ALDEAS DE COLOR Y SOMBRA
Sep 19 2024

POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA OFICIAL DE ALCANTARILLA Y FORTUNA (MURCIA).

Fulgencio Saura Mira

( UN VIAJE ESTIVAL).—————————————————–“¡Que variedad y uso en las más humildes producciones de la naturaleza¡”. J. Berkeley.

Esta vez el camino se estira entre los rayos de un sol  de justicia. Queda ausente el invierno que fue  tragado por el vientre del estío. Todo se sujeta al ritmo de su ley. La mañana de julio abre sus vísceras hambrunas de esa luz que nada escatima, se funde entre prados amarillos.

El camino irrumpe en la vaguada, se funde con los bancales ebrios del mediodía alejados de las montañas que se yerguen, señalan su hidalguía. La del Carche queda en su enjuta forma de ocre que azulea en sus contornos. Hay sendas que te llevan a su cima, también casitas blancas derruidas, rotas, quebradas por el  letargo del tiempo.

Soledad,  sobre todo  silencio de mediodía áspero, rotundo. El paisaje se cuaja de fuego en los llanos, se mecen  en  las crestas de otros montes  que te llevan a la casona encanecida. Y antes el valle abre sus compuertas a una agricultura menuda, con el marchamo de la oronda vid que se hace fiesta en agosto.

Cabe  en el término de Jumilla  otear la llanura eterna, llenarse la mirada de terrajes olvidados, laminar de vientres en vendimias fecundas  que fueron antes, cuando el estío  venía con la temprana.

Y en sus recodos abruma la aldea, casar humilde de tejas oblongas que dejan llagas en sus moradas. Cada aldea tiene su nombre en un horizonte sin porvenir. Se avistan en su mismo entorno. Espacio de eternidad.  Apenas se siente el silencio y el hombre cansino descansa en la placeta a la sombra de un banco vecinal.

Suelo acudir, en mis ocios precisos, por estos paisaje de cultura  rancia y marginada, para entonar el mea culpa de mis necesidades ocultas.  Pienso que es preciso evadirse de los relámpagos de la urbe para sentir el fuego del yo, que no es más que un aliento de saber lo que es el tiempo.

Hace años cabalgaba la mirada por estos parajes  que adjuntan términos con Yecla, por entre  aledaños de Abanilla, Fortuna y Pinoso. Era un pretérito añadido al  ademán del hoy.

Pero la aldea sigue con su seña de identidad. Fuente del Pino, que es un recio pergamino de casas deshechas, con ventanas tapiadas, portalones aquietados y calles melindres que dejan la huella de su infortunio. Puede que se esgrima como festín urbano el chalet del buen agricultor  que cuidó de sí y de su familia. Pero nada más.

Uno piensa que cada aldea mantiene su riqueza; esa cultura que se alimenta de la memoria de sus ancianos, se deposita en sus estancias sombrías y caducas, en la ausencia de vidas quebradas por la muerte.

Cada aldea retiene un poso de signos que se agrupan en sus silencios; los que sentimos en ese momento, los que nos llenan de admiración; nos inundan de cadencias,  y por ello surgen de pronto, nacen a la vida en ese enfoque,  y se suman a su historia.

Hay que dejar los tópicos unidos a la aldea para descifrar un nuevo lenguaje.  Acaso de aire que llega, rumor de hojas de olmos viejos que se citan en el paseo, junto a los huertos. Palabras que salen de nosotros y se inscriben en los muros vetustos de sus casas.

Allí, en cada fachada de casa, de piedra y yeso, un  número comido por el  tiempo , queda en  el empaste del olvido, y en la ventana descosida y ebria de mugre, se suscita el  poema de un ayer con lágrimas de hoy, sin mano añosa que desempolve sus barrotes.

El portón  queda cerrado como si guardara un tesoro en su interior, con su aldabón preñado de roces que se fueron. Y a su costado queda el ocaso de una hornacina que conservaba el reloj de las tandas de agua que utilizaba el labrador. Barrunto que la Fuente del Pino conoce los vientos sabrosos de las tardes veraniegas, los otros de inviernos sesgados por el desaliento. La vida en la aldea se ha hecho a empujones de agricultores  cercanos a sus lomas, por donde se marchan las cañadas  en piruetas y monólogos de pastores. Lo que habla un pastor queda en la sombra del almendro, de la pinada esbelta  que diera nombre al casar.

La ermita  dedicada a la Virgen del Rosario se empina en la llanura con su campanario altivo. El sonido de la campana es una reliquia de tiempo atrás. Ahora suena poco, ni siquiera en los entierros. La campana es un sonido de alma, querencia con Dios. Como el sonido de la esquila, avisa de un suceso. Los pájaros revolotean por su torreta restaurada, sin  gracia.

En su derredor se esparcen las casas de piedra pintadas de azul o rojo, con ventanas abiertas y persianas verdes, con macetas dispuestas en anárquica cadencia.  El color de los geranios dejan un rigor de vegetal y primavera en este verano de retama y pleita.

Apenas si observo una persona, a no ser una muchacha de falda encarnada que sale de un portón. Cerca hay un paseo, como un jardín sin fuste que resalta una piedra,  a modo de monolito y en su vientre rocoso  hay un letrero con el nombre de una persona, que reza como sigue.

“A la memoria de Salvador Tomás Navarro”.

Alguien  como Emesio, un hombre taciturno que ha vuelto de Yecla tras una operación quirúrgica, me dice que el personaje era muy querido en la aldea, propietario de una cantera que dio riqueza, en su momento.

Emesio, que a su edad se duele de la vida, aduce  -“ aquí  se está bien “- .No ceja de referenciar la soledad del pueblo, ni la agradable estancia de sombras junto al paseo de los olmos viejos  cuyas hojas rumorean cerca de una aquietada acequia..

En el interior de su casa  guarda sus recuerdos, las fotos de sus hijos. Están pegadas a la pared enyesada y turbia, con sus muebles rancios y una televisión comprada hace años, que es la única ventana al mundo.   Me anima el sitio que es un remanso de serena paz, con los olmos vetustos cargados de soles y vientos. Sus troncos son aposentos de emblemáticas cicatrices que dejan granulosos envoltorios en sus cortezas.

Puedo tocar sus nudos y sentir la madera de pájaros y luces agitadas por tardes infinitas. Puedo besar sus hojas  vapuleadas por  el suave viento.  Los troncos se remansan en raíces formidables que se ocultan en la maleza, pero al pisarlas se nota su enjundia. Pienso que alguien los plantó allí mismo, fueron creciendo mientras las mujeres del lugar acudían a lavar sus ropas al lavadero contiguo.

La arboleda se extiende en longitud y quiero recorrer su camino de hojas que se caen al suelo. Pienso que en el paseo de los olmos uno puede olvidarse de los problemas que corrompen el corazón, y dar paso al delirio del natural que se embarga de huertos ociosos en la solanera del prado.

Oteo vaguadas que amarillean en el verano, a veces se yerguen tomateras iniciadas con cañares bien dispuestos. No veo al labriego que dormita por la canícula o está en la taberna a esas horas, cuando el sol se enrabieta con la tierra.

Emesio hace tiempo que se ha retirado a su morada para aplacar el dolor de su reciente operación. Una hermana le acompaña. Ha venido de Jumilla. Llevo conmigo un bloc y no he podido hacer una semblanza de su figura, sí de la torre y los arbolillos que la decoran a su costado. La iglesia está cerrada. Viene el cura los domingos y suelta su homilía a tres o cuatro feligreses que no entienden nada.

El mediodía es fragoso. He tratado de leer la página grasienta de la aldea como un pergamino usado. Desde las sombras de unas acacias se abre un horizonte con sierras azuladas. Una bodega me espera con sus vinos añejos y comida de potajes  sobre una mesa redonda con mantel  cuarteado, recién lavado.

Queda el casar en un letargo de siglos. Hay algo vivo como el hombre con su operación reciente, la mujer con su falda roja que vino a su consuelo. Queda mi pensamiento conectado a las casas, al monolito con el nombre del personaje. Y pienso que nada muere si alguien desea comunicarse con las cosas que le rodean.

JUMILLA. TEMPLO Y CASTILLO. 

No sé por qué  me atraen los pueblos en pleno verano, cuando los rayos de sol envenenan sus piedras y las calles se asolan. Me sucede lo mismo en las grandes urbes, acaso porque hay menos gente, escueto tránsito y  donde el extranjero emigra a su país.

No lo sé, pero al llegar al pueblo- Jumilla morisca y entrañable,  me acerco a la soledad de sus calles. Desde el Arco del Rosario, paz de escueto recinto, se inicia un itinerario inacabable que  nos lleva a la altura del castillo.  No me gustan las rutas marcadas  de ante mano.  Prefiero el asombro de la calleja, la serena discreción de un rótulo de calle, el adarve encontrado como si fuera un arrecife de isla perdida, el silencio eterno de la nave eclesial con el rumor del infinito.

Cada calle es un hallazgo. Se eleva por un laberinto de callejas  y rinconadas frailunas con fuentes desnudas de agua, con grifos mitológicos, manoseados antes, ahora caducos, sin sentido.

Camino por una rúa encontrada,  sin nadie. Es la mañana de sol rotundo, sudor de cuerpo y sombrero  acogedor. La calle se empina, enfila hacia el castillo que mora en la cumbre del monte: un coloso del Medievo, cita de algaradas que marcan el ritmo de una crónica urbana. A su costado se arrebujan barriadas de viejo sabor arábigo.

Hay que pisar las piedras embadurnadas de historia, sentir el calor de la tierra para aunarnos con ella. Entre tanto se van dejando otras calles y anchas plazas junto a la iglesia. Doy con la calle de las Acomodadas y me enfrento al solitario embrujo de la del Capitán. Hace calor y la ciudad se encierra en los hogares. Un hombre aparca su coche en una esquina de la plaza.

En la encrucijada que postula la calle de Cuatro Cantones se advierten callejones  empinados que invitan a su trayecto. Pero es plena la mañana y prefiero descansar bajo las sombras de unos pinos, en el rellano.

Más de veinte escalones me conducen al mirador  donde un jardinero recoge las hojas caídas.  Desde la sombra apetece el descanso. Abajo quedan las calles y espacios aturdidos por el sol, apenas un alma se anima a la salida del hogar. Todo es silencio. Miro a los costados y surgen casas blancas y una maleza agostada por el calor. Presiento, sin embargo esa lumbre  cargada de entusiasmo que provoca en mi alma la grandeza del paisaje que aparece desde la terraza.

La Iglesia es su principal eslabón. Tersas piedras doradas que vibran en sí mismas. Aparece una arquitectura colosal de piedras que aguantan siglos. Es la de Santiago.  Queda allí toda la crónica de la ciudad. Los arcos, los edificios nos llevan a este afincamiento de estilos apretados, ayuntados a su encuadre.

Desde donde me encuentro,  en una quietud de escalones que terminan en vueltas recoletas  sin fin, me fijo en los tejados de casonas envejecidas   de color  rojo  y ocre  que son tiempo ajustado en su parcela. Desde allí se elevan los   muros acentuados por las sombras de un mediodía de cromatismo adusto, dejando la gracia del  ábside en su lugar, relamiendo las columnas laterales de un  orden clásico, en provocación de tímpano y detalles ocultos que se apartan de la vista.

La torre ancha se perfila, se eleva con su campanario olvidado, es característica del paisaje urbano que desde el llano aparece secundando a la cima del castillo renovado.

Me interesa esta vista de provocación constante. No cejo de tomar apuntes delineando su silueta que es como de aguafuerte  fundido en letras del Medievo. Queda en sí mismo, en ese instante de paz y olvido, la robusta belleza del lugar, la enigmática pose del templo con sus piezas laminarias: piedras construidas, enlazadas, carcomidas, sueltas y barrocas a veces. Pero están allí perfumadas por la vista del espectador.

Hay una forma de mirar, de encajar el milagro momentáneo de la piedra agarrada a la fachada del templo, sustraída al borde del arbotante tozudo. Aunque lo importante es soñar con el paisaje en ese fecundo segundo que se aleja. Cada mirada se escancia en un área  de eternidad, nos señala que es tan necesaria como el pensamiento.

En ese enfoque  estaba todo  el pueblo, sus lejanías azules con el color rancio de sus casas consumidas por el sol. Paisaje horizontal de sencillas torres y  calles que aún no he pateado, ni siquiera los edificios encumbrados por sus blasones, ni sentido el roce del arbusto cuajado de silencios.

Me dejo llevar tan solo por el embrujo de su piel dorada de sus casas que laten con el sol renaciente, se queda allí desde pasados siglos, en las páginas nuevas  enfilando   otras tierras, rumbo hacia Yecla.

De nuevo regreso a  la aldea y busco  la voz de Emesio, el hombre que me ha hecho mirar al pasado, que me ha dado la posibilidad de encontrar un paisaje nuevo, lleno de luz, en la Fuente del Pino. Una aldea con sombras que hielan la sangre en sus noches de invierno cuando algún vecino enferma y hay que llevarlo a Yecla.

Es el dolor de la sombra que sigue su trayecto. Me interesa el formato de la aldea y su estrafalario espacio de casas y paseos. Las casas se pegan a su color de siglos y el hombre sigue por la esquina lejana.

Hace un sol de fuego y los camiones se paran en las orillas de la carretera. Al fondo se deja ver un paisaje asolado y no sé por qué quisiera atravesarlo.

PAISAJES. LA  RAMBLA DE LAS MONJAS.

El paisaje queda  en su ensimismamiento. Por cualquier espacio se ayunta esa voluntad de la belleza que es verdad consumada en el corazón.

Hay que saber mirar, escuchar. Es necesario intuir ese tiempo hecho color en un espacio. El paraje se identifica en su real prestancia, sin otros disimulos que su propia realidad, a veces cansina.

Por el entorno de la Hurona  se recrean formas de geología trepidante, se esparcen tierras de gestas abandonadas, pululan terrajes en desequilibrios rotundos, por donde anida la retama y abunda el acebuche.

En horas indecisas todo el paisaje varía, la luz fecunda sus recodos y acelera el tránsito del ocaso poniendo brumas amoratadas en el horizonte.

La rambla se deja ver en su costado, agorera, rematadamente pobre, apartada y en ausencia de primaveras que nunca se dan allí, en esa concavidad de tumbos  blanquecinos;  piel visceral que estalla en soledad y muerte.

Cada paisaje  mantiene su aporte, se tumba sobre su rutina pasada. Es acopio de fatales invasiones erosivas. En su interior mora la debacle y se amodorra el alacrán. A veces se inyecta en ella una hila de agua  aventurera o se cita la humedad con las matas de hinojo que son azúcares entre mollares caducos.

A  veces crece el eucalipto mitológico y se abren los caminos como peregrinos ausentes, y crujen las hojas apiñadas  junto a sus troncos añosos. Me gustan esos troncos lisos que se yerguen, se conturban,  empinan hacia la cumbre del árbol, como sus vestiduras de color tabaco que arropan la mirada del poeta.

Me parece que la rambla de las Monjas, por estos lares, consigna un  paraíso de eucaliptos que trenzan formas, ensalzan la estética del encuadre en una simbología romántica, recrea actitudes en el bohemio que, en soledad,  acude a su encuentro.

Se debate la rambla en agitaciones de luces consumadas en sus crepúsculos atizados por unas pinceladas ocrosas que la naturaleza le otorga, como fragmentos de un excelso lienzo neoclásico.

A veces pienso que este paraje de rambla y árbol, de sendero y pino,  anuncia un grato estilo de nueva vida, de suculento prefacio para la serenidad del alma. Me embruja su textura y arrecia el clamor de un encuentro con las viejas musas abandonadas.

N o está mal acuñar los ecos de las ninfas que se fueron, ni cuidar el tono del asombro, cuando hoy se tiende a otro desparpajo; pero cabe una aproximación al auténtico paisaje de color y sombra, de relieves relamidos en sus contornos deshechos por el aire de la tarde.

Suelo acudir a este ensamblaje de recio pintoresquismo, dejar que el alma vuele en las cumbres de los árboles, como plegarias a los dioses que amparan  el lugar. Dádiva y encanto, roces con el cañaveral que  se cuela en el ramblizo abandonado. Y encuentro la gracia del silencio que rumorea con el viento de la atardecida. Pasear no es solo un instante, es ese don de animar el fuego de uno mismo; la necesidad de elevarse y dar a la vida un sentido.

LA RAMBLA DE LA POZA. 

Austera y  aquietada por la bondad de la sierra; queda apartada, cercada por los montes que confluyen en el Rellano, donde  mora en letanía mitológica la sierra de la Luga: rostro metafísico que enlaza cañadas y leyendas. Por donde se concede a la geología etapas arcaicas de roces milenarios. Donde se anida el aguilucho y brotan menudencias de silbidos pastoriles.

Queda la rambla en su perpetuidad de poza engullendo la paz mitológica de los días, que parece eternidad remodelada.

A veces me recuesto en la cima  de un rellano  que es balconada de sosiego, donde una mesa de madera cita a los peregrinos de la soledad. Me aturdo en el ensimismamiento de silencio sonoro con arrebatos de miradas al infinito.

Este se abre en amplia y extensa eclosión de sierras azules que se forjan en el horizonte, pertenecen a pueblos cercanos. Delante se escancias lomas con  sendas adorables  sosegadas por las horas francas de pasos de viejos ganados que se olvidaron. Pero quedan allí, al fondo de la poza con sus recodos que penetran, se pierden, o acaso llegan a una casa apartada que se domina en la llanura.

Nada de vegetal a no ser algunas palmeras y un cañaveral que moran junto a una roca, friso mitológico que nos habla de viejas culturas. La palmera mece sus hojas lánguidas y  la añosa encina dormita su sueño de vientos y remansos eternos de lluvias escuetas.

Desde  ese mirador esquinado, arropado en la esquina de un vacío de color se nota el legado del paisaje. Se intuye la gracia de la libertad que anida en el paisaje. Todo acuña la sensación de vértigo  que vibra, se hace tonalidad y abismo. Desde ese punto crucial se domina un paisaje de sierras azules, gajos de piedra mineral, soberbios lomos de terrales blandos que dejan verse una casa labriega. Quedan por allí las sendas olvidadas, perdidas, agazapadas en soledades de pastor con sus ovejas encontradas.

Por allí menudean los ribazos y se fijan las nubes en las crestas de las sierras que no terminan nunca.

. HOMENAJE A UN CASTILLO

Castillo de piedra seca. Tiempo dormido en sus ribazos. Torre altiva que deja sus almenas duplicadas en la cima, con estancia cuadrangular donde velaban las armas sus caballeros.

Magia de castillo retenido en el mar del tiempo. Barcaza anclada en el festival de muralla corrompida, ajada y prisionera. Restos de un ayer de muertes gloriosas, de héroes aprisionados en la crónica del lugar.

El Castillo de Alarcón se encumbra en el farallón de las hoces del Júcar. Quieto, sosegado y  vertical. Pose  rotunda de esbeltez que desafía  la eternidad. Se complacen sus piedras sonantes de soledad, en ser aquietadas  allí mismo, donde los horizontes  azulean y acogen el circular astro de fuego.

Desde la altura el vértigo se adueña de todo y atrae el río que se desliza al fondo. Cerca, el embalse  anota su nota domeñada por el sereno empaste del agua  remansada.

En el paisaje emerge la atalaya y la torre de la Puerta,  las de Alarconcillo donde se dice estuvo don Juan Manuel con su esposa Constanza. Y en los faldones del alto castillo se destacan los muros compactados de sus murallas. En la cima se otea un paisaje de roca amarillenta, metálica y el río de fondo rozando sus orillas.  Abajo queda el puente romano, por donde pasaban las ovejas merinas de la pasada  trashumancia.

Queda allí  el lienzo  soberbio de pinceladas cosidas a la arquitectura del Medievo. Deja  en su perspectiva notas doradas de la piedra rotulada por el cincel del tiempo. Es la vieja fortaleza defensiva tomada por el monarca  Alfonso VIII, conquistador  de Cuenca, a la que otorgó singular fuero de población.

La villa queda empotrada en su pasado, aposenta signos pétreos de  efusión de héroes que, en su toma, en el siglo XII ungieron de sangre sus robustos y vidriosos muros con el temple de su hidalguía. Suenan  los nombres de aquellos soldados  y se calibran los silencios en sus ángulos recortados, por donde se escucha aún el fragor de batallas romanceras.

Tembló la población en su momento ante la algarada, la ocasión furtiva de gente malvada que perpetraba robos y trenzaba muertes en la urbe de tanta enjundia.  La vecindad se cuidaba mucho de sus relaciones entre moros y judíos, guardaba sus viejas y recias costumbres  frente a hechiceras y brujas, con las  tensiones entre judíos y cristianos viejos.

Pues no era de otra forma en ese momento donde  regía la normativa alfonsina. Y de esta forma  se aplicaban para los reos las penas de despeñamiento y  la horca para las mancebas y hechiceras  si no pasaban la prueba del  hierro. Que de este modo se fue asentando en la población el orden y la disciplina según el fuero, que  hay que interpretarlo adecuadamente.

Alarcón se asoma a la mirada como un rico mosaico de momentos históricos que reflejan  su esencia, su rigor en su crónica  contada desde sus vísceras terráqueas, la urdimbre de su pasado de loriga y alfanje, de honor y duelo.  Mantiene una prosapia de hidalguía en la presencia de un marquesado adusto, desde el empaque de soberbia y engreimiento en los sucesores de Juan Pacheco, marqués de Villena.

Don Juan Manuel, nieto de Fernando III el santo, deja honda huella en el castillo defensivo. Batallador y lírico, sucumbe ante la belleza de Constanza, hija de Jaime de Aragón. Ilustre vate de nuestra literatura, se obceca en ocasiones múltiples, que son las más, en rondas de caza  en tierras del marquesado: extensa llanura de castillos que fueran palacios dorados de fantasía donde el dueño gozaba del derecho de pernada.

Alarcón queda en el recuerdo con sus menudencias, sus detalles, miradas que cabalgan por los riscos de sus hoces impenetrables, sus calles empedradas,  plazas preñadas de casonas venerables. Villa relamida de blasones y de Iglesias platerescas, de arcos varados en su estilo, ángulos de retablos almibarados en recia composición de canteros ilustres, como Jameto, heredero de la sutilidad del arte de la piedra.

Alarcón altiva, sublime y olvidada; mantiene su voz profunda que hay que escuchar en la líquida suavidad solitaria de la noche de luna llena lamiendo las almenas de la torre del castillo.

Y a la hora de la vuelta nos queda el silencio de la villa, el rumor de la campana que silba y anota sentimientos indefinidos, recogidos en sus viejas ordenanzas. Aparece la altivez de una villa atrapada por su crónica medieval y renacentista que hoy se apaga en la desidia de la llanura de la Manchuela.

Hemos contemplado su rostro; el de una altiva fortaleza dominada por el soberbio ademán del poderoso marqués, sentido el rumor de siglos que zumban a la mirada soñadora, se inyectan en el alma de quien contempla este paisaje de dorados y recios tajos de piedra. En este sentido Alarcón es  cita de aventureros de la historia aparcada en su recio y metálico  castillo que emana silencios y se escuchan por las noches olvidadas,  gritos de los condenados al despeño como mandaban las ordenanzas.

Se abre  de nuevo  el fragmento de  una villa, cayada ahora, briosa en el ayer, cuando sus vecinos  requerían la defensa de pobladores y rendían homenaje a su Señor.  Es esta quietud serena la que  nos hunde en la holgura de su corazón. Alguien volverá, acaso seré yo y de nuevo hablará este concejo de moros, cristianos y judíos. Y caminaré por sus calles mirando el ancho campo de amarillos con las torres enhiestas de su muralla. Pasaré otra vez por sus arcos y sentiré el misterio de sus documentos apócrifos que se resisten a morir.

CASTILLOS DE LA COSTA TROPICAL  ANDALUZA: AlMUÑECAR  SALOBREÑA. PUEBLOS  DE LA MONTAÑA.

Quedan en la retina colores, impresiones que se han retenido en miradas encontradas en el paisaje andaluz. Mirar es retener lo insólito, rastrear lo desconocido, cargar el espíritu de sensaciones inéditas. Cada viaje es una conquista, un pasar por lo desconocido, encontrar el rumor de lo ancestral, la sacra sintonía de la belleza que se inserta en lo olvidado: aquello que de pronto toma vida, cobra realidad y proporciona un goce exquisito.

La belleza es el misterio y este pertenece al espíritu, se aísla como una música que apenas trasciende. El esteta tan solo sucumbe ante  esa bruma que se aclara con la visión auténtica. Una piedra del siglo IV a de C. ubicada en una muralla, apenas  tiene sentido, a no ser para el arqueólogo, y más si se encierra en unos conductos que sirvieron a los romanos para su industria de salazones a las faldas del castillo de san Miguel de Almuñecar.

Un castillo desbrozado, martirizado por el paso del tiempo, queda en su elevada sierra sostenido por rocas ennegrecidas. Es un simple resto, pero para el historiador sigue siendo una maquinaria defensiva de una villa. La piedra no transgrede, queda suscitando ecos, relatando poses.

Desde lejos se domina  el castillo roquero legado   de una historia; de un momento temporal que se perpetúa,  inspira y deja un hálito de misterio, como un relato narrado desde su propia latitud. Todo lo que se entona junto al castillo frontero queda marginado: el paisaje de playa, los montes que lo limitan su entorno. Pero en todo caso lo importante es este roquero castillo, encrucijada de caminos, robusto farallón para contener huestes enemigas.

Aparece de tal guisa la estampa acuñada por el tiempo de una villa medieval con castillo que se levanta sobre la mole recia de una roca vagneriana. Surge de tal forma  la silueta de  Salobreña empinada y domada por las hendiduras del tiempo.

Su situación desataca un ensamblaje de villa medieval domeñada por el árabe, consolidada por el perfume de la dinastía nazarí, sublimada por los agasajos del momento, donde las rencillas no desmerecen  la conquista de  la misma   por el monarca   castellano.  Sensaciones varias someten  los muros desvencijados del castillo a su incursión por sus piedras, que nos hablan de aguerridos soldados, algaradas denostadas y  homenajes recibidos en su torre singular, como indicio del poder del señor. Se abre la fortaleza a la estancia de reyezuelos orillados en esta cárcel, antesala de la muerte.

Salobreña queda arribada en la altura de su fortaleza, segura de sí misma, apartada y recia, vigilante a las tropas de cristianos y moriscos rebelados. En su interior se delata una paz de vieja  estancia de reyezuelos, momentos de tragedia ante la llegada de soldados que desde el inmenso valle se dejaban ver con sus relucientes lorigas. No se puede ver de otra forma este frontero lugar que sabe a caña de azúcar  y sal marina, a vuelo de gaviota y alejado guerrero  sobre su caballo refulgente.

Se cobija en su interior la textura de un ayer sumido en el silencio de la medina arabesca, estirpe de oraciones rezadas cinco veces al día. El árabe compuso aquí  su vida enraizada en su morada  apartada, ladeada del ruido del mercado, donde estaba la alcaicería bullente, la mezquita y el trato. Y en  la lejanía de la calle o adarve se sustraía a su meditación desde la ventana  revestida con su exquisito ajimez.

Y la joven mora desde allí oteaba la lejanía,  quedaba silenciosa y bella esperando el paso del amado. Estaban cerca las calles con sus arcos relatores que convocaban a parejas furtivas. En el interior a veces el silencio consumía las horas, o por el contrario, el vecino se mantenía, a veces,  en defensa del malhechor, de la presencia de enemigos. De esta forma se consolida el barrio que desde  el Albaicin se denomina, en la cumbre misma del castillo, con sus torres y vistas, la plaza de armas y esquinas, asoladas ahora por las miradas de los turistas que se pierden por sus recovecos.

Un castillo es un  libro de texto que suscita e inquieta. Cada piedra de su muralla es un fragmento de su vida, contiene el fragor de la contienda y la sensualidad de un abrazo consolidado en el riesgo de miradas ocultas. El de Salobreña, frontero y esbelto, peñasco junto a la orilla de la playa, guarda en sí un cúmulo de escenas que nos parecen cuentos de las Mil y una noches. A su contacto, cuando se asoma el atardecer sobre las lejanas sierras que dan a Granad y todo es silencio de poesía oriental, se puede intuir, incluso sentir encuentros de bellas hembras que forman parte de paraíso coránico, suspirando amores pasionales con el galán, a veces cristiano enamorado, que desde la mezquita roza callejones, pasa por arcos recogidos, para dar con la amada de sus sueños. Puede que se otee por la lejanía la silueta de Muhamad, víctima del odio familiar, camino del castillo, lugar que sería su cárcel, en tiempos de Fernando, el conquistador de tantas fortalezas, amigo indiscutible de este reyezuelo.

Cabe  que se atisbe entre brumas del atardecer, cómo Muley Hacen se encarama con sus acémilas por las empinadas calles, camino de ser apartado en este lugar donde se escucha el rumor de la mar y se suspira por la vida abandonada. Acaso  soñar con la presencia de moriscos rebelados en las Alpujarras, citados en la  embrujada villa, en ánimos de libertad. Y en esos instantes, cuando la luna aparece, como una sura del Coram, se puede soñar con sutiles agitaciones de amores buscados, de hermanas en espera del beso furtivo junto a los riscos solitarios, donde las sombras cubren su presencia.

Todo cabe en este sitio de sueños encontrados, de narraciones y leyendas que se elevan a las cumbres del Mulhacen; se enrocan  en la Puerta de Elvira y pululan por la Alhambra, donde Boabdil  conjugaba afanes de grandeza en su paraíso, cita de la dinastía nazarí que estampo su odio en los nombres de El Zagal y Muley Hacen, víctima  de  aquellos ajetreos vividos  entre columnas de marfil y rumor de agua en la fuente, donde se reflejaba la luna y se escuchaba al muecín convocando a la oración.

También en el  interior de  Salobreña la voz de este personaje de misterio, heraldo de oraciones convocadas, se esparcía por el interior de sus calles, dejando esa melodía de tonalidades espirituales solo comparable al sonido de la campana. Y sobre ello se insinúa la voz de la bella Zoraida, de sus amigas meditando amores por los surcos de sus espacios, mientras sus amantes cavilan en otras zozobras pasionales.

Un castillo es un retazo de historia, un soberbio embrujo de vidas contenidas, acciones consagradas al destino. Queda amparando sus leyendas y narraciones de poetas. A su contacto la medina se abre en perfiles de urbe consagrada a sus horas de mercado. Y sus calles  y adarves se cobijan en arcos de paso contenido, cerca de la ventana donde la bella, mora o cristiana, rozan la retina del enamorado que se  encarama al castillo, penetra en sus torres  y calma su espíritu con romances de silencios. Un castillo que  es siempre  roce  de lunas y valles infinitos, con un mar de fondo que le trae ecos de avanzadas de berberiscos danzando por esa zona del mediterráneo.

Salobreña es una viñeta que se recorta en un recuadro de historia que nos habla de algaradas, rencillas, juegos, sangre compartida en trechos de reconquista, Nos revela su necesidad de poblamiento en  principio, pues se admitían homicidas de otras tierras que no tuvieran muerte segura ni alevosía, al objeto de quedarse en la villa y luchar junto a su soldadesca. Y el castillo se convierte así en baluarte y refugio, asilo para quienes incrementan  su  población en obligaciones de defensa de la villa.

Quedan en ella el brote de crónicas enjugadas por la fantasía  de sus moradores. Lugar para la estancia y la mirada; estos muros recios encajados  sobre una roca sirven de silueta, como barcaza varada en el tiempo, perfilando un conjunto de paisaje requerido por el poeta e historiador.

En todo caso estamos ante  un remanso de paz que deja, en sus tonos, arpegios de piedras con arcos en ajimeces delicados y albanegas sutiles de encanto. Pues que desde ese engranaje de calles y plazas con vistas imperiosas, aparece la altivez de un templo cristiano que nos expone en silencio una primitiva estancia de seguidores de Cristo que se hicieron fuertes en esos recodos de viejas oraciones  rezadas al son del almuecín y la campana eclesial: sonidos de plegarias que el atardecer confundía con las voces de los ángeles celestiales.

En todo caso fundirse en el interior del castillo, encaramarse al de san Miguel, en Almuñecar oteando el mar extenso, rastrear las calles empinadas de Salobreña, es, en todo caso, aceptar el orden de la historia, sumirse en los viejos renglones de cronicones olvidados, consumidos en el holocausto de aquellos días agitados, con milicias bordeando  sus muros: hombres fronteros sabedores de algaradas, custodios de ruines avances de malhechores vagabundos.

Y en su espacio se acuña el inédito rumor de los siglos, la callada palabra del reyezuelo acongojado, el tono de las comadres enfundadas en sus lienzos negros. Acaso lo mejor es esquivar el tiempo y caminar, al albur, por sus calles desmarcadas de todo, sin la espera comedida y ajustada, sin el agobio de las horas. Porque penetrar el espacio y tiempo de estos castillos olvidados, erguidos y rotundos, es vestirse de aquella soldadesca enraizada en sus fueros propios que conocían sus ordenanzas y el acopio de armas, la confabulada paciencia de la espera.

En estos focos de acción y desazón emerge la razón del héroe amargado por la panoplia de la espera infecunda, la desazón y el desencanto. Y acaso entre las baldosas callejeras y los arcos desmenuzados queden los otros vestigios, la mugre de un pasado que hay que escuchar, saborear desde ese contacto directo de la mirada y la piel de la tierra. Calles, arcos abovedados, ventanas en ajimeces, portadas moriscas restauradas, placetas encumbradas desde las que se domina el pueblo, la vieja aldea de alminares y barriadas. Muros adosados al castillo de viejas torres sonoras, quedan en el aire de los sueños y comparten páginas olvidadas de su crónica. Y en todo ello surge la sorpresa admirable, el cansino sopor de la estancia, la agolpada silueta del cerro que soporta la arquitectura de casas blancas enfocadas al azul marino.

Y en todo esto el cronista apura su contacto con la realidad sonora de la villa. En este caso me cae en sus manos una guía de Salobreña,  de José Navas Rodríguez, que es un acopio de datos necesarios para el forastero. Y no es malo bucear por este librito amorosamente escrito, distribuido en capítulos que condensan visiones de la villa morisca trazando un esquema, apunte preciso y ordenado. Nos habla de sus orígenes, su identidad de una orografía de costa y noble roca, prosapia de naturaleza tropical que aúna la caña de azúcar con el sabor salino del mediterráneo. Y queda concretada la historia de este castillo frontero, conquistado por los monarcas católicos y donde aparece la atractiva figura de su secretario Francisco Ramírez de Madrid, cuya presencia es básica en ese momento. Toma nota  su autor del carácter de este lugar frontero, dejando constancia de la famosa carta de 1490 del monarca, otorgándole a la villa la calidad de asilo de los llamados homicianos, con el fin de poblar y defenderla de enemigos constantes; lo que es estudiado por el murcianista Rafael Serra Ruiz en el Derecho de Asilo en los castillos fronteros de la Reconquista, delicioso trabajo de tan erudito autor, investigador de casta, quien señala que : “ en la villa se trata de repoblar y morar, en el castillo  de defender y agredir”.. Nuestro cronista bucea en los misterios de Salobreña, su carácter, fiestas de toda índole. Callejea por el casco antiguo, sin duda de gran regocijo para el viandante, y nos pone al tanto de ese rostro inolvidable de la fortaleza, trasladándonos al Medievo.

Es así que nos ilustra de callejuelas y plazas, de arcos de ladrillo olvidados, bovedillas solitarias que nos hablan de rencillas y pasos de enamorados. Cual nos invita a observar la plaza del Ayuntamiento, la exquisita portada de la iglesia de la Virgen del Rosario y su  signo gótico-mudéjar, que redobla su valor en sensibles miradas de quien escribe estos retazos, pues consolida un trasunto de historia de los primeros siglos del cristianismo.

Otra cosa es el barrio del Albaycín ,en  la cúspide del castillo, cargado de menudencias sensibles, paso necesario para historiadores y poetas que estallan de goce ante la variada prosapia y ternura de sus espacios: recodos sugestivos donde la mirada aprehende la gracia de sus portales de casas blancas y hornacinas de la Virgen del Rocío con sus prendas veneradas. Y aparecen así sutiles contactos con la mujer que transcurre por una calle olvidada, se avista el personaje que es un morisco seguro de sí mismo en  el apartado arco, que es un monumento  por el que se trasciende al castillo

Queda, en su soledad el  castillo con sus torres asoladas, piedras que se cubren con el sesgo del tiempo, fortaleza instalada en su franca esencia medieval donde los moradores perfilaron sus destinos. Y allí, aparcados en la nave del tiempo, encastillados en su original recogimiento, dejaron el aliento de un hacer belicista en defensa de la alcazaba, sus torres y gentes encaramados a su costado. Un castillo encajado en la verticalidad de su roca, que es ahora una viñeta de cuento oriental. Porque desde su interior, que deja mucho que desear debido a la apatía de las instituciones,  surge  el rumor de  una crónica fenicia, romana y arábiga. Permanece el poso  de su identidad: aquellas frases   registradas en sus rocas que insinúan amores recogidos, agitados por la pasión y la locura, cuando caminamos por sus calles o advertimos la enjundia de sus catorce torres, tan resolutivas como recreadoras de un pasado épico.

Torres elevadas que evocan cuitas y gestas, razones de señorío en la del Homenaje, o puede que sintamos la conversación de las bellas mozas por el entorno  de la Coracha,  donde se condensa el latido de unos corazones sobre  la húmeda pose de la peña. Todo, en este refugio fronterizo, deja un  clamor de vieja sintonía con el pasado vivido, pobladores que detuvieron sus pasos en prudentes asilos remunerados.

Salobreña se aparta de la civilización al suave roce de las olas del mediterráneo que irrumpe en su entorno, deja su huella  de milenario  foco de cultura, como si le otorgara la misma energía del pasado.  Hay que saber rozar sus piedras, adivinar por entre las rúas despobladas, sus plazas desencajadas, el calor de una vida que fue reveladora de conquistas, reflejo de sus hombres y contagio de la fabula que queda en su interior. Por sus espacios  y cuando se pierda la voz de los vecinos, cuando se acoten las parcelas  y dormite su gente; entonces  es cuando comenzaremos a escuchar voces de Zoraidas aquejadas por las ausencias de sus amantes, cuando otearemos por la lejanía la silueta de Yussuf,  las acémilas de los reyezuelos que, por resentimientos, fueron llevados a las mazmorras del castillo. Asumiremos el contagio de sus personajes, como el darrab y el almuédano voceando el clamor de la noche y la llamada a la oración.

Salobreña es una crónica que está escrita y también inédita, se presta a ser de nuevo encontrada en la mirada del forastero, del historiador que  busque su esencia en lo oculto de la villa, en la quietud de esta barcaza que rezuma viejas romanzas de amores. Puede que, cuando salgamos de su contorno  y ya nos envuelva el aire de la ciudad, sintamos la ausencia de su estirpe, la gracia y forma de su corazón. Puede que dejemos las páginas de nuestro ilustre cronista y comencemos a fantasear sobre lo que pudo ser, fue y ya no es este formidable  asiento de pobladores y fronteros que resistieron las avanzadillas del árabe en esta zona tropical de caña de azúcar y de rio Guadalfeo surcando sus riberas.

Y en la soledad de nosotros mismos se nos ocurra dejar que la imaginación  tome, por fueros propios, este  peñasco de vistas irreales, o acaso  podemos abrirnos a la sinfonía inacabada de un tiempo de sura coránica y cánticos de amigos.

 MEDITACIÓN Y RESUMEN.

Se difumina en la mente las imágenes soberbias de  un paisaje andaluz, con gemidos de moriscos y aullidos de animales apartados. Se  pierde en lontananza la grieta de la vieja torre  desasistida ya, pero en todo caso, quedan las vísceras de un organismo que fue clara propuesta de defensa frente al enemigo invasor. Estamos ante unos castillos costeros, ante una gesta romanceada. En ella vemos figuras olvidadas, personajes  señeros y recordados, flujos de un ayer caballeroso con soldadesca enfatizada por el tambor guerrero. Son restos  pétreos consumidos por la añagaza del tiempo, por la apatía de sus dueños empecinados en gastar la gloria de su estirpe. No solo son los castillos de Almuñecar y Salobreña, dejados como alifafes  desarraigados   y afincados en la letra de la marginación; pues que si  esto es así, queda, en su insólita soledad el prestigio de su historia, cita de un momento esencial en la reconquista cristiana . Castillos fronteros que se desparraman por el entorno  de la vieja Andalusí, con su crema desdorada. Fueron hitos de un ayer elegido para la reconquista, se muestras austeros, con vertidos en señas de una identidad altanera. Quedan asolados en el silencio o sujetos a la indiscreción de la urbanización.  Conformaban el paisaje inédito de unos siglos de delicadeza, entre soflamas de juglares y  diestros caballeros amadores de sus damas.

Fueron castillos elevados sobre rocas silentes  desde las que se dominaba el mar y se escuchaba la plegaria de Ulises transportado en sus sueños de sirenas y  rostros de nereidas.  Gemían con sus roncos espasmos de algarabías de danzas y cuitas de homenaje a los señores del lugar. Se convirtieron después en palacios y sus dueños señalaron lances de honor. Ahora se dominan sobre altozanos agrestes, se avistan  resquebrajados, vestidos con sus ligeros trajes de  abandono. Apenas vibran a la tonalidad del sol eternal y se encierran en su silencio de un pasado rico  y deleitoso. Sus señores desplegaron en su interior una vida de grandilocuencia y arte que magnificaron sus salas, a través de una arquitectura renacentista que era clamor y música orquestada por la  calidad del diestro artista. De esta forma se consolidaron estos castillos  palacios, dando vigor y forjando la esencia de su estirpe. Solo que ese vigor de la primavera  decae en vejez  asumida por la apatía y ausencia de interés, De tal forma se fueron olvidando, como sus piezas de arte, vendidas o abandonadas.

Queda ahora entre sus habitáculos  la soledad y muerte de algo que tuvo vida.  Aparecen de tal guisa los castillo palacios  en su franca ruina y apenas se recorta su crónica desde la lejanía que es cuando se extingue su grandeza. Aquellos viejos castillos cargados de nobleza, sustantivados en adustas geografía, se muestran ahora abandonados, echados  al costal del olvido, sin ningún remordimiento de sus dueños, de sus comunidades.. Por el contrario  les asiste la llaga infectada de la abulia y acaso,  lo que es peor, vienen siendo pasto del abandono y el pillaje, de algunos  ignorantes atentos a hurtar las piedras que, gastadas por el tiempo, se resquebrajan, pues a saco se toman los castillos por esta turba de depravados que utilizan su oficio para sus propios intereses. Y por si fuera poco cabe que se vendan  a extranjeros todo un material de riqueza inconmensurable de arte que formaba parte del castillo palacio, como en el caso del de los Vélez, cuyo llanto amargo por su pérdida da constancia Domingo Lentisco Puche.

Y de tal guisa podríamos datar monumentos de esta índole por nuestra geografía patria, dar cuenta de lugares donde apenas se conservan  los rostros de su patrimonio, el valor de las piedras que forjaron su época dorada. De aquellos pueblos fundidos en el arcano de los tiempos que dejaron su palpitar en la historia de los moriscos que bordea los castillos de Almuñecar y Salobreña,  lúmen de un pasado sobre el que hay que profundizar.

EL POZO DEL ESPARTO  ( ALMERÍA).

En un paisaje bronco  y minero, una vez pasado Águilas, con sus playas paradisiacas, se llega  al pueblecito de pescadores El Pozo del Esparto. Pequeño y nutrido  pueblo de casitas  de viejos pescadores, junto a  chalets nuevos de ingleses que buscan lugares apartados e inéditos. Ofrece, sin embargo una playa  espléndida con el mar azul que el viento de levante trae aromas del  sempiterno mediterráneo. Lugar acogedor, sin duda para disfrutar de unos días de solaz; ofrece un contraste de paisaje; de un lado el latido agrio y recio de una tierra mineral que aposenta restos de un pasado que fue rico y que declinó hasta dejar estas tierras abandonadas por las que apenas se avistan unas casas en ruina.

Andar por la ancha playa es una invitación  para sentir la grandeza de la mar que nos transmite  energía y nutre de fantasía. El mar es un espacio de eternidad, ninguna huella habita en él a diferencia, como señala Proust, de la tierra, que nos convoca a constantes heridas y donde aparece el sudor del hombre que la trabaja. El mar es inmenso, purificado por el viento de cada día. Desde la orilla de arena ocrosa  se asimila el rumor de las olas que descansan en la playa. Desde  la terraza  del restaurante” La Frontera” cita de los vecinos, se domina en distintos ángulos  el paisaje marino con  el fondo de unas islas que insinúan  deleitables encuentros. Se está bien allí: es  fin del verano y todo queda  despejado.  Me gustan las playas solitarias, la arena sin las huellas de pasos incontrolados, donde se puede caminar  y mirar  en libertad completa.

Una playa es un repertorio de arena cincelada por el curso de los vientos. Es muy agradable pasear con los pies descalzos por sus orillas sintiendo el salpullido de las olas, esas que  ya no retornarán y que  nos traen la  leyenda del mar, aventuras de veleros que la cruzaron , de pescadores que perdieron sus vidas en ella dejando tragedia  en el hogar. La mar es así,  irrumpe con su fuerza irresistible o deja serenos remansos a la luz de la luna. Pero siempre  el azul marino es una respuesta a la necesidad del hombre  por  encontrar la serenidad. Pienso, mientras camino por esta playa,  en amores  pasados junto a su Cala Panizo que se recuesta en un recodo, donde se dan cita las almas de apasionados amantes. Una cala que hace brotar peñascos que se defienden de las olas reventonas,  por donde se expande la espuma blanca.

VIAJES DE INVIERNO.

DE NUJEVO JORQUERA Y  ALCALA DEL JUCAR.

Un pueblo es un lugar de alma, espacio de historia, argumento de relación social. El pueblo se hace con la mirada, se está con el alma, se busca para sentir la esencia del ser que lo habita. Cada pueblo es un episodio de cultura, enraizamiento. Nada mas coloquial, nada más humano ni necesario para recibir el aliento de la vida. En cada pueblo radica una verdad, un paisaje, una crónica, luces y sombras plegadas a la realidad.

Ir a un  pueblo es adquirir  otra dimensión, filtrarse en sus cadencias, lo que significa apropiarse de su mensaje que guarda como su mejor reliquia. De ahí la profundidad que mantiene, desde el más sencillo al rubricado por las espuelas de su historia galana. En un pueblo no hay nada feo, todo retiene su sentido, desde el portal de una vieja casa al poste que delimita una calle. Nada es inocuo, los vecinos hablan entre ellos, nos miran el modo de vestir, de llevar zapatos, de sorprendernos. Nada hay de malicia en sus rostros y además votan lo que se les dice.

Son personas de fe recibida, inocentes que apresuran sus pasos en los entierros y rezan al Cristo de la Sangre en una capilla de su inmenso templo gótico. Porque en el centro del pueblo siempre queda la iglesia con su torre con unas campanas memorables, y dentro un Cristo y la Virgen de las Angustias. Y se aspira a Dios en el silencio. Es el silencio de esta tierra castellana, Manchuela  de pueblo que bordean el Júcar, aldeas menudas de nombres árabes que tienen voz propia. Quedan calladas en el ritmo del rio, sintiendo su paso como el tiempo sobre los rostros de sus viejos. Son sucintas y anónimas pero conservan sus tradiciones, se abren al visitante y les dice que miren su paisaje, los farallones del río, sus riberas y caseríos.

Les indica que son lugares menudos pero grandes como el rocío de la madrugada y el frío de la noche. Aldeas acostumbradas a la nieve y el helado viento, al recogimiento y el paso lento que se encarama hasta el monte donde queda el templo. Es de torre alta de San Andrés en Alcalá para mirar la sierra, el castillo de Zulema ataviada con su propio martirio, las hoces fantásticas como catedrales de roca erosionada por los vientos de la eternidad. Entre Jorquera y Alcalá queda el eco del pasado, espectáculo de rio estrechándose en su morada, ladeando riberas de esbeltos álamos rasurados por el invierno.

Arriba, como percha de asidero queda Jorquera , hechura de Medievo, potente como una villa enraizada en su historia. Puede leerse allí mismo, bordeando el Júcar que es su sombra, asidero de presencia.  Sobre su piel terráquea se asoman las casas como moscas agarradas a la miel de su destino, sabiendo que forman parte del mismo, Se pueden contar desde el Mirador como un fogonazo que revela estancias de árabes y cristianos cuando en el siglo   XII sufriera ataques de ambos lados. Bien pertrechada entre laderas de rocas viscerales, se asoma con su templo renacentista de la Purísima conectando barrios entre calles estrechas que caen al vació como dicen las relaciones Topográficas de Felipe II  de 1589. A penas ha variado el paisaje, la fauna y flora, la roca despeñada de sus esquinas, ni el formato de caminos  que llegan a su vecina Alcalá patrimonio del Marquesado de Villena que domina, con su blasón sus dominios y deja labras  de soltura en las láminas de sus mansiones que nosm dicen que habitaron en estos lares viejos Corregidores lamiendo el águila y el castillo, signos de sus antepasados.

Puede que este cronista haya vertido sus sueños por estos parajes hace años de juventud cumplida, pues que cada vieja tiene lo suyo, que son múltiples vivencias compartidas. Cada vieja es una página sin escribir porque cada tiempo tiene su dignidad y orgullo. La denominada Manchuela  es un conjunto de caseríos en torno a Jorquera y Alcalá del Júcar, que es decir  el esqueleto de su geografía. Se trata de una zona geológica de vértigo, alucinante, extraviada y simbólica. Nunca se hace posible un paisaje de tal envergadura como al fundirse entre el follaje del río con sus hoces de gigantescas  rocas, piedras que el cincel del tiempo destruye en rotundos vértices, los escinde y ahueca en cuevas mitológicas que son habitadas, se presentan en su estado original trazadas con una arquitectura de ocasión Hasta tal punto que la hechura del camino se estrecha en dirección a las aldeas que bordean el río hasta Alcozarejos, donde se engolfa el rio y se mecen los arbustos de sus riberas ajadas por el invierno, y se adoban las casas blancas con las sombras de los álamos en  sus porches. Presencia anterior de la ermita de la Virgen de Cubas con el pastorcillo al que se le aparece  sobre una humilde higuera, como tenía que ser, junto al frontón del casar, lugar de diversión y juego.

Se nota en este trayecto la fuerza del paisaje, la vida de sus vecinos entre la humedad del río y las paredes gigantescas que los acoge, como si habitaran en primitivas chozas. Parajes estos que nos ponen en contacto con la naturaleza, con una tierra que conserva la potencia de sus bloques agazapados en sus esquinas, en relieves apócrifos y caprichosos donde la cueva honda perfila su silueta y da testimonio de la abundancia de anécdotas surgidas en etapas de beligerancia.

Queda ese misterio de rutas deliciosas atravesando aldeas y estrecheces cabe el río, que dejan amenos parajes en estancias de romances; como se elevan los caminos hacia la alta montaña en itinerario convenido para otear, desde una altura fantástica el caserío de Alcalá siluetando sus recias piedras montaraces pobladas de una fauna importante.

Es desde el alto de las Eras que el alma sucumbe ante la panorámica que se avista en el vacío  de vértigo que observa, como si el paisaje se elevara en densas y profundas expresiones, donde el color  ya no existe de tanta transparencia. Ni se auscultan las montañas o el valle en sus laderas inhóspitas entre las águilas reales, porque la mirada se estrella en el nítido esfumato de un azul incontenible, en tanto que el sol timbrea por los bordes cálidos de los surcos olvidados.

Las Eras es un pueblecito del Júcar casi inhabitado al que hay que ir para  enjuagar el alma con la luz de la tarde que es eco de valle y suspiro de la mirada. Luego, entre algunas casas desvaídas y solitarias hay que bajar de nuevo hasta la ribera del río, espejo de la historia del lugar, para llenarse de nuevo de la caótica  estructura urbana de calles y plazas, donde se refugia el corazón del solitario que  busca el encuentro con ese duende del pueblo que se retienen en sus zonas de esparcimiento, donde el agua suena junto al puente romano y se estira el templo eclesial en una línea de aguja celeste.

La Gila, Tolosa, Zulema dejan rostros de zoraidas entre los enrevesados caminos que llegan al espejo de las nubes ociosas que se posan en las cúpulas de los chopos, ennegrecidos por las sombras de sus ramajes. En Recuejo se aspira la humedad del rio con sus troncos recios de unos álamos  venerables. Nos ampara del trayecto en la mañana fría  y vemos sus casas blancas y el humo grácil de sus chimeneas. Un pueblo que es de vecindad, de ordenanza y bando que habla  de las quejas de la población  provocadas por la presencia de perros callejeros que inundan sus plazas y calles. Pequeñas anécdotas de un sentir popular que sabe vibrar con sus fiestas, gozar de sus veranos junto al espejo de su río . Un pueblo que es de la Manchuela,  donde se goza y vibra el alma.

Puede que  dejemos las moles de las escarpadas hoces del río ahozinado en su cauce de estrechura, que se alejen los meandros y los pájaros invada las  techumbres de sus cuevas.  Pero queda  el misterio de esta tierra estrangulada por la erosión mientras los templos de la Purísima y de San Andrés quedan luciendo sus vértigos  milenarios, faros de una fe de medieval resonancia. Porque se resiste a perecer la nomenclatura de su historia de resto almohace y lumbre de marquesado en el linaje del marqués de Villena.

Cabe que sigan sus labras en laminares casas de linajes oriundos, cuando no se agiten las mesnadas y cábilas en su derredor haciendo vidriosa la conquista y reconquista de estas tierras romanceras. Puede que todo haya sido un sueño de agua y piedra, plegaria lúcida de hallazgo de unos pueblos que huelen a precipicios, a peña vida y “ espantosos derrumbaderos” como dicen las crónicas, viejas Relaciones  de jurisdicción y romería. Ahora todo se sitúa en una nueva dimensión del recuerdo que acumula detalles e imágenes diluidas en el alma.

Enero de 2023

21 de enero 2023. Mañana invernal y luminosa de un enero que inicia su caminar y nada mejor que estar en Liétor, pueblo albaceteño escondido en la sierra mágica de Alcaráz. Villa santiaguista que sobrevive desde hace siglos enracimada sobre una roca, farallón que baja al río Mundo con impresionantes vistas una vez que se va llegando este pueblo que forma parte de los que se van vaciando por falta de trabajo, lo que es una pena. Caben distintos caminos para llegar a los faldones robustos de este pueblo, de los más bellos de España, pues que es interesante con anterioridad parar en el pantano de Talave, que fuera un caserío de aquel con una estancia de soledad y paz en un enclave muy pintoresco.

A la salida se da de inmediato con el pueblo en un tiempo en que apenas se avistan forasteros y los viejos del lugar salen a tomar el sol a los bancos de la plaza principal, donde queda patente la iglesia santiaguista y la hermosa fuente con cerámicas que representan escenas quijotescas, en especial las relacionadas con los molinos de viento,  un  grifo no para de desalojar el agua fresca que llena la fuente,  icono de ese espacio monumental.

No puede por menos el cronista que mojar la mano en el agua amansada y lavarse el rostro sintiendo el frío de ese líquido que hace las delicias de los estíos. Ya en las afueras se disfruta del valle inmenso con la hila plateada del río que se estrecha en su curso dejando riberas abiertas entre árboles de color bermellón, resecos troncos de álamos nemorosos junto a prados donde el sol juega con algunas florecillas violetas. la vista se arriesga a perderse entre los farallones que elevan el pueblo a sus cimas siluetando el recio muro de contención arabesco y el templo de San Juan  de la Cruz, convento de frailes Descalzos junto al enhiesto ciprés que lo avala.

Dentro del pueblo nos asombra la efigie del templo  de Santiago que conserva en su interior un retablo de Sistori que mucho tiene que ver con Liétor y que no podemos  disfrutar por estar cerrada la iglesia, en cuya fachada quedan todavía los nombres de los mártires de la guerra civil. Antes se vislumbra el Convento de losm Hermanos Descalzos, hechura renacentista  cerrado a su vez y que en su cripta conserva las célebres  momias de sus frailes y de mujeres con sus recién nacidos en sus brazos, acurrucadas, como si no quisieran apartarlos de su cuerpos.

Una vez nos los enseñó el dueño que poseía  la llave, que nos abrió el portalón carcomido por el paso del tiempo. La plaza insinúa diversas calles que parecen interminables, suben y bajan en diestras encrucijadas que nos llevan a recónditos rincones con vistas al valle donde nos sobrecoge el vacío, la luz clara que pinta las lomas y edificios pegados a la roca.

Como nos advierte de otra iglesia, ermita de Belén, que es un monumento que hay que mirar de cerca, su retablo y las pinturas populares que expresan  milagros  acaecidos en su gente, y siempre en la altura para gozar del espacio.

Caminar por Liétor  es estremecerse con sus vistas  desde sus miradores que dejan hielo en  alma, conmueve el espacio infinito de sus valles contaminado  por el color, los azules, grises y dorados que se funden con  el plateado surco del río Mundo que lleva el agua pura desde el nacimiento en Riopar del segura. Se afinca un rumor de milenios en sus piedras musulmanas, muros recios que contuvieron invasiones ´árabes, que aún  quedan como posos de un ayer y que consta en las Relaciones de 1579 de Felipe II, muralla restaurada por los Comendadores de la Orden de Santiago creada en el siglo XII.

Por el ámbito de  la villa se refleja el susurro de la Orden a la que el monarca Alfonsino le  otorga en el siglo XII su dominio,  asentando sus bases administrativas y de poder amoldándose sus moriscos y nuevos cristianos a su influjo. Sobre el viejo  Lietor ibero-romano se asiente el de la nueva piel   de la Encomienda, y comienza otra gesta. Habita el Comendador en su apartada estancia de soledad, bruma de valles y romances de lucha.

Es la obligación de la Encomienda reparar sus muros, abrir pórticos, en aras de defensa, a la vez que recoger las gabelas del vecino que ha de pagar el diezmo de sus  cosechas. Y bien que sufren  sus pobladores, nuevos cristianos esas  cargas. Todo ello forma parte de la ciudad que se restaura con nuevos vecinos desde el siglo XIV, que se ven involucrados por la Encomienda y el propio concejo.

Se va compactando la villa en su devenir, entre un tiempo santiaguista latente en su crónica medieval estudiada por  M. Ridríguez Llopis, tan ajustada a su documentación verídica; como en la delectación del concejo que se imbrica en su perfección atendiendo a la geografía  de valle que la adorna.

Y entre ello las mismas piedras doradas, envejecidas por los empaques del tiempo, aparecen sus fachadas del siglo XVI Y SIGUIENTES CURTIDAS POR LA SOLEDAD Y EL ENGRANAJE DE APATIA DE SUS GENTES, como indicando que fueron de noble calidad, que habitaron entre sus paredes hidalgos de resolución y economía, nobles caballeros cuantiosos que   inundaron las calles con su presencia altanera, perfilando sus caballos como signo de su poder.

Caballero  cuantioso dicen los documentos que eran personajes con bienes suficientes para ser tenidos en cuenta por el Comendador de turno sometido al Maestre, significándose de tal índole los que poseían una mínima cantidad de 30.000 maravedíes, que podían ser de 100.000, como en el caso de Lietor, que otros eran de menor calado. Y los había en estos pueblos santiaguistas, cinco villas de venerables ganados y sierras altas. Entre linderos de río y valle se estrujan los pueblos de nieve de estos pagos  curtidos de estrellas y romances. Solo entrando en ellos se arredra el alma y se piensa en su historia, esa crónica de sus piedras, portadas con blasones de nobleza. Queda en su intima gesta la mansión de portones renacentistas curtidos por el tiempo en la vieja casa del caballero cuantioso, como la fachada pletórica de Lietor del siglo XVI de Rodríguez de Escobar , y la de Sánchez Pastrana.

Quedan las calles y plazas, adarves que miran el precipicio, los portones de sus templos de vestigios eternales. Lietor para escarbar en sus entrañas, andar y andar, dejarse llevar por el valle irredento de hilas plateadas. Siempre se hacen los pueblos, se miman y a veces mueren por no verlos. Es la España vacía, sin hombres de lucha, sin nadie, solo el viento de los inviernos y el sol débil de los bancos de las plazas con rostros de viejos sepultados en su pasado.

¡Amanece que no es poco!. Queda el recuerdo de la película de Cuerda con la moto y los personajes untados de abstracción. Ya es bastante para los vecinos de estos valles de río fluyente, Lo sabe hasta el último forastero ingles que sale de una iglesia extraviado, quizá atormentado por la figura del Cristo  Roto. Aunque todo queda en la imagen de una moto y unos actores que pasaron por Ayna, Letur, Lietor y Molinicos.

Pero bien vale una película para volver a estos  pagos ilustrados por la naturaleza. Prados y  vistas de azul de cielo. Briosos pueblos santiaguistas de una sierra de encuentro.

21 de enero 2023.

FUENTE: CRONISTA F.S.M.

 

 

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