para acomodarse en él, pasar la noche y al día siguiente recibir con sus trinos el alborear de la mañana. El árbol crecía y crecía, y cuando empezó a tener limones, orgulloso enseñaba sus frutos amarillos por encima del tapial a las personas que pasaban por la calle. ¡qué presumido!
En primavera nos protegía del sol, y nos cubría con una sombra terciada mientras comíamos un arroz y saciábamos el apetito; entonces él, generoso y juguetón, nos obsequiaba con una lluvia de azahar, que, aromaba su entorno y nuestro espíritu bajo su abundante y limpia hoja verde pasada de sol poniente. Por abril cuando engalana sus ramas con pendientes de fruta esmeralda, entremezclada con frutos amarillos de un parto anterior, su sombra refresca la frente más calurosa, con sólo posar bajo él, como el agua más pura de un manantial sacia la sed del caminante.
En este tiempo, cuando alguna lagartija recorre el tapial frotando su barriga en el liso lienzo blanco y las hormigas con disciplina castrense ascienden por su tronco en busca de arácnidos, yo sobre la tierra que le bordea hago unos agujeros y le introduzco unas substancias nitrogenadas que absorbe por sus raíces, y el árbol arrogante, asoma sus largas ramas al pozo, y sobre sus aguas claras y refrescantes proyecta sus frutos verdes y amarillos solicitando alivio para su sed. Cuando voy a casa, presuroso le atiendo y le echo dos cubos de agua fresca del pozo y él, agradecido, mueve sus ramas, como un perrito haría con su rabo.
Por noviembre comienzan sus nuevos frutos verdes a tornarse amarillos y jugosos, de reluciente color y despiden un olor fresco muy penetrante y un sabor agridulce que, arrancan los elogios de las mujeres más refinadas en el arte de la bollería y pastelería. Estrella, Ángeles, María, Mariana, Catalina, Soledad, Isabel, Francisca, Rafaela, Ana, Eugenia, Manuela, Cecilia, Pepa, Mari Carmen, y otras muchas mujeres vecinas y amigas que los usaron en sus confitura, paellas y bebidas, dan testimonio del alto grado sensitivo que posee para los paladares más exigentes.
En invierno, el árbol desnuda un poco sus ramas y tolera que los pájaros se posen en él y nos miren y vean en el suelo del patio entre las caídas hojas de oro, como nosotros los veíamos a ellos entre las hojas verdes de las ramas en primavera, y la canción suave que antes cantaran las hojas verdes de sus ramas, ahora abajo, secas y rastreadas en el cemento por el viento, se ha tornado en un sonido musical ronco.
El invierno pasado ha sido muy duro y las heladas con sus fríos lo han puesto basto y bronco. Sus tallos sin hojas se volvieron como juncos secos y sus brazos desnudos y bronceados, parecían las extremidades de un esqueleto. Seco y sin aparente vida externa, ofrecía un estéril y deplorable aspecto, su robusto tronco, abierto en tres lanzas de horquilla clementes al cielo, me hizo pensar que no volvería a verlo florecer nuevamente a la vida. Contra las predicciones, él se ha aferrado a sobrevivir, y ahora, como a un aguilucho recién nacido le salen los plumones, a él, le salen hojitas diminutas en las ramas salvadas de la poda que se le ha hecho, y paulatinamente se alargan con fuerza y rapidez formando nuevos tallos.
El limonero se ha salvado y ahora revive una nueva mocedad junto al pozo blanqueado de cal, el que, en las noches despejadas, recibe sin obstáculos a la luna llena, y en el fondo de su lecho la baña en sus frescas y tranquilas aguas; y junto a un macetón con un laurel injertado en canelo, que en su crecer alcanza la azotea; una tinaja llena de rosas amarillas, de un jazmín moruno y otra con un jazmín de cálices blancos, y algunas macetas con rosales, esparragueras, helechos y buganvillas, forman en el patio el jardín florido de mi casa.
Este árbol que, de no haberse helado, en esta época, con sus ramas nos cubriría y cobijaría si estuviéramos en el patio, y que en verano sirve de techo mientras chapucea contra el suelo el agua del pozo caída de un cubo que uso como ducha, es al mismo tiempo un elemento viviente que se sale de un hermoso cuadro, al que, contemplo ensimismado cuando saboreo una cerveza fría sentado en el reborde del pozo, y al que considero un amigo mientras vivo en la casa.
Seis meses después, primeros de septiembre. El limonero se ha llenado de tallos nuevos cubiertos de hojas verdes que, rectos como juncos siguen creciendo deseando rebasar el tapial para enseñar sus hojitas recién nacidas. De seguir así, pronto se vestirá de blanco y nuevamente nos deleitará con el aroma y con su azahar.
En este pequeño espacio cargado de verde vegetación e intimidad, el limonero me ofrece un ambiente sereno y saludable; tonifica y alivia mi tensión, y es el mejor sostén para mi estrés. “… limonero de mi corazón, te prometo que, no sabrás lo que es el olvido”.
No te aflijas si me voy,
pues en el pensamiento me acompañas.
Si ayer te dejé desnudo
y hoy de azahar te hallo vestido,
cuando mañana vuelva
quiero ver: tus limones crecidos.