POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
Cristo agoniza en la cruz. Los pies clavados, el rostro ensangrentado, la mirada compasiva y penetrante. Mirada de pura agonía sin apenas aliento. El pecado de todos frente a la inocencia y misericordia divina. Gesto imponente. Como un salmo cansado de su larga hermosura. Así muere.
Brota el salmo penitencial más intenso y repetido, como un canto estremecedor, “Miserere mei, Deus”. El canto del pecado y del perdón, la meditación más profunda sobre la culpa y su gracia. “Misericordia, Dios mío” (Sal. 50). Un suspiro lleno de arrepentimiento y de esperanza dirigido a la bondad de Dios.
Y así quedas en la madera. Aunque yo no acierte a comprender de qué manera quedaste por los clavos sostenido en medio de aquel oleaje enfurecido del Calvario. Aunque yo no acierte a entender que te hicieras amor elevado a la infinita potencia. Aunque yo no acierte a saber, postrado a tus pies, por qué nuestra locura te abandona cuando lates en ternura, pidiéndonos tan sólo que desenclavemos tus benditas manos entre el hierro y la madera.