POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
En Ulea, desde que tengo consciencia de mi existencia, allá por el año 1941, siempre he conocido a los arrieros profesionales y abnegados, que han cuidado de sus bestias de carga y de tiro como si fueran seres queridos. No en vano, desde la época floreciente de la minería en Ulea entre los años 1872 y 1915, en la que cada minero, casi todos, tenían una mula o una yegua o un borrico; que lo utilizaban como vehículo de trasporte y también de carga. Sí, estos animales semovientes que giraban al son que les ordenaban sus muleros o arrieros llegaron a tener su limitada autonomía que les permitía ser intuitivos y, conocer el trabajo que a diario les ordenaban sus dueños.
Con posterioridad, a partir del año 1915, una vez clausurada la explotación minera en los yacimientos del campo de Ulea, dichos animales de carga eran utilizados para transportar leña de monte bajo y acarrear esparto desde las laderas de la Sierra de la Pila o Verdelena, o de la cabecera del Barranco de Sevilla. Dicha mercancía era trasladada hasta el pueblo en donde se vendía la leña a los horneros, generalmente a cambio de pan o harina, o bien, el esparto, se llevaba a las balsas del río en donde se cocía y se trasladaba a las piqueras, en donde era maceado, quedando en condiciones de hacer lías, sogas y cordetas con las que se fabricaban asientos de sillas, se sujetaban los encañizados y se ataban objetos pesados y voluminosos. También se usaba sin cocer y sin picar para fabricar piezas de pleita, utilizando unas agujas largas y gruesas con amplios ojos para poder enhebrar el esparto, llamadas agujas de pleita. Sí, con ellas se confeccionaban verdaderas obras de arte.
Desde el año 1941, he convivido con los uleanos y sus bestias de tiro y de carga, en la cuadra del corral de mi casa teníamos una, así como sus carros para transportar material y, algunas veces, como vehículos de trasporte de personas. Quiero resaltar que en el año 1885, D. Ángel Yepes solicitó la concesión de una línea de carruajes que trasladara a los pasajeros desde Ulea a Murcia y viceversa; concesión que fue concedida el día 11 de septiembre de 1885. Sí, una línea de pasajeros, cuyos carruajes eran accionados por yeguas, mulas y caballos.
En mi retina guardo las imágenes de haber visto a muchos uleanos dedicarse al transporte de mercancía: frutas, hortalizas, material agrícola, abonos químicos y estiércol, cuyos animales de carga bajo la conducción de sus arrieros, transitando por las calles de Ulea y por los caminos de la frondosa huerta uleana, transportando las frutas y hortalizas en sus anganillas y sarrietas desde las huertas hasta los almacenes. Me vienen a la memoria la prolija cantidad de arrieros uleanos, que se servían de estos animales para ganar el dinero con el que sustentaban las necesidades de sus casas. Entre ellos, seguro que me dejaré algunos sin mencionar, tenemos: Torrano, Antonio Bermejo, Félix, Antonio González, Ramón, Dámaso Carrillo, José Emilio Tomás, El Barquero. Sí, estos fueron los arrieros uleanos que hicieron historia en nuestro pueblo, y que sus caballerías eran animales valiosos e insustituibles que se heredaban de generación en generación, hasta que aparecieron los vehículos rodados y mejoraron caminos y carreteras y, con el oficio de arriero no se generaban los ingresos precisos, dando lugar a su desaparición paulatina; hasta llegar a su extinción.
Existían los carreteros de transporte público, que bien por cuenta ajena o bien como autónomos se dedicaban a transportar mercancías que compraban y vendían en otros mercados y, a su vez, vendían y especulaban, era la época del tristemente llamado estraperlo, con lo que se ganaban la vida. Estos carreteros, con caballerías más potentes, se dedicaban a realizar transportes con sus carros y, a veces, transportaban tantos kilos de mercancía que precisaban carros grandes y una reata de tres y cuatro caballerías. Entre estos carreteros hicieron historia en Ulea:
La familia Marín (Antonio, Juan, Ángel, Jesús y Pepe, los ratones), los hermanos Correa (Isidoro, Tomás y Felipe), Juan José Vicente el barquero, Narciso y sus hijos Joaquín y Narcisín y, algunos otros de menor relevancia pero tan importantes como los anteriormente citados. Recuerdo la imagen de José Emilio, en la explanada junto a mi casa, levantando de costado su carro y, apoyándolo en unos potentes barales, desarmar los ejes y engrasarlos con un sebo especial, con el fin de que los rodamientos no se resecaran y se rompieran.
He dejado para el final, aquellos uleanos que durante la época de la vendimia, la siega, la recolección de la almendra y de la aceituna, utilizaban un carro pequeño con unos arcos de madera cubiertos por unos toldos o ropajes, con la finalidad de resguardarse de la lluvia, el frío y el calor; que salían de Ulea, toda la familia, en busca de ese trabajo que les reportaría una economía con la que vivirían en las épocas de menos trabajo. Como es lógico, esos niños no iban a la escuela y la falta de una formación adecuada les dejaba con ese lastre durante el resto de sus vidas.
Para todos ellos había un denominador común, las bestias eran animales protegidos, necesarios e insustituibles. Recuerdo cuando en el año 1948, el uleano Avelino Carrillo salió con su carro hacia el campo de Ulea a trabajar en las tareas de campesino y pastor, llevando en su pequeño carro a su mujer Amparo y cuatro niños pequeños. Pues bien, cogió la ruta del barco viejo y, rambla arriba llegó a la cuesta de los arrieros, así llamada porque era tan empinada que tenían que ayudar a los animales si querían que llegaran a la cima de la cuesta. Lo consiguieron, pero al poco de llegar a la cima, le dieron un caldero de agua y, el burro murió de forma súbita.
Cuando se lo contó a mi padre, eran primos, se echó a llorar. No era para menos. Ese burro era lo único que tenían y se les había muerto de repente. Aparcaron el carro y, tras permanecer un rato llorando como si se les hubiera muerto un ser querido, echaron el animal por un barranco para que se lo comieran los buitres u otras alimañas. Sí, primo, le decía: Amparo y los niños cogimos cuanto llevábamos con nosotros y lo trasladamos andando hasta la cueva en donde nos alojaríamos. Joaquín, era lo único que tenía: mi burro. Ni siquiera el carro era mío; me lo habían prestado. Eran mis pies y mis manos: solo el cobijo de una cueva y el sol que nos alumbra, es lo único que tenemos
La imagen de ese carro desvencijado, ese burro muerto entre las varas del carro, mi mujer Amparo, y mis hijos, era la imagen de la impotencia. Se nos había muerto lo más valioso que teníamos: nuestro burro.