POR CATALINA SANCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO PINILLA CASTRO. CRONISTAS OFICIALES DE VILLA DEL RIO (CÓRDOBA)
“ Soñé que por la mañana estuve en el pueblo y subí al Monte Real para ver a unos hombres que estaban trabajando en la limpieza de las hierbas que rodeaban los pies de los olivos y en la revisión de las tuberías del riego. Que anduve bastante rato sobre un suelo salpicado de piedras y terrones mirando cómo estaba la arboleda y la cosecha que tenía colgada, y me satisfizo sólo a medias, aunque como dice el refrán: “una aceituna por san Juan son ciento en Navidad”. Se refiere el refrán, a que en esas fechas la aceituna es pequeña aun y no se divisa bien entre las hojas y por Navidad, el fruto ya maduro sale todo a la luz.
La andadura larga y duradera, interrumpida en intervalos de espacios cortos por las paradas para examinar el repilo, comprobar si existía palomilla sacudiendo ramas, ver los agujeros de roedores, etc., por suelos incómodos, aterronados en planicies y en suaves pendientes, llegó a producirme cansancio muscular en algunos momentos y también despertó mi estómago de tal forma que entre las claras de los olivares avivó el apetito.
El regreso a Córdoba en coche por la autovía se me hizo corto, pues llamaban poderosamente mi atención los floridos arroyos de adelfas rojas, blancas y rosas que hay en muchos kilómetros de la mediana, así como los paerones y las lindes de los badenes, que se ofrecían plenos de salpicadas plantas florales: paragüitos blancos y amarillos, carregüela rosada, avena loca plateada, campanitas moradas, vinagorros, tréboles, cardos secos con los cuellos largos y la cabeza llena de erizadas púas, etc, y su contemplación reducía la velocidad de mi vehículo. En el trayecto de Villafranca a Los Cansinos, antes de remontar y después de bajar el cerro Las Cumbres, a la derecha, en el campo deslumbraba por su belleza, una alfombra de girasoles en flor con los centros oscuros de sus panochas redondas orlados de amarillo en todo su esplendor sostenidas sobre rectas plantas verdes, uniéndose la vegetación entre Los Cansinos y Alcolea con plantaciones jóvenes de maíz y de algodón, y con alpacas rubias de paja de trigo y cebada, con trabajadores sacando y enjaulando ajos etc., lo que producía una saludable quietud que añadir a la mañana y al sonrojado color que había tomado mi rostro del sol durante los desplazamientos entre las claras de los olivares.
Continuaba mi sueño: llegué a casa, guardé el coche y después de una tibia ducha me dispuse a comer. Después de pasar la digestión y los efectos de la comida de al mediodía no fui capaz de referir fidedignamente el estado deleitoso en que quedé así que el relato, lo dejé para el día siguiente.
El entremés, fueron unos langostinos cocidos puestos en un plato ovalado sobre el mantel de blanca tela rameada y una jarra de cerveza fría, que consumía mientras se colocaban las servilletas, tenedores y cuchillos en la mesa y en la cocina terminaban de freír la comida. De allí salían una mezcla de olores que llenaba la casa, por lo que las puertas de las habitaciones no utilizadas estaban cerradas, y la comida debía hacer esperar todavía un rato al estómago, por lo menos hasta que se terminaran los mariscos.
Mi hijo no pudo esperar más y fue por su plato; al poco rato llegó el mío y se completó la mesa con tres platos redondos de cerámica blanca y borde dorado, igual al número de comensales, despidiendo un exquisito olor a cebolla y patatas alargadas fritas y a chorizo y huevos de gallina fritos en el mismo aceite.
El plato de aquél día con patatas, cebollas, chorizo, huevos, ajos y aceite fritos, merecen figurar entre los platos más selectos de un hombre con ganas de comer. De entrada ya el olfato y los ávidos ojos lo consideraron apetitoso: ver relumbrando en el centro de un plato dos huevos como dos soles con sus centros amarillos y aureolas de plata sobre palillos de patata dorados que dejan entrever la cebolla frita y las rodajas del rojo chorizo, es el delirio.
Así que la consumición del guiso no se hizo esperar, comencé con algunas patatas fritas crujientes cogidas con los dedos, que me hicieron soplarlas del calor que llevaban; siguió la inmersión de un pequeño trozo de pan con corteza en la yema de un huevo para tomar un sabor separado y al romper la hálara que la envolvía propició que se desyemara por encima de la clara y de las patatas, dando vida a un bello paisaje culinario digno de los cuadros de Murillo. Después mezclándolo todo en amalgama se formó un revuelto de colores con los productos mediterráneos, de sabor difícil de explicar.
Entre sopa masticada y sopa por masticar, un trago de cerveza fría y una aceituna sin hueso me envolvía el sentido y parecía que flotaba en algodones, haciéndome hasta cerrar los ojos, lo que me hizo pensar que al final el vientre llegaría a tamborearme, y así fue, se puso redondo y duro, lo comprobé por los manotazos que me di en el ombligo, que rebotaron como pelotas de pim pom.
De postre un vaso de gazpacho fresquito me entumeció del todo los sentidos del paladar; de bueno y sabroso que lo recibí, me recreaba tanto el sentido del gusto, que, parecía me hallarme en un edén bebiendo el maná de las estalactitas en sus cuevas.
Yo no se, si Salomón en el esplendor de su gloria comió tales manjares. Ni si Popea o María de Padilla en sus baños de leche de burra experimentarían semejantes placeres a los que un mortal como yo vivió aquél día.
Dando por terminada la consumición me tendí en un sofá, pero considerándolo incómodo para dar satisfacción a tan gran placer, me fui al dormitorio y me extendí tan largo era en la cama, en estado supino. El sueño no aparecía y mientras pacientemente lo esperaba estuve pensando en la gran cantidad de recetarios de cocina que hay, pero cocineras que se guíen por su olfato y por la vista son menos numerosas, aquéllas que saben combinar unos aliños con unas vituallas y obtener un plato de comida para chuparse los dedos, escasean.
Después Ipnos se apiadó de mí, me acurrucó en la almohada, me cubrió con las sábanas y me devolvió en sueños la andadura mañanera por entre los olivares.”