POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS).
Festejamos la Navidad cada año como si fuese un simbolismo de la abundancia, más que una celebración para reconocernos interiormente con nuestra genuina esencia existencial.
Más allá de la historia y de los mitos, al principio de este incomprensible encargo que llamamos vida, cuando somos niños o adolescentes deseamos cumplir años deprisa, todo lo contrario de cuando llegamos a la madurez, y -mucho más- a la vejez que ahora llaman “tercera edad”, cuando no nos importaría que el calendario se parara.
Es cierto que el tiempo debe continuar dando ocasión a que la inexorable ley de la vida siga su curso, como fue siempre, aprendiendo a comprenderse y a soportarse.
Casi todos los amores se extinguen con el tiempo, tal vez perdura solamente el amor propio, esa especie de salvavidas que nos mantiene a flote en los naufragios, el que nos ayuda a seguir estando y transcurriendo.
Sería imprescindible reflexionar en cada Navidad -lo mismo que en cada cumpleaños- sobre el llamado amor propio, que no es un capricho ni una aventura, sino un sentimiento a modo de remanso que emana ondas crecientes, el centro del eje de la rueda personal, el ojo inmóvil del huracán, como único camino de llegar a los otros.
Parece una contradicción, pero no lo es, porque obra de acuerdo con la Naturaleza y porta un destino intransferible.
Ningún poder lo instituye, ni lo obliga a cumplir, puesto que es previo a todos, a modo de aspecto perfeccionado del instinto de conservación. Nadie te ordena respirar o pestañear, por ejemplo, igual que se afirma que la caridad bien entendida debe empezar por uno mismo. ¿Cómo vas a dar lo que no tienes o no valoras?
De ahí al precepto cristiano de amar a los demás como a uno mismo, porque si desaparece este segundo amor, se queda el otro sin modelo.
Hay etapas de la vida en las que el ser humano es pura esperanza o puro desánimo. Son la infancia y la vejez, pero -muchas veces- en ninguna de las dos, la cabeza y el corazón funcionan a la par.
De hecho, el ser humano es caedizo y efímero, con muchos sabores agridulces en la boca, siempre expuesto a ese invierno donde no podremos elegir lo que nos ha de doler, ni la intensidad del dolor, ni el modo de sentirlo. Estamos demasiado expuestos al invierno…
Navidad siempre invita a pensar en la vida como una deidad bifronte -a modo del dios Jano de la mitología romana- como un arma de dos filos, que protege y que hiere.
Así, hay edades y seres humanos para los que el anochecer es el mejor momento, cuando la noche -con misericordia- se deja caer sobre todas las cosas, dado que la luz llega cada mañana, pero sabe que no puede quedarse, porque naufragará en el horizonte de cada atardecer.
Cierto es que, sin necesidad de invocar al Sol -como hicieron en siglos pasados egipcios y aztecas- no les queda más remedio que resignarse, porque a la mañana siguiente llamará de nuevo la luz y contagiará el paisaje con su alegría.
Salgamos cada Navidad en busca de nuestra aurora personal, como si fuese una criatura grácil, sutil, impasible y rotunda, tan imperturbable como el propio destino que nos sugiere la aceptación y el valor del amor propio, ese que solo depende de nuestra voluntad para querernos, cada uno con su físico, carácter, actitudes, personalidad y comportamientos.
FUENTE(Este artículo lo publico hoy en los 40.000 ejemplares gratuitos de “El Fielato-El Nora”)