POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA DE ALCANTARILLA Y FORTUNA (MURCIA)
La profundidad de estos habitáculos que nos llevarían a épocas arcaicas, nos revela la rotunda dimensión de lo que han sido y aparecen. Son cordilleras que delinean alfoces diversos entre Alicante y Murcia, destacan sus sierras amuralladas en los llanos de la Murada colindante a Abanilla, o la Tierra “Colorá”, dejan matices de signo volcánico en las crestas de las sierras que bordean al Agudo y el enigmático Zulúm abanillero: rostros de un trasiego pastoril, por donde se da libertad a las águilas y se nota la altiva figura del bandolero portando el trabuco y la aventura.
Uno reconoce en sinceridad completa que el paisaje de esta zona del sudeste regional abunda en encuadres paisajísticos que dejan huella en el artista y geólogo, asidero de citas imborrables que quedan en el ánimo del poeta solamente comparable a las emociones de los poetas ingleses del XVIII, que como Coleridge consolidan una forma de ser estética, que naturalmente y con sus variantes pueden cotejarse con las emociones que nos dejan estas cumbres violetas del paisaje que se dispara entre Molina de Segura y Yecla. Tan solo se presiente a nivel personal cuando se abren ante la mirada hermosas vistas desde ángulos diversos.
EL PAISAJE PROTAGONISTA.
El sol es el protagonista de estos parajes mitológicos que se dispersas, acogen la soledad absoluta de su pasado. En esas tierras desterradas, en las heredades sin el ajetreo de vida, queda el otro mundo del hastío, donde todo calla y a la vez deja su testamento enternecedor. La tierra habla por sí misma cuando se la conoce, ya lo dice Azorín vagabundeando por el entorno de Monovar. Es lo que nos sugiere lo que se ama y busca. Un paisaje de estos lares con la montaña, la rambla y la casa arrumbada, nos dice mucho. Tan solo hay que ensimismarse, que es acercarse a sus recodos, mirar el claroscuro de sus habitáculos desvencijados, entrar en su espacio y ver sus paredes rociadas por el tiempo que en ellas ha transcurrido, fijarse en los restos que nos ofrece: esos instrumentos con los que el labrador trabajaba de sol a sol, puede que demos con un arado, acaso con una vertedera o con el horno donde se olía a pan y Navidad.
Es posible que el interior de la vivienda abandonada se descubra una vieja fotografía con rostros de una familia que vivió en añosos tiempos pasados. No hay nada más profundo y mágico como la mirada de esos hombres y mujeres que parecen mirarnos, como incitándonos a que todavía continúan allí; que ese destrozo, esas ruinas forman parte de sus almas y conviene que respetemos esos habitáculos que son pasto del abandono.
¡Cuántas veces hemos dado, en nuestros viajes, con instrumentos campesinos, viejas fotografías, almanaques arrinconados entre las piedras que nos han señalado algo inédito y sublime!. En ocasiones son ropas usadas, mesas y sillas de esparto, como si allí estuvieran en un estrafalario museo de cosas descartadas. Hemos topado con veletas pergeñadas por viejos herreros con un gallo o un pavo real, tenazas y vasijas rotas que después, al restaurarlas forman una pieza de valor incalculable. O nos ha asombrado el blasón sobre una pared con inscripciones dieciochescas, o láminas de imágenes sagradas, ¡Cuantas emociones dejadas en esos lugares!.
Bueno es peregrinar por estos parajes donde el mojón hallado nos informa de que había vida en esos alifafes, donde los caminos informan de cuitas de pastores llevando su rebaño a zonas manchegas, puede que una ermita envuelta en esa melancólica belleza de ruina, donde la pared se restriega con la madreselva embriagadora, nos hable al corazón, nos señale un proverbio, un salmo del Pastor llevándonos por los senderos de justicia, dando muestras de su amor y misericordia. Es un goce infinito dar con lugares donde había vida propia, se nacía y era sepultado en el añoso cementerio que aún se observa junto a la carretera recién asfaltad por donde se transcurre bajo las cenizas de ese minúsculo Camposanto que se detiene a la salida de la Cañada del Trigo, donde amarillean los campos y se respira paz evangélica, se advierte ya el legado de sus primitivos pobladores que lucharon por la villa donde sus huesos forman parte de su crónica de campana madrugadora, de calle estrecha compartida.
Ahora, cuando pasamos por la aldea en horas crepusculares se nota el latido humano contenido en la torre de la iglesia cerrada, en la luz tibia que pinta de ocre los tapiales de sus casas donde se ven figuras de abuelos tomando el escueto viento del estío que llega del Carche, montaña azulada y mágica, icono de estos lares quedamente recogidos. Da cierto regusto observar la vestimenta de esta gente, el ropaje negro de las viejas que conservan el luto por sus muertos. Como llenarse de esa gran sencillez de sus menudas calles doradas, ver a sus vecinos conversando en sus portales cuando ya el sol de justicia les deja el consuelo de la conversación.
Hay como un estremecimiento en el pueblo, un pequeño trajín de juventud en sus pocos jardines donde unos guiris descansan. Cañada del Trigo referencia de aldea entrañable con sus muros solitarios agotados por el silencio. Queda la calle sin el rocío del agua. El sol en las esquinas y portones cerrados con el viejo que transcurre con su cayado, pensativo. Es el hombre de aquel balcón de Azorin matizando tiempos de juventud. Todo en la Cañada del Trigo es de chimenea quieta y soledad de tapial. Es de lánguido árbol de la plaza que no espera nada, de casa cerrada y de inviernos cercados por la ausencia.
Y es el paisaje de sierras azules de las estribaciones de la Pìla, por donde se ocultaba el bandolero que aún se recuerda, Jaime El Bzarbudo trenzando épica por sus caminos. Tierras de trigales amarillos que son de trazos de Van Gogh. Y la eternidad en esas horas que traen sombras a los caminos que se van apagando. Uno en esos instantes anhela acudir a la ermita y mirar las imágenes, el altar barroco deslucido, el último confesionario de los abuelos que yacen en el cementerio, escuchar sus campanas..
Uno desea sentir ese espacio de teología sin límite, soñar entre rezos de la niñez y salir reconfortado. Tan solo queda la ilusión de un hombre vestido de asombro junto al árbol de siempre, con sombra y todo. Y el vecinal camino que sigue hacia un paisaje llano. Siempre encontramos caminos nuevos, encrucijadas cervantinas que alegran el ánimo, puede que en alguna casa abandonada se respire el aliento del pasado, cuando los pájaros se acercan a las chimeneas del hogar. Paisaje este de llanura que topa con el caserío contaminado por la presencia del guiri que busca la pitanza para satisfacer su pantagruélica panza, se les puede ver en tabernas luciendo sus risas emigrantes, sin fuste ni gracia, pero se agradece su presencia, que se lo digan al pobre tabernero de inviernos lacerados.
El paisaje tiembla en la atardecida con las violetas gamas de los campos, apenas unos almendros disecaos por el calor y matorrales cansinos. Pero da gusto auscultar las vistas que aparecen desde la soledad de la montaña que se escapa de su alfoz. Nos hace templar gaitas en pos de sus menudencias, sacudirse el polvo a través de sus cañadas ya de pitiminí. Tan solo nos sostiene el vicio de mirar, señalar límites, claudicar ante la belleza del lugar.
Solo el deleite de los contrastes de color como pinceladas diversas trazadas en un lienzo suelto, tan solo intuir la síntesis de una geografía sin aditamentos de erudición. El paisaje se siente y se vive desde el mismo soporte de tierra, nos deja una alegría que se enerva con nuestras asociaciones personales. Nos da aliento y vida misma que tanto se necesita. Y en ese reducto ancho de heredamientos, en esos prados allende la Cañada se arrebujan aquellas cuitas de los labriegos sembrando y recogiendo sus cosechas, se alarga la mirada hacia el pasado requiriendo la bondad de un tiempo pasado donde el labrador gozaba con su familia, se atemperaba a los momentos de ocio y sensaciones de los días fluidos entre el trabajo y el juego.
Como niños se estremecían ante el inicio de la mañana, cuando el astro rey iba dejando sus tonos suaves sobre las montañas lejanas a los crepúsculos sagrados que dejaban esperanzas en sus almas. Y siguiendo a Aristófanes se emulaban las viejas costumbres de los griegos imbuidos por el amor a la naturaleza, se vivía entre el sacrificio del trabajo y el goce, se disfrutaba con la siega y recogida del agua en el pozo, aquellos trayectos con los bueyes arando la tierra, la espera de la cosecha y bendición de los campos por el sacerdote. El hombre se enrolaba en el misterio de la tierra forjando himnos a sus dioses, utilizando las fuentes como citas con las ninfas en ceremonias relacionadas con la abundancia y la fertilidad. Se buscaba la paz en sus horas de descanso y celebraban fiestas en honor a Dionisos. Aquel hombre tan joven como sus esperanzas vivía en alianza consigo mismo y veía en la tierra la sustancia de su trabajo familiar.
Por estos pagos de llanura y escueto caserío la imaginación va apurando estancias de otrora época, nos aportan la lentitud del tiempo que parece ha dejado de existir. Todo está aquietado, sin el trajín de los días henchidos de complacencia. Nos dicen estos llanos que amarillean en tonos decadentes, que antes estaban agitados por las canciones del campesino, que donde se encuentra el silencio, donde apenas llega el rumor de las cercanas sierras, se asistía a un festival de encuentros entre pastores y se traía de las lejanas montañas el sabor de los vientos de las tardes, el sonido de los bosques remendados con el aire de las mañanas.
Y no se necesitaba otra cosa que el descanso de la noche, consuelo de la fatiga corporal. Solo el hombre vestido de campesino pendiente estaba del cuido de su ganado, sus vacas arrimadas al establo, preocupado por la enfermedad de los animales. Solo se lamentaba de los malos días de lluvia y nieve, pero tenía fe en su actividad, como los griegos y romanos entre los instrumentos de su laborar. Se unían con sus vecinos en ocasiones festivas y se rezaba al santo patrón emulando las fiestas paganas. Se esperaba a la siega y se cantaba y bailaba al son de la guitarra y pandereta. El hombre era feliz, no precisaba nada más que el aliento de la familia, sus hijos crecían en la paz del terruño. No se necesitaba más que esa alegría por el trabajo y tener su conciencia tranquila, que ya era suficiente con sus penas, con la muerte de sus seres queridos.
EL CEMENTERIO DE LA CAÑADA DEL TRIGO.
Quien se acerque a estos terrajes abandonados apartados y tan cercanos, puede que tope en ruta hacia la Torre del Rico, con un tapial envuelto en el silencio del pequeño Camposanto que conserva los restos de sus vecinos. Puede que de pronto de con la muda realidad de la vida que ha llegado a su fin y pare sus pensamientos en meditar un tanto. Aunque cabe que el peregrino siga sin darse cuenta de este recinto donde se otea entre sus tapias un ciprés que llora a los vecinos que han pasado a otra vida mejor.
Se quiebra el paisaje ahí mismo junto al camino de la vieja trashumancia, donde las heredades retienen almendros inflados por la carencia del agua. En su contorno se aprecia unos olivos de mensaje bíblico y acaso todo es polvo, como el que guardan las tumbas de los muertos, allí, en el sitio de su nacimiento y fin, en el lugar donde quisieron yacer después de cumplimentar su larga vida. La cancela del cementerio está cerrada, se abre de vez en cuando al tocar a lamento la campana. Aquí se alarga la vida, algunos ancianos mantienen con dignidad sus más de noventa años. Los vemos sentados en las puertas de sus casas, sin la compañía de los nietos, que ya han crecido y están en otros lugares. El anciano va con su bastón, anda encorvado, se sienta en la silla de cada día sin otro oficio que dejar pasar las horas. En tiempos hablaba con el campesino que me acogió una tarde en esas horas de atardecida. Conversamos sobre su vida, cuando fue a la guerra o llevaba a sus ovejas a la Mancha pasando por la Torre del Rico, donde se encuentra el silencioso campo de escuetas sendas. Aquel hombre queda en la mente, ya es un recuerdo, acaso yazca en una de esas tumbas donde el sol agrieta su recuerdo.
Ahora miro sus pobres casas calladas, sus callejones de otros llantos sinceros, y creo que por allí se destaca su figura; la de aquel viejo encorvado. Ya el escritor va declinando en una edad que periclita y puede que sobrepase la edad del viejo amigo, aunque se tenga energía para seguir trotando, degustando el vaho de otras singladuras.
Solo que esta vez la melancolía deje emociones las emociones en el alma en esos instantes de soledad. Desde luego se puede decir que el paisaje es la voz que llevamos dentro de nosotros, nos intriga y enmudece, se nos abre el corazón y penetra la nostalgia al dar con este corto trayecto, apenas un camino de unos treinta metros donde se contiene un ciprés y una tapia preñada por la luz del crepúsculo.
Es el instante, la hora sentida con ese tapiz dorado de la tierra y el amarillo delatando su misterio, su añoso perfil que nos sumerge en viejos recuerdos, nostalgias que fueron realidades en otro tiempo, sin las heridas y mudanzas que el tiempo provoca. Surge la necesidad de traer a colación aquellas preguntas que nos hacíamos y las respuestas recibidas por la gente de estos andurriales que saben a pan y vino de apartada bodega, acaso de la ubicada en el paraje anterior de los Gabrieles, pueblo agarrado a otros linderos foráneos.
Puede que nos inunde el clamor del pasado momento ya vivido, que nos bulla en el corazón imágenes de unos rostros vibrantes que ya no existen y que sin embargo nos dejan gratas sensaciones. Es en verdad todo ese repertorio de añoranzas de un tiempo que se fue y no vuelve lo que vamos entonando en nuestro caminar. Acaso ello nos deja escenas de un romanticismo que salpica estancias gratas vividas a la sombra de la torre moderna vecinal, puede que aquellas experiencias nos den fórmulas para narrar lo que es el paisaje y el tiempo, lo que en realidad somos nosotros, humanos que estamos abocados a transitar simplemente por este espacio de vida, aunque no sepamos lo que es el tiempo, quizás el pasado atado al ahora, acaso sea la luz dorada de estos campos que avanzan a la noche.
Pero allí queda ese refugio de personas fallecidas, de mujeres y niños, hombres pegados a la tierra, sin ya sudores de trabajo. Allí quedan las almas de sus antepasados junto a la iglesia donde el cura deja sus prédicas cada domingo, donde un humilde confesionario cita a las comadres a delatar sus pecados, como ha de ser. Allí en ese espacio recogido junto al camino empolvado tan solo se nota el silencio, las cruces desgastadas por el curso de las horas que apenas se notan.
Plácida bondad de la tierra. Secuela de oraciones agarradas al vientre del dolor de quienes dejaron a sus seres queridos. En una ocasión el campesino se quedó solo como un mogote de piedra, hito acostumbrado a la muerte. Una vez la mujer estampó su lágrima en la tumba recién dispuesta para guardar el cuerpo, que no el alma del esposo. Y el silencio alumbró los huecos del olvido.
Nos parece que en este pasadizo a la eternidad, cumbre del adiós, recoge la verdad de la aldea plegada de viejos entusiasmos, alegrías vividas y tristezas prolongadas. El cementerio resume la autenticidad del ser que habita el mundo, quiere dominarlo pero se estrella con su propia calavera que baila una danza de eterno miserere.
OTROS CAMPOS
El peregrino avanza necesariamente para no escurrirse entre fogonazos de melancolía, y ha de seguir atravesando el sendero minúsculo que abre nuevos llanos, paisajes de anchurosos encuadres que miran a la montaña del Carche, recia mole que en los atardeceres se viste de azules infinitos. Otra panorámica abre los sentidos y hace que se recorten los predios arracimados al faldón de una loma en cuya cima aparece una torre cuadrangular, a la que llaman Torre del Rico.
Nos acercamos a este casar olvidado al que hay que ir expresamente, que conocemos por otros encuentros de encanto. Cae lánguidamente la tarde aunque hay luz suficiente como para apurar el signo de las piedras acartonadas del pueblo con sus viejas casas, sus calles cerca del jardín reformado donde unos críos juegan, y en una esquina aparece el bodegón con guiris degustando el vino de sus vides. Están prietos de licor, sus rostros advierten esa serenidad y esa jocosidad ficticia que no oculta sus vicios anteriores. Pero al menos parece ser que dan un poco de vida a la aldea tan apartada del mundo. Es posible que asistan a esa soledad acostumbrada de un pueblo agotado en apariencia, acaso enclavado en sus tradiciones insólitas. Nos asombra la ingrata opacidad de sus tierras resecas por el vicio de soledad, prietas y enjutas, solemnes lienzos abortados. Y sin embargo cada vez que acudimos a su silencio intuimos la grandeza de su crónica apenas perceptible.
CONTINUARÁ…
FUENTE: EL CRONISTA