POR JOSÉ MARÍA SAN ROMÁN CUTANDA, CRONISTA OFICIAL DE LAYOS (TOLEDO)
Desde la mirada del niño que fui ya se percibía algo especial en aquel día, en el que mi madre me arreglaba como pocas veces en el año para ver pasar la procesión desde alguna silla o desde algún balcón en el podíamos refugiarnos del calor sofocante que solía hacer. Recuerdo también escuchar a mi abuela contando vivencias en las semanas previas, cuando las calles comenzaban a decorarse y la gente se saludaba de una forma distinta al resto del año: «¡ya huele a Corpus!». Sus anécdotas venían desde un Corpus muy diferente para los ojos de una niña que vivió la Guerra Civil hasta Corpus de gran alegría junto con mi abuelo, que procesionaba como concejal, y que ella veía fervorosamente junto a mi padre y sus hermanos. Tenía muy interiorizada aquella expresión que dice que el día del Corpus es ese jueves «que reluce más que el Sol». También mi abuela materna, aunque abulense de cuna, recordó hasta que su memoria se lo permitió la imagen de su marido, mi abuelo, como cabo gastador junto a la Custodia de Arfe, cuando apenas ellos eran novios. Aunque en la niñez no se tiene tan afianzado el sentido de pertenencia a un lugar, lo cierto es que ya desde el colegio nos explicaban la importancia de esta festividad. El día del Corpus, nos decían, sirve año a año a los toledanos no solo para acercarnos al Santísimo en su magnífica custodia, sino también para poder reafirmarnos en nuestra ‘toledanidad’.
Toledanidad que yo entendí ya en las postrimerías de mi adolescencia. En las clases de Historia en el Colegio de Infantes, un profesor devoto y gran conocedor de la fiesta grande de Toledo, mi querido amigo Juan Estanislao, aprovechaba siempre un trocito de sus clases más cercanas a la fecha para contarnos sucesos, anécdotas y curiosidades del Corpus toledano. Y nos recitaba de memoria y con auténtica pasión aquellos versos de Fernández Ardavín que terminaban diciendo que «después de Roma, Toledo». La Tarasca, los gigantones, la campanilla del Corpus, la «alhaja descomunal» y la labor de los Seises, entre tantas otras pequeñas pinceladas, eran pequeñas píldoras que nos acercaron a una ciudad que vivíamos pero que desconocíamos. Si alguien hizo por acercarme a Toledo y a este día, sin duda fue él.
Aunque ya había procesionado en ocasiones, lo cierto es que fue cuando ya estaba estudiando en la Universidad cuando mi implicación en la fiesta fue un poco más profunda, puesto que pude acompañar al Santísimo por las calles de Toledo con los Caballeros del Corpus Christi, un Capítulo fundado precisamente para unir la riqueza de la tradición cristiana hispánica en torno a Toledo. Después, he acompañado a otras entidades. Y en este año lo haré junto a otro tesoro de tradiciones toledanas: la Hermandad Mozárabe de Toledo, que alberga a los descendientes de algunos de los cristianos más viejos de nuestra ciudad.
El niño curioso que miraba absorto la grandeza de la procesión y trataba de saber qué se escondía detrás de esta fiesta ahora camina dentro de ella. Pasos seguros que nos hablan de un ‘homo viator’, que nos hablan de que la vida es también un camino. Y que, a quienes somos creyentes, nos hablan de una fe revelada a través de un peregrinar humano. Más allá de la pompa y de la solemnidad, se esconde un esencial sentido religioso que motiva todo cuanto se celebra en estos días. Ello no quita para que el Corpus, que es una parte sustancial de la cultura toledana, no pueda ser una fiesta para todos, creyentes y no creyentes. Porque la cultura de Toledo, de su alma y de sus costumbres es una cultura que incluye a propios y a extraños, a creyentes y no creyentes, a quienes observan con devoción y a quienes contemplan con mero respeto.
¡Feliz día del Corpus!