RICARDO GUERRA SANCHO CRONISTA OFICIAL DE LA CIUDAD DE ARÉVALO
Hemos visto la educación del joven Íñigo y el ambiente en que se desarrolló junto a los otros jóvenes, los hijos y pupilos de Juan Velázquez de Cuéllar al amparo de la corte arevalense, lugar de educación de infantes de la casa real castellana. De entre todos ellos, destacó especialmente Alonso de Montalvo, el que sería su gran amigo inseparable de Arévalo, amistad que permanecería en el tiempo, fue el personaje que contó al Padre Lainez las aventuras de Íñigo en Arévalo, las conocía bien porque las vivieron juntos. Pero, además y principalmente, nos contó que Íñigo vino a formarse para la burocracia de la corte castellana, a «hacer burocracia» como dicen los escritos.
El gran amigo arevalense, Alonso de Montalvo.
Alonso de Montalvo pertenecía a uno de los linajes repobladores arevalenses, una familia hidalga local que siempre estuvo en la primera línea demuestra historia, que se extendió por toda la geografía española, por América y Filipinas, y que entroncó por medio de sus numerosísimas ramas con los apellidos más ilustres y destacados de la nobleza española.
Alonso de Montalvo llama «travesuras de mancebo» las correrías que compartieron, con lances armados y brabucones, amoríos y líos de faldas, o competencias en la caza.
Conocemos que Íñigo viajó a su casa-torre de Loyola el año 1515, unos
carnavales en los que tuvo un lance en Azpeitia, fruto de la arrogancia y prepotencia, en aquella ocasión junto a su hermano Pedro, el clérigo, por ello sufrió el primer proceso por delitos que serán calificados de «enormes» porque fueron «… calificados e muy enormes, por lo haber cometido de noche, e de propósyto, e sobre habla e consejo habida sobre asechanza e alevosamente… de este proceso no queda sentencia, si es que la hubo». No debió de ser una chiquillada, pero tampoco sería para tanto, porque ese delito fue calificado como menor. Quizás fue más el miedo a manchar esa carrera emprendida en Arévalo, lo que le hizo refugiarse en Pamplona, entonces la cabeza de diócesis de Azpeitia, para acogerse a la jurisdicción episcopal, alegando que era clérigo, y que desde luego fue rechazada porque hacía tiempo que había abandonado la tonsura y el hábito clerical, quizás desde niño.
A propósito del tema de Azpeitia, Tellechea nos relata: «Iñigo volvió a Arévalo en cuanto pudo, a fanfarronear de su aventura –quizás una pelea con faldas de por medio- y de su escapada. Fue un primer aviso, para su loca seguridad de joven y de poderoso. Le esperaban otros en Arévalo».
Curiosamente, posteriormente sufriría otro proceso durante su estancia en la Universidad de Alcalá de Henares, cuando la Autoridad Eclesiástica por sentencia, le prohíbe predicar, realizar trabajos de apostolado y dar los Ejercicios Espirituales, lo que provoca su traslado a Valladolid en 1527. Otros episodios semejantes se produjeron cuando fue acusado de iluminado.
Una premonición, su tía abuela María de Guevara
En Arévalo, fruto de una de esas «travesuras de mancebo», recibió una herida sangrante en una pierna y al verlo su tía abuela María de Guevara le dijo una sentencia: «Iñigo, no asesarás ni escarmentarás hasta que te quiebres una pierna». Como dice Tellechea, era una frase ingeniosa y casi tópica; no sospechará que esta frase fuese tenida por premonitoria. Una reprimenda cariñosa de su tía abuela María de Guevara. Efectivamente, varios autores han considerado la frase como premonitoria de la posterior herida de la pierna en Pamplona, la que le apartó de la vida militar, y el origen de aquella larga convalecencia en su casa-torre de Loyola. Fue también el inicio del cambio de vida y de la conversión, lo que ahora celebramos, el V Centenario.
Aquella señora vasca vivía su viudez en Arévalo, junto a su hija María de Velasco y se dedicaba a la caridad y beneficencia en los hospitales de la villa. Era terciaria franciscana, mujer muy piadosa y cristiana, que influyó y estuvo cerca en la formación cristiana de Íñigo. Al final de su vida se retiró junto con otras damas piadosas al convento de la Encarnación, de Clarisas, que fundó el propio Juan Velázquez de Cuéllar en 1514-15. Aquel convento se encontraba en el arrabal sur de la villa, en un paraje denominado «campo de la grama» que se fue poblando de conventos y por eso desde entonces le llamaron también el Campo Santo. Estaba frente a un gran convento medieval de Arévalo, San Francisco de la Observancia.
Dicen algunos autores que el joven Íñigo en ocasiones acompañaba a su tía abuela a visitar los hospitales cuando ella ejercitaba la beneficencia,
mujer a la que quería y respetaba mucho. Entonces aún no era ejemplo de moralidad, por eso su tía le seguía de cerca. Como diría Polanco, «Aunque era aficionado a la fe, no vivía nada conforme a ella, ni se guardaba de pecados, antes era especialmente travieso en juegos y cosas de mujeres… pero esto era por vicio de costumbre». Y Nadal dice al respecto «No aparecían en él señales de espíritu o piedad selecta: su cristianismo era de católico, pero de los del montón». Pero es indudable el influjo de María de Guevara, su tía abuela, ejerció sobre sobre el joven Íñigo, la formación cristiana en aquellos años arevalenses de nuestro joven, quizás un influjo no valorado suficientemente, pero que se consolida como un hecho cierto y razonable «la vena de piedad y devoción en la formación primera», como nos dice Pedro de Leturia en Ignacio de Loyola en Castilla.
Íñigo, el hombre de confianza de Velázquez de Cuéllar
El Contador, educador y preceptor, vio en Íñigo dotes y valores que poco a poco le fueron acercando a la escribanía del Contador Mayor. Experto no sólo en letras y cuentas, su formación administrativa, ayudaba a Velázquez de Cuéllar en las contadurías y libros de asiento de cuentas del reino que dirigía aquel personaje, su mentor y protector.
Como dirá García Velasco: «El punto de partida era la consecución de una letra regular, hermosa, clara y elegante de finos rasgos renacentistas. Si quería ingresar un día en la Administración Pública, tenía que poseer una caligrafía modélica propia de un buen escribano. Íñigo fue siempre un cerebro claro, ordenado, detallista. Así aparece en todos sus escritos, cartas, órdenes, reglas y avisos…». Pero Íñigo fue mucho más que un buen escribano, su formación fue un privilegio que fue bien aprovechado por nuestro joven, como demuestran tantas situaciones de su propia vida, especialmente años después en la fundación de la Compañía de Jesús, su organización y rápida expansión, como él mismo recordó en su autobiografía, con cariño y reconocimiento, el tiempo que «servía en la Corte del Rey Católico».
A medida que pasaron esos años de Arévalo, la ocupación del joven de Loyola se fue acrecentando en las tareas de la Contaduría Mayor, realizando centenares de asientos contables en los grandes libros de aquel «super ministro de hacienda». De hecho, en sus últimos tiempos de Arévalo ya prácticamente ejercía como secretario del Contador. Los Contadores tenían un equipo de funcionarios distribuidos en diversas secciones que eran conocidos como contadores menores. Pero Íñigo era su pupilo más especial por el que, además, también sentía afecto personal. En esos libros está su preciosa letra de buena caligrafía y caracteres renacentistas, como muy bien se aprecia en esos libros de asientos de contaduría que están en el Archivo de Simancas, y como nos manifestó el historiador Luis Fernández.
Los libros contables del Archivo de Simancas
Recuerdo ahora como si lo estuviera viviendo en estos mismos momentos, cuando en el año 1990, en un ciclo de conferencias celebrado en
Arévalo preparando el V centenario del nacimiento de San Ignacio (1991), cómo el gran historiador jesuita Luis Fernandez Martín nos contó en una magistral conferencia que tituló «San Ignacio de Loyola en Arévalo», entre otros muchos datos de su estancia en la villa, cómo en sus numerosísimas visitas al Archivo de Simancas, advertía en sus consultas una letra que le resultaba familiar, conocida, y un día, por fin, descubrió que se trataba la letra del mismo San Ignacio. Eran esos libros de contaduría de Arévalo. Un dato que confirma todas estas hipótesis de la formación de Íñigo y demuestra los avances en la línea contable, que esa era la profesión cortesana prometida, «hacer burocracia», y la cercanía con su protector Juan Velázquez de Cuéllar.
Aquel entusiasmo del historiador se contagió al numeroso auditorio, al poder apreciar algo más tangible de aquellos años arevalenses de Íñigo.
Cuando nuestro joven Íñigo acompañaba a su mentor en sus visitas a Madrigal y otras partes del señorío real y encomienda a su cargo, o a la misma corte, Íñigo cual hombre de confianza y «guardaespaldas» le acompañaba y vestía sus mejores galas, para impresionar. Como nos dice Lamet, «solía transformar su apariencia dejándose ver armado y de punta en blanco: loriga y coraza relucientes, y, además de la inseparable espada, ballesta con saetas o cualquier otra arma que manejaba con destreza».
Con esta galanura innata, aún conocemos otro episodio que nos habla de su pudor juvenil, cuando le salió en la nariz un grano infectado de postema, lo que conocemos actualmente como «rinitis atrófica», una enfermedad de etiología desconocida que se caracteriza por una atrofia progresiva de la mucosa nasal y los cornetes, con secreciones fétidas, que le apartaba de la vista de las gentes. Y aún más, alguien dice que viajó a Loyola, a su casa, hasta regresar restablecido. Una tribulación para el apuesto y presumido «Doncel de Arévalo».
El «Doncel de Arévalo», un joven enamorado
Hay otro momento de sus años de Arévalo que resulta al menos enternecedor, muy distinto de aquellas correrías juveniles de peleas y amoríos, los aprendizajes cortesanos y la educación en la escribanía del contador. El joven guipuzcoano vivió un amor platónico, la dama de sus pensamientos, que le mantuvo ocupado en dilemas durante muchos momentos, como cita en su Autobiografía, que «tenía tanto poseído su corazón, que se estaba luego embebido en pensar en ella…». Pero, más adelante, mostrándonos lo imposible de aquel amor, asegura «que no miraba cuán imposible era poderlo alcanzar porque la señora no era de vulgar nobleza: no condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguna destas».
Algunos autores dicen que la dama en cuestión pudo ser la propia Germana, pero otros muchos deducen con seguridad que aquella dama era la infanta Catalina, la hija de la reina Juana I y póstuma de Felipe I de Austria, aunque muy joven entonces. Y es posible, porque Íñigo visitó en algunas ocasiones Tordesillas donde conoció a la Reina Juana y a su hija la infanta Catalina. Unas veces acompañando a Juan Velázquez que como alto
funcionario tendría que resolver asuntos de la administración de aquella casa real y prisión de Tordesillas. Otras a María de Velasco, que visitó y sirvió con alguna frecuencia a la reina Juana en su encierro de Tordesillas. Había ternura en aquella relación, por la situación tan inhumana de aquella reina y viendo además junto a ella aquella infantita, que apenas se asomaba por un ventanuco a ver jugar a los niños en la calle, privada de una vida en libertad y por la triste infancia que le tocó vivir, en una pobreza inusual e indigna para una infanta, que vestía «una saya de paño ordinario, una especie de manteleta de cuero y un adorno en la cabeza de tela blanca». María de Velasco siempre tenía alguna excusa para acercarse a visitarla y porque, además, uno de sus hijos, Arnao que por su edad era el más cercano a Íñigo, servía allí como capellán para lo que fue nombrado en 1509, aun antes de ser nombrado presbítero. Y otro de ellos, Antonio, era paje de la reina Juana.
No hará falta detenerse mucho más en la relación familiar de los Velázquez–Velasco con aquella infortunada reina Juana, relación estrecha por la cercanía de estos a la casa Real. Hay que recordar que, tras la muerte de Felipe I, el hermoso, Juan Velázquez trató de traer a Arévalo a Juana, y tenerla a su cargo, cosa que no consiguió, a pesar de su influencia, por la oposición del Marqués de Villena. Esas mismas circunstancias influirían en las visitas a Tordesillas, máxime cuando tuvieron que asistir a tan penosa situación.
Y aquella niñita infanta creció y se convirtió en una joven bellísima. Dicen que desde el primer momento Íñigo quedó prendado de aquella dulce y bella jovencita. Incluso parece que un sentimiento parecido surgió en la infanta que, prendada de aquel apuesto joven, le identificó como «su caballero» libertador, como en los libros de caballería tan en boga en aquella época.
Pero la realidad era otra y pronto se interpuso en ese lance caballeresco, de pensamiento vano, como en la literatura que hacía sus delicias, esos libros de caballería que fueron sus primeras lecturas. Era un amor inalcanzable, y también la primera desilusión que la vida traería al joven Íñigo.
Aquella infanta luego sería reina consorte de Juan III de Portugal. La reina Juana se llevó a Tordesillas a María de Velasco cuando quedó viuda de Juan Velázquez, y finalmente Catalina la llevó a la corte de Lisboa en 1524, como dama de honor y de confianza, y a su lado permanecería hasta su muerte acaecida en 1540. Dice Fita que dejó al morir a la reina Catalina un regalo que la hizo Isabel la Católica, «uno de los treinta dineros en que Cristo Nuestro Señor fue vendido…», dejando aparte la autenticidad y buen gusto del regalo, entonces sí que era un regalo muy valioso y atractivo.
Íñigo volvería a ver a la infanta, quizás por última vez, en Valladolid en febrero de 1518 cuando asistió a las Cortes celebradas allí para la jura del rey Carlos, junto a su nuevo señor y pariente también, el Duque de Nájera, acontecimiento al que acudió «con toda su casa» en la que ya estaba Íñigo.
Íñigo conoció en Arévalo a grandes personajes
Ese era el ambiente familiar en que se educó nuestro joven vasco. Fueron años intensos, sin sosiego y muy productivos. Iñigo sin duda recibió en
nuestra villa la mejor educación entonces posible.
Al mismo tiempo de esa formación, en estos años junto a su mentor, conoció a numerosos personajes de la corte castellana. Iturrioz manifiesta con sólidos argumentos que, «Iñigo durante su estancia en Arévalo, se relacionó con lo mejor de la corte de los Reyes Católicos, con buena parte de la Casa de Austria, y con algo de lo que iba a ser conflictiva invasión del mundo flamenco en la Corte Real de España. Otro tanto vale por cuanto se refiere a Doña Germana de Foix y la Casa de Aragón». Y considera, en definitiva, que «…en realidad Iñigo adquirió en Arévalo una cultura muy superior a la posible en la Casa-Torre de Loyola».
Indudablemente hay que profundizar más en esta época arevalense, tan apasionante y llena de matices que parece desbancar definitivamente esa lacónica y desafortunada frase con la que algunos resumieron esta época de Arévalo: «Hasta los 26 años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo y principalmente se deleitaba en ejercicio de armas con un grande y vano deseo de ganar honra».
Pero aún nos quedan apasionantes episodios y vivencias en esta villa castellana de Arévalo durante la estancia del joven Íñigo, que iremos viendo en entregas posteriores.
FUENTE: RICARDO GUERRA SANCHO