POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Dicen que en la isla de la Gomera hay un bosque ancestral que vive perdido en el tiempo. Encerrado entre la rocalla negra del volcán, las aguas saladas de un mar que no termina y un sol seco e inmisericorde, el viejo bosque canario ha aprendido a sobrevivir. Sediento de dulce agua de lluvia, de manantial que salte entre raíces viejas y retorcidas como el alma pútrida de un resentido fresno horadado, aquel bosque viejo aprendió a comer de un suelo pedregoso, a beber de un sol corificado y a perdurar en una naturaleza poco maternal. Fácil es perderse allí entre rama caída y raíz rastrera. Imposible encontrar el camino entre raigones y arbustos de hoja coriácea y leña lacerante; pegajosa y dulzona sabia emanada por brotes eternos que nunca florecen, que siempre están entre lo que son y lo que podrían llegar a ser. La bruma torva se acuesta entre los troncos grises de árboles cubiertos por musgo oscuro y empapado, cubiertos de barbas ora blancuzcas, ora verdosas, envueltos en la oscuridad que el agua en suspensión roba a un sol casi tropical.
Difícil resulta comprender el origen de esa agua imposible que riega hasta el empacho un bosque que nunca debió existir. Mas, si uno se fija bien, si deja la cámara a cubierto de la estulticia más superficial, llega a comprender que aquel guirigay quedo y goteante nace en las ramas de los árboles más altos y lozanos, en las anchas y mullidas hojas de cuanto crece en la vieja fronda gomera. Apartado de cualquier sensatez a la que un humano ignorante como el que suscribe pudiera agarrarse, se termina por descubrir el milagro de la laurisilva, el bosque milenario canario donde llueven los árboles, hastiados de rogar por una mísera nube, por un resquemor húmedo de fresca vida transparente.
Aún sabiendo para mi desgracia que la laurisilva está a una vida de distancia, hace unos días me sentí en mitad de aquel fragor irreverente, donde el árbol se rebela y el agua corre por las nervadas hojas en carrera imposible hacia un suelo mullido de negro lodazal. Caminaba este humilde Cronista a la zaga del Sr. Bellette, cuya espalda suele agigantarse a medida que el tiempo se contrae y el camino corre hacia el infinito. Pasado el Salto del Corzo donde nace el arrastradero de la silla de piedra para un rey sin corona; dejando a un lado el carril del pino que engendró la garita y la vereda que sube hasta el raso donde un tronco seco y raído mana agua celestial y los ganados estabulados se deleitaban con el cervunal fresco atiborrado de rocío veraniego; más allá de los tiesos pinos que llevan a Navalasviudas, cuna de la madera más recta, el tronco más grueso y la savia más amarga; justo allí donde el paredón que frena la roca suelta se cuartea carcomido por todo lo que crece enmarcado en un paisaje de aguas cristalinas en devenir adolescente interminable sacado de un sueño de Turner; justo allí, digo, donde el camino se estrecha entre cascajo suelto y lacerante y la caída hacia Prado Largo te hace sujetar las expectativas de vivir un día terrible, vi el milagro de los árboles que llueven.