POR JOSÉ SIMEÓN CARRASCO MOLINA, CRONISTA OFICIAL DE ABARÁN (MURCIA)
Señalaba el calendario el 6 de septiembre de 1925 cuando en Oviedo, la capital asturiana, nacía el cuarto hijo del matrimonio formado por don Pedro González, profesor de la Escuela Normal de Magisterio de esa ciudad, y doña María Muñiz, hija del director de la citada escuela, donde ambos se conocieron.
Le pusieron por nombre Ángel, aunque cariñosamente le llamaban Angelín, y nadie podía pronosticar que iba a convertirse con el tiempo en uno de los más grandes poetas del siglo XX español. Más aún cuando su vida desde niño estuvo marcada por un sino trágico que no lo abandona y que le hace vivir y escribir no con desesperación, pero sí con desesperanza. Siempre que se mira a sí mismo frente al espejo, su imagen está marcada por el desaliento, por el pesimismo, por una visión negativa de su propio yo y de lo que le rodea. En sus poemas se define como ‘corazón asediado por el llanto’ o ‘pasión fatal que como un árbol crece’ o ‘insomne pasajero de las sombras’. Incluso en uno de los breves poemas publicados póstumamente con el título de Nada grave llega a decir:
La madre que me parió,
en el momento de alumbrarme,
no sabía que daba a luz un pedazo de sombra.
Sin embargo, su poesía no deja al lector un regusto amargo, un sabor agrio y trágico, porque sabe envolver esa desesperanza en un estuche que la hace suave e incluso, en ocasiones, casi divertida: la ironía. Una ironía que transcurre en los límites justos y que nunca llega a convertirse en sarcasmo o humor ácido y que consigue no sólo suavizar ese estado interior del poeta sino también hacer cómplice al lector de esos versos ‘angelicales’.
Porque, además, la realidad de su estado vital es que, junto a ese desaliento y desconfianza en casi todo, late en él un tremendo deseo de vivir la vida, de exprimir cada momento de la existencia. Luis García Montero define ese estado como de ‘pesimismo vitalista’, una contradicción que es sólo aparente y que nos explicamos cuando leemos su obra. Estos versos podrían ser significativos de ese estado vital:
Al final de la vida,
no sin melancolía,
comprobamos
que, al margen ya de todo,
vale la pena.
Y es que las circunstancias vitales del poeta no invitan precisamente al optimismo. En el ámbito familiar, tras la muerte de su padre en 1927, cuando Ángel apenas tenía dieciocho meses, la guerra dejó una trágica huella que marcó al poeta, pues provocó el fusilamiento de un hermano, el exilio de otro y la separación temporal del magisterio de su hermana por razones políticas. A todo esto se suma una tuberculosis que contrae el poeta cuando tenía 18 años de edad y que le obliga a tener que irse a vivir a un pueblo de las montañas leonesas, Páramo del Sil, donde su hermana ejercía una vez rehabilitada como maestra.
Ángel no puede sustraerse a tantas circunstancias adversas que marcan su forma de ser y de escribir, creando en su interior un clima de tristeza y desengaño que favorece el que encuentre en la poesía un medio de desahogo interior.
Porque nuestro poeta no cree en la poesía como un medio de evadirse de la realidad y censura a esos poetas que crean una poesía que sólo persigue la musicalidad y la sensualidad a través de palabras exuberantes pero exentas de latido humano. Con fina ironía refleja ese estilo en su poema Oda a los nuevos bardos:
Detrás de las cortinas,
en el lujo en penumbra de los viejos salones
que los brocados doran con resplandor oscuro,
sus adiposidades brillan pálidamente
un instante glorioso.
Frente a ese mundo artificioso y tan alejado del sentir humano, Ángel González, desde el comienzo de su primer libro Áspero Mundo (1956), trata de sí mismo, con nombre y apellidos, haciendo un recorrido por lo que ha sido su vida hasta entonces:
Para que yo me llame Ángel González
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo.
Desde ese primer libro hasta el último publicado en su vida, Otoños y Otras Luces (2001) hay una gran variedad de temas, motivos, recursos expresivos, pero con un denominador común, la sinceridad del poeta en lo que escribe y su gusto por exprimir cada palabra o frase, jugando en bastantes ocasiones con refranes, canciones, frases hechas… con finalidad satírica o humorística, tomando muchas veces como base textos de carácter religioso (ámbito totalmente ajeno a sus creencias):
Ni Dios es capaz de hacer el Universo en una semana.
No descansó el séptimo día.
Al séptimo día se cansó.
Pero, en la base de estos malabarismos, hay siempre un poeta nada superficial que se enfrenta con el verso como arma a la dura batalla de la vida y que es capaz de hacer accesible lo profundo y poético lo cotidiano. Por todo ello, los seguidores de su poesía, los fieles devotos de su obra, los ‘angelólatras’ según terminología de su amigo Juan García Hortelano, nos quedamos huérfanos cuando nos dijo adiós definitivamente.
Señalaba el calendario el día 12 de enero de 2008.