
POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
No hace mucho tiempo que eso de vagar condenaba a quién no parecía encontrar el puerto adecuado. Condenados a buscar a ciegas, como eterno Odiseo en mar desconocido, una plétora de paisanos y futuras vecinas gastaban una parte importante de su vida intentando anclar un pasado sobre un presente sedentario que respondiera a cierta estabilidad asumible. Siempre fuera de lugar, de perfil en cada momento complicado de convivencia, aquellos viajeros en busca de un horizonte han venido formando parte de nuestras vidas añadiendo esa pizca de especia que acaba por rematar ese guiso soso en el que nadamos.
En los largos años del medievo, existió un grupo de personas así vividas, de disoluto pasado a la búsqueda de un mañana. Muchos de ellos clérigos a medio ordenar, aprendices de casi todo y maestros de algo menos, los llamados sarabaítas o, como a este humilde cronista más le gusta, giróvagos recorrían las principales ciudades europeas donde hubiera eclosionado un estudio general en universidad de naciones. Allí, parados durante un tiempo, intentaban asentarse como ordenados, mientras trataban de cumplir con el doctorado que fuera. Así, eternos estudiantes, conocedores de múltiples disciplinas, lecciones magistrales y Maestros míticos, aquellos queridos goliardos se mimetizaban con el paisanaje de Bolonia, las tradicionales fiestas de pascua en Salamanca o el estricto sentido académico de París. Metidos en harina de muchos costales, se embutían dentro de aquella sociedad en constante movimiento, siempre señalados por no ser de allí, por no respetar norma alguna y por ser capaces de adaptarse al cerril intento de cerrar la vocación hospitalaria que enriquece a cualquiera que sea la sociedad y el momento.
Aunque durante muchos siglos aquellas pobres almas en tránsito, amantes de lo nuevo y siempre en persecución de un objetivo más que idealizado, formaron parte de un bestiario incólume. Detestados por la mayoría sometida a ese sentido común absurdo que da la costumbre y, principalmente, la molicie con que el tiempo aprisiona la evolución social, este que suscribe ha tenido la fortuna de, quizás por el amor que profesa a todo lo nuevo, dar con una buena porción de goliardos venidos a este Paraíso. Desde mi querido Brian Crilly y su castellano del sur de Belfast al gran Juan Casas, amante del calambur instantáneo, este Real Sitio se ha venido constituyendo gracias a la aparición de un pelotón interminable de goliardos asombrados por el paisaje, el paisanaje o, simplemente, el país, que no es poca cosa. Si ya nuestro primer alcalde en la historia fue un francés distraído del ejército de José Bonaparte y el primero de la democracia actual, un eminente neurólogo nacido en Suecia; si los vidrios que nos definen los trajeron un par de catalanes y la mayoría de los asentamientos y poblaciones las constituyeron segovianos expatriados y algún que otro judío distraído, ya me dirán quién, en este país de Goliardos, puede afirmar con garantías su amarre a un terruño más perteneciente a la goliardía que nos define que a otra cosa.
Y así, perdido en un lugar que ama, entre amigos y compañeros, familia postiza y ganas de adaptarse, veo, sin duda plausible, a mi querido Alberto Guerrero, último de los goliardos a los que me he propuesto encomendar al espíritu giróvago del aprendizaje constante. Sarabaíta amante de Goliat, Alberto ha tenido que adaptar su vida en los últimos decenios, sometido a las bruscas transformaciones que muchos presentes incontenibles le han regalado. Por naturaleza periodista, lo que no deja de ser un síntoma de estudiante sopista y clérigo a la espera de confesión que lo absuelva, Alberto se ha visto en tránsito de no pocas de redacciones. Empezando en radios madrileñas ya extintas por el ajustamiento al que somete el poder político invasor a los medios de comunicación del presente falaz, Alberto explotó su voz cavernosa y acaramelada, dura a veces, pero siempre cálida como los viejos vinos guardados en las cuevas de Fuentidueña, frente a micrófonos de todo color y profundidad.
Al contrario que la peste negra del XIV, capaz de acabar con muchos de aquellos medio clérigos errantes, la gran depresión de principios del XXI hizo que este goliardo que se suele decir madrileño tuviera que apretar calzas y hábito raído para ocupar los micrófonos serranos de Navafría o San Rafael, donde trató de asentar su prole en unos tiempos no tan lejanos. Hace apenas unos años, no más de tres, empezó este entrañable saltimbanqui a frecuentar las calles de Segovia, micrófono rojo en mano y siempre abierto a comprender aquello que por primera vez le rodeaba. No sería hasta principios de 2022 que acabará este humilde Cronista pegado al devenir de semejante goliardo, incluyendo en su rutina los caminos serranos, las trincheras y los castillos, palacios, jardines y montes; parajes, en definitiva, constitutivos de un Paraíso segoviano al que muy pocos se demuestran resistentes.
Este goliardo, como hace casi setenta años hiciera mi abuelo, Paco Valero, y con él, sus hijas, una vez que un rayo inoportuno cayera sobre la colegiata del palacio real incendiándolo, ha terminado por asentarse en esta sociedad con la que tanto parece congeniar. Segoviano en el espíritu y el acto, Alberto Guerrero sigue siendo un tránsito entre Madrid y la capital castellana, recordando cada día que pasa su origen madrileño y su necesidad segoviana. Metido entre autobuses y traslados, viajes y entrevistas, personas, personajes, vinos y malcomida de traslado al hospital, no deja de agarrarse a un pasado que siempre le enseñó por lo bajito lo que habría de ser. Y es que, para cualquiera que nace goliardo, queridos lectores, poco parece lo que acontece en esta vida de desencanto, pero mucho es lo que asoma cada mañana alumbrado por un sol que nunca se equivoca.
Vivas en Madrid, Alberto, goliardo eterno, o en Segovia, en San Rafael, Cantabria o Navafría, el polvo del camino y la sequedad del vino de Valtiendas te acabó atrapando entre los pinares del Guadarrama, los viejos y ajados castillos olvidados, las llanuras secas de cereal preñadas y una horda de paisanos, vecinas, encandiladas por la frescura de una sonrisa y la textura de una voz profunda como las raíces castellanas que nos habrán de unir en ese horizonte atemporal deseado.
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