POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA DE ALCANTARILLA Y FORTUNA (MURCIA)
Casas rotas marginales a la carretera, piedras consumando exilios; sus calles apenas entrar en sus dominios indican que hay allí algo inédito. Nos embriagan esas sensaciones que exhalan sus minucias, paredes carcomidas, balcones y portales encarcelados, sin miradas. Todo queda aparcado en la soledad del estío que hace mudar las cosas. Pero hay ajetreo en algún jardín y el personaje apócrifo se anima a salir de su aposentamiento baldío. Nos encaramamos a una loma ausente y allí, en un esquinazo queda empotrada una era de viejo grabado. Una tapia oblonga deja cuitas de vacío. A la puerta de una calle un hombre medita, nos mira y sigue. Al fondo se domina la silueta de la torre del Rosario en un entorno feo, aburrido, sin salsa. En verdad es un pueblo atormentado por la abulia, tan solo rota por la presencia de unos críos que andan descarriados por un jardín, único lugar de asueto con un árbol ceñudo.
Se presiente el anonimato, aunque cabe una revelación en su pasado asentado en la cuadrada torre que se domina apenas entrar en el pueblo. Es su principal documento renacentista que impone ante el `páramo de un paisaje llano, una inscripción en altura del edificio deja claro que la construyó un tal Antonio Rico. Rotunda secuencia, nota de violín transmitiendo sones selectos, anunciando que el pueblo no es abúlico, que tiene mucho que decir, que ya se ha escrito lo suficiente de sus viejos moradores cuando la población era de moriscos trabajadores de la agricultura, de su raigambre cristiana, de su pasado en manos del marquesado de Villena. Nos advierte que todo ello ha dibujado la identidad, el rostro del pueblo incluso que sus rencillas históricas entre castellanos y aragoneses dejan un foro de dialecto tan distintivo como singular.
Sucede eso en la necesidad del poder en arrebatar término municipal. Sobre la historia de los pueblos quedan razones inéditas pergeñadas por la irreflexiva ambición de los regidores Y circunscritas al momento del amojonamiento de sus términos, lo que deja flecos oscuros en sus ademanes, a la vez que nos instruyen de los intereses de quienes en momentos históricos rigen sus destinos.
Deslizándose por esa línea que va del templo a la torre, nunca abierta, se desliza un sabor de crónica vieja, como archivada en legajos nunca echados a perder, que nos hablan de sus vivencias, momentos vitales de los habitantes que fueron delatando su vida a través de los siglos XV y XVI, que es una forma de decir que la Torre del Rico posee más importancia de la que se observa .Es suficiente acercarse a sus piedras, otear desde el monumento el valle, los campos aturdidos hace siglos por la presencia de bandoleros y gente de mal vivir. Faro era la torre para le llagada de forasteros, incluso de quienes procuraban verter la discordia entre su gente. Nos gusta ver de cerca las piedras de la fachada, rodear su mole y mirar el valle a sus pies.
Y allí el ancho paisaje que invita a seguir por los hinchados radios de soledad hacia alguna parte. La tierra se estira en sequedad prolongada y se van acercando las últimas luces que ponen melancolía en el alma. Andar por estos parajes es resolver dudas ante el silencio de las heredades, la queja de la casa sin habitar. Los senderos vagan entre límites desgarbados, se separan en trances inéditos. Volver la mirada es dar con la silueta de la torre que aparece distinta, delinea un contorno de viejo grabado de ilustrador que apura la silueta anacrónica del momento. El pueblo se siente como una vista de crónica medieval y renacentista donde el Señor trata con el plebeyo, donde la soldadesca defensiva impone su relato en sus funciones defensivas. Y el campesino queda en el recuerdo de las actas concejiles, en las anécdotas que los mayores retienen, nos dicen que hay tradiciones en su haber desde sus esenciales festejos de la Virgen del Rosario que transportan desde la torre a la iglesia; de sus tradicionales juegos y el Auto de la Pasión que trazan sus hermandades en el tiempo sacro. Desde la lejanía se condensa la síntesis del pueblo, aquellos renglones inéditos que sus vecinos conocen, menudencias de la vida diaria que forman parte del paisaje, este que impone por la soledad y la recia solemnidad de sus colores.
El camino mantiene sus encrucijadas, hace que nos detengamos, dudemos hacia donde dirigirnos aunque no de continuar en dirección a Pinoso, territorio jumillano que colinda con el Carche. Puede ser por esta zona inédita, inundada por aldeas que conducen al pueblo de las Encebras siguiendo acostumbrados parajes, la mayoría integrados por mansiones ruinosas que despiertan la curiosidad. Hay que marginarse de Pinoso con su alta torre y remansadas calles solícitas al encuentro y darse cuenta, como decía Azorin que este no es el pueblo de semblanza tétrica..
No es un despropósito afincarse por los laterales de la Torre del Rico eligiendo espacios de belleza aún en la terquedad de estos terrajes aparcados en el silencio. Cabe entroncar con un paisaje de montaña, montaraz, de peñas y refugios que consagran milenios de avatares, donde el labriego enfocaba su vida en atenciones pastoriles, su campo de acción era la montaña que conocía, respetaba y amaba. La sierra del Carche es, como la de la Pìla, icono que marca la identidad de un paisaje. Bien que lo dan las diversas montañas que dibujan el amplio contorno de esta comarca que desde Fortuna va al más hondo Altiplano, zona nororiental que enriquecen el panorama, lo embellecen cuando los rayos de sol pega en sus moles, unas restregando las nubes o empecinadas en mostrar su macizo rostro de mineral. Escarban sus picos en líneas arquetípicas que se van alejando hacia términos alicantinos, como las que bordean sus faldones entre ramblas disecadas por el clima. Quedan como faros para el viejo pastor que tiempos ha acudía con su rebaño en cañadas acostumbradas a la soledad. Las vemos en nuestros viajes cada vez distintas, vestidas con gamas ocres y amarillos, de vez en cuando olfatean la lluvia y se visten de grises claudicantes, las más quedan reflejando su estirpe de geología visceral. Pero están decorando el paisaje más ancestral posible, tan inmenso como característico al que se acercan geógrafos y estetas iluminándose de su hermosura. La Sierra de la Espada, la Pila, la Luga, el Carche componen un relieve al que nos acostumbra la mirada, dejan sus siluetas en miradas prolongadas que no se resisten a participar de su metamorfosis plástica a medida que el día impone su colorido, como si recogieran la luz que en cada instante el sol va cincelando su contorno.
Las sierras señalan algo inédito que tan solo la mirada sensible recoge, asimila para el goce personal y en sus trayectos dejan formas y rasgos que identifican a sus pueblos comarcanos que se mantienen a piedemonte, y es que ya lo hemos dicho otras veces que la montaña, la loma, el montículo deja su impronta en el hombre que lo habita sea de este u otro lugar. Pero es que merodeando por los caseríos de la Hurona, El Rellano ,el mapa nos sitúa en tramos y ramblas que imponen sus versiones típicas, trazan sus rasgos de auténtico Parque que conserva una mitología muy rica en minerales, fauna y flora. Deslizar la mirada hacia la rambla de la Poza es realmente sublime, en el término kantiano . Son vistas inéditas y siempre acogidas con goce exquisito que nos hace olvidar la fealdad del mundo y llenarnos de esa mística de la naturaleza, ese ideal que se funde en la misma y que nos hace saber que en el ser humano radica el orden y lo bello. Lo dice Hegel en su trabajo sobre lo bello de la naturaleza, significado como muestra en ella del ideal que integra el espíritu, y es así que vamos recibiendo esa armonía tangible en la inmensidad del valle con sus grietas y sus emblemas singulares, sobre todo en los crepúsculos donde habla el mismo valle en esas voces que recogen el misterio ideal que lo integra.
Se advierten estas formas montaraces en una singladura que bordea la Hortichuela entre esparcidos panoramas que llegan a la última expresión de la luz soterrada. Por estos lares la montaña guarda fidelidad a sus aldeas y hace que se sienta el viento de los atardeceres. Variedad de rasgos la componen a cualquier hora que se las mire, nos dicen que pese a su silencio están proponiendo lances de belleza ajustada a sus pliegues, los que se van derivando a las ramblas que como la de Ajauque, del Font y Balonga esperan que la lluvia aflore en sus conductos.
Dejan así terrajes gredosos, blandas tierras consumidas por la erosión, forjando lomas empachadas del sol diario, tantas, que forman un mar de olas amarillas cubiertas de estrías. O se elevan en calvas cumbres que merodean por Barinas y penetran en cañadas enigmáticas perdiéndose por el Cabezo Gordo. Cada sierra es una pieza de estudio y de mirada que se desliza por su curvatura ancestral, goza con el color metálico, el brío del bermellón, el gris de lejanía, la piel amarilla de sus primeros términos amalgamando lienzos de tonos modernistas, En la Cuesta Colorá la tierra se enfanga en rojos verticales que crean formas nuevas, contrastan con el vegetal casposo de su entorno y deja el camino blanco que conduce a la montaña. Es un camino de hondura que se moldea con los últimos rayos del sol brillante, esos que se confunden con el aire y salpican de encantamiento el contorno. A veces los crepúsculos en estos parajes asombran y semejan dibujos de Doré estremeciendo la palabra y dejando sensaciones sublimes en el alma. Merece la pena viajar por donde la tierra habla desde su osada dimensión de ancestral presencia, seguir encrucijadas dionisiacas que estas rutas nos van delineando hasta llegar a los limites valencianos producto de los pactos medievales.
No nos desviamos de nuestra ruta, solo que ponemos énfasis en lo que nos provoca el paisaje, no solo desde el nomenclátor de cada pedanía visualizada en diversos términos; mas también por ese duende que ronda en los bordes de sus pueblos derivando por la montaraz sierra del Carche a la que se llega marginando la Torre del Rico, fundiéndose por caminos y senderos que conducen a los núcleos apartados de La Curiosa, La Alberquilla, Los Tomasones, peñas arriba y sin trabas algunas.
Merodea por esta sierra mítica un espacio colosal de vistas y construcciones singulares, refugios a la usanza de los pastores que moraban en plena naturaleza, un pasado que nos dejan sus piedras, aljibes pedregosos con nombres propios, el cuco de Zacarías difundiendo su crónica, chozas y bombos ajustados a las peripecias de una vida de montaña y trashumancia. Siempre la sierra como icono, referencia de una cultura aferrada en su interior dispuesta a la defensa y cita del bandolero de turno. Comunión de sentimientos compartidos, extrañados en ocasiones y sujetos a su vez a nuevas delectaciones rumbo hacia la patria de Azorín.
CASAS EN FRANCA RUINA.
Al costado de la carretera que lleva al paraje de los olmos venerables que descansan al soslayo de una fuente que no es otro que las Encebras, paseo largo entre bancales secos, con almendros echados a perder, damos con caseríos que han nacido al amparo de un tiempo fértil y un convento de monjas centro de cultura. Antes damos con unas casas en completa ruina junto a un basurero de escombros, que nos indican que en este punto hubo una mansión noble que muestra una inscripción cosida a una de sus paredes. Unos casones aletargados por la descomposición y la apatía serán pasto del olvido como en realidad ya lo son desde hace años. Una noble mansión, viejo convento, se destripa y sus piedras se funden en la basura que los vecinos arrojan a sus recipientes.
Toda una calamidad, lo venimos anunciando varios años en nuestros trayectos por estos pagos. No podemos hacer otra cosa que darlo a conocer en estos apuntes de viaje, señalando las constantes mudanzas que venimos observando como el desgarbado y huesudo tronco del que fuera fecunda encina cerca de las indicadas ruinas, que nos hace recordar aquellas estrofas quijotescas: “¡Oh prendas por mi mal halladas, dulces y alegres cuando Dios quería”,”. Que nos sirve a su vez para advertir una soledad y abandono del vecino lugar de las Encebras, por los esbeltos olmos que aparecen a la entrada del pueblo.
Y sí que la estancia es de “ dulce soledad”, tan llena de sugerencias y de anécdotas pastorales. Lo es y merece la pena sumergirse en sus calles y conversar con sus habitantes, merodear por sus blandas zonas de meditación, acaso escuchar las campanas del viejo convento, como dar con la más antigua bodega de todo el territorio, auténtico monumento que se habría de conservar, aunque es la letanía de siempre. Nuestros pueblos se abandonan, el caserío caduca por sí mismo y solo animan al paisaje algunos chalets de veraneantes que ocupan los faldones de El Coto, la montaña sugerente del paisaje.
Pueblo sucinto y acogedor sabe a viejo olmo y agua cercana, a casa cerrada y ajardinada plaza de la iglesia: un apacible remanso para el disfrute de las almas buenas. Después sus calles, rinconadas de muro vetusto y mansos huertos donde habitan familias de casta. Y el silencio solo agitado por la presencia de los extranjeros que acaparan todo, se meten en todo y aguantan horas en deseada paz.
. Conocemos el pueblo y a sus vecinos, esa pátina romántica que mantienen sus muros de venerables mansiones hoy en franca ruina. No se puede pedir más a sus habitantes sino el buen uso de su vida en tan ameno lugar, donde se respira a pino y se nota el fluir del agua nemorosa. Una vez hablamos con las monjas acostumbradas a la enseñanza de los críos, nos alumbraron con el conocimiento de lo que significa la caridad, estas monjas se fueron hace años ante la desidia de sus moradores. Sabemos que un pueblo es el eco de lo que fue, es lo que queda cuando nos acercamos a su ámbito; lo que nos dice su gente y vemos quedamente.
Es que el pueblo por pequeño que sea es una vivencia recogida, lo forman diversos momentos de estancia en el mismo, lo que nos ha dejado, sentimientos, alegrías, tristezas por ocasiones vividas. Las Encebras es sitio para acudir y retornar, dejarse llevar por ese duende que agita sus estancias, por la sonrisa de la mujer que nos enseñó el interior de la pequeña y humilde iglesia. Queda en nosotros esa razón de ser, significado en el rostro de sus vecinos, personas que habitan todo el año y los que veranean unos meses allí, donde nacieron sus padres. Nos queda el recuerdo del monte con sus zonas inéditas que nos evocan pasados momentos ilustrados.
UN CORTO TRAYECTO HACIA MONOVAR.
Sobre el camino destrozos de mansiones y sequedad de almendros de la miseria. Es el otro paisaje de viejos candiles y vertederas apartadas, son los rellanos sin cosechas nI el canto del hombre. Es una llanura que nos lleva a singladuras solitarias, y acaso a elevar el alma sobre los tesos lejanos que avisan de su holgazanería. Tras esta zona de olmos caducados y campana conventual, de ruina y árbol roto, quedan otros caminos que rozan términos marginales. De pronto se alarga el camino entre círculos de rotondas abusivas, derivaciones obsoletas hacia pagos olvidados y cañadas sin tránsito. Esta vez la mañana aclara soladas y deja a las claras los vientres de los bancales sin roturar, allá un camino señala la presencia de una cañada dispersa en la memoria.
Se llega al Rodriguillo, que es pueblo para mirar sus casones desplazados, solicitar la memoria de sus habitantes en trances de miseria. Quede el olmo viejo en mansión arrimada al camino, acaso la taberna hacendosa de otros momentos. Y su plaza y calles largas.
Entrar en este caserío es para escrutar sus rincones desde dentro, sin la huida hacia las tierras colindantes con sierras alejadas. Ya dentro se huele a vino de bodegas requeridas, todo es sumisa plática de anciano y vieja enlutada. La casa es un atuendo de recuerdos trasnochados con fotos de cristal enmohecido, y la chimenea se junta a la teja quebrada por el viento de los días. Intuyo soledad y huelo a pensamiento sepultado en los rincones del pueblo. Hemos pasado otras veces cuando el sol era distinto y el corazón ataviado de juventud, por estos lares de láminas entumecidas y grises, y gustado de su vino en la bodega añorada. Y nos han contado las anécdotas del siniestro bandido Alfonso el Barbudo. Puede que se requiera esa paz tan anhelada en una estancia sin prolongar, en todo caso recoger el silencio de sus calles y la queja en el rostro de sus vecinos.
Y se sigue para entrar en Pinoso redimido y continuar por la carretera sin otros estremecimientos. Interesa admirar el paisaje que conduce a parajes compartiendo límites, donde se mira y habla de otra forma. Al fondo siempre la estampa del peñón alicantino con su traza soberbia.
Nadie nos va a decir que estamos en territorio marcado por el espíritu azoriniano, porque Unamuno es otra cosa y no digamos Valle-Inclán, tozudo y esperpéntico. Ni señalar cuitas de paseos del maestro por los alrededores, ya que conocemos en demasía el caminar lento y los pueblos, acaso tétricos del gran escritor. Solo que la mañana queda aletargada de cierto misterio que provoca rasgar el silencio de estos sumidos y apartados caseríos tan imbuidos por el espíritu, la soledad y coloquios del autor noventayosesco. Cabe todo, el recuerdo y la admiración nos inunda y hace que nos provoque cierta tristeza que ya no rubrica cada estancia, desde Pinoso a Yecla. Nada impide que, de nuevo entremos en ese refugio sagrado de Monóvar aspirando la nueva fisonomía del pueblo, que es de gran urbe, con circunvalaciones que llevan a Denia y colindantes. Hace años era otra cosa, apenas ciudad venerable, sin la vida que las urbanizaciones que nuestro siglo referencia. Y no puede ser de otra forma. Monovar es una gran ciudad que acoge al forastero con destreza y generosidad. La ciudad, a su llegada nos dice que no es preciso tener prisa, que es posible que nos perdamos de tanta señalizaciones y curvas para asomarnos a su corazón; para sentir la palabra del escritor y la gran humildad de sus calles, para reparar en aquel portón de mugre romántica, el paso de la vieja a la iglesia, sentir el sonido de la campana..Uno se da cuenta que aquello forma parte de la literatura del delicado hacedor de frases tan líricas como su palabra, que las calles son distintas y sus plazas marcadas por un cierto modernismo. Nos damos cuenta que la ciudad se centra en su interior y se expande en sus bordes. Que hay que hundirse en su centro y caminar, solo que la mañana estival deja rayos de sol en sus rinconadas y se nota a la gente aligerar sus pasos hacia sus viviendas, son otros pasos distintos a los del maestro escritor.
Vale dominar la vista del pueblo con ojos de cronista como `pasar por su monumento, templos, dominar la perfecta fachada del templo de San Juan Bautista, deletrear la maravilla de sus piedras barrocas, columnas empapadas de ese color dorado de cada sol de tarde, mirar hacia la hornacina de la Virgen con la paloma sagrada, tan solo ese contacto silencioso con la placeta donde reposa la figura de un ilustre personaje, para evocar su pasado, el de Monovar cimentado sobre unas bases almohades y castellanas, es suficiente para descubrir la bonanza del lugar donde revive el alma del gran escritor.
Vale sin duda descubrir esa calle recóndita que se eleva al castillo, un mendrugo de torre desde donde se refleja el color opaco y nuevo del pueblo, entre las sierras que dejan sonidos de un pasado, ahora estragadas por la inclemencia del clima. Calles dormidas, con plazas recoletas, el Ayuntamiento presidiendo el trajín de los vecinos, sus casas avecindadas entre revueltas de calles con nombres árabes, cuando no se avista de cerca el portalón de la mansión dieciochesca o se nos revela el sucinto jardín que el ya avezado Andrés García, jardinero municipal cuida mimosamente y hasta es capaz de señalarnos el olmo m´ss antiguo de la ciudad.
Nos acoge la ciudad con simpatía, de sus hombres y mujeres que hablan con uno en la esquina de una plaza con el bar que nos consuela de tanto calor. Pienso que es mejor volver en otoño con las hojas caídas y Azorín pululando por el ámbito de sus vivencias, disfrutar de la casa del maestro con la gran biblioteca, museo del alma. Y salir de allí con el alma serena y el deseo de conocer mejor el duende que Azorín llevaba dentro.
Es posible que en la siesta, con la ebria densidad del calor se nos revuelva en nosotros la necesidad de tornar a la ciudad. Es solo un sentimiento que nos embarga, como la necesidad de digerir las palabras del autor de la Voluntad, aunque ya en cada una de las plazas de Monovar su imagen nos avisa que es preciso retornar a la ciudad y mirar aquel balcón menudo donde se encuentra el hombre con su “ doloroso sentir”.
La carretera nos inunda de silencio y el alma busca con ansiedad ese monólogo que el maestro del 98, realizó con las cosas pequeñas, en sus paseos por estas tierras y estos hombres acostumbrados a morir, como lo manifestó nuestro castillo Puche.
FUENTE: EL CRONISTA