«ANTES DE VEINTE DÍAS HAY QUE AHOGAR A LOS GUSANOS» • EL HUERTANO NUNCA BROMEÓ CON LA SEDA; CON SU VENTA PAGABA EL RENTO ANUAL DE LA TIERRA Y LOS ATRASOS, E INCLUSO LE SOBRABA DINERO
Feb 20 2017

POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA

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Grabado antiguo que representa un obrador de gusanos.

Sabido es que la seda en Murcia fue tan principal motor económico que con sus dineros se financiaron, por ejemplo y sin escarbar mucho, obras como el Seminario San Fulgencio, el Puente Viejo o la Catedral. Tan trascendente era esta economía que, como sucede cuando alguna cosa alcanza la categoría de histórica en estas latitudes, nos la cargamos y a otra cosa. La cuestión es que los huertanos, quienes vivieron durante generaciones de los gusanos, en muchos casos no tuvieron alternativa. Y así todo.

Los gusanos de la seda tenían y tienen cuatro periodos de crecimiento o edades, separados por otros tantos cambios de piel o mudas. Durante la primera edad, recién nacidas las larvas, se las provee de abundantes hojas frescas y tiernas. La voracidad de los gusanos se detiene a los ocho o nueve días, cuando permanecen inmóviles y con las cabezas levantadas: están cambiando la primera piel. A este estado de trance se le llamaba en la huerta ‘dormida’.

Durante la segunda edad se aprovechaba para ‘emparejar’ los gusanos, proceso que consistía en separar aquellos que iban más retrasados en su crecimiento, a los que se les proveía de más alimento y temperatura, de los adelantados en la cría. Y llegaba la tercera edad, nuevo trance de por medio, hasta alcanzar la cuarta, que se denominaba ‘freza’. Especial cuidado había que tener entonces, como en el resto de la crianza, en el deslecho o limpieza de impurezas y excrementos depositados en los zarzos.

El proceso era tan preciso que en esta cuarta edad hasta se cambiaban los zarzos de altura, para que todos los gusanos disfrutaran de la misma temperatura y crecieran a un tiempo. Aunque la quinta edad o ‘freza mayor’ era la más delicada. De entrada, había que retirar todos los gusanos que no presentaran un aspecto normal para evitar el contagio de enfermedades.

Además, era requisito imprescindible controlar su alimentación, dándoles pocos pero frecuentes cebos pues el apetito de los gusanos se disparaba y no era raro que algunos murieran de una indigestión. Sin olvidar que la limpieza debía de ser a conciencia, «de tal manera que al entrar al obrador solo se perciba el olor a hoja fresca».

Como curiosidad, una familia podía criar dos o tres onzas de semilla. Los gusanos de cada una de ellas, acabado el proceso, devorarían en torno a 1.200 kilos de hoja de morera. Concluido el proceso, si se habían observado todas las precauciones, los gusanos ya están ‘maduros’. Llegaba el instante del embojado, cuando sobre los zarzos de crianza aparecían los primeros hilillos de seda.

Era el momento oportuno de ‘rodear las andanas’ o estructuras sobre las que se realizaba la cría. Así, se colocaban las llamadas bojas, de donde provienen los términos, admitidos por la Real Academia de la Lengua, embojar y embojo. El embojo es el «conjunto de ramas, por lo general de boja, que se pone a los gusanos de seda para que hilen».

Embojo y desembojo

El proceso consistía, como destacó Felipe González en su obra ‘la crianza del gusano de la seda’, en «formar sobre los zarzos unos bosquecillos de ramujas secas y flexibles de plantas aromáticas», sobre todo de boja reina, romero, esparto o madreselva. Los gusanos, atraídos por el olor de las bojas, suben a ellas, donde se disponen a formar el capullo.

Esta tarea quedaba concluida en unos tres o cuatro días, cuando los huertanos dividían los espacios libres de los zarzos en dos o tres filas de bojas, quedando separados en las llamadas ‘casicas’. Ya solo restaba mantener estable la temperatura del obrador, que estuviera bien ventilado y que los capullos no recibieran demasiada luz. A los diez o doce días de comenzar la subida de los gusanos a los zarzos -tiempo suficiente para garantizar que todos se habían convertido en crisálidas- se procedía al denominado desembojado, la recolección de los capullos.

Uno a uno, como si fueran perlas mullidas, se recogían, separando los dobles, los manchados y los incompletos. Ningún productor olvidaba en este punto que la crisálida se transforma en mariposa, más o menos, a los veinte días. Y perforaba el capullo, inutilizándolo para la filatura. Así que solo existían dos soluciones: o vender la cosecha o proceder a ahogarla.

Existían ahogaderos industriales donde, mediante el vapor o el aire caliente, se mataban las crisálidas en apenas cinco minutos. Era mejor, desde luego, el segundo sistema, pues permitía que los capullos salieran secos. Pero no eran pocos los que acometían el ahogado de forma artesanal, muchos más curiosa, por cierto.

Los antiguos huertanos utilizaban para ahogar sus partidas el calor del sol, el del horno de cocer pan o el vapor de agua, el más utilizado. En este último caso, se empleaba la caldera de colar la ropa, a las que se sumaban dos cribas de aros de cinc o pleita de esparto y fondo de tela metálica. Ambas cribas, una encima de otra, se introducían en la caldera, que debían sellarse bien para evitar que se escapara el vapor.

Bastaban cuatro litros de agua hirviendo para acabar con las crisálidas. Pero no resultaba después tan fácil que se secaran los capullos, que había que mantener en zarzos limpios durante el siguiente mes, dándoles vueltas cuando menos una vez por semana para evitar que la crisálida se pegara a la cáscara.

Mientras los capullos no estuvieran secos del todo no servían para nada. Eso sucedía llegado el mes de septiembre. Entretanto, tampoco debía olvidarse la desinfección del obrador, que se limpiaba en su totalidad con una disolución de sulfato de cobre al cinco por ciento. Después, incluso se quemaba azufre en su interior.

La cría de gusanos no era ningún divertimento para los huertanos. Contaba en su obra Felipe González en 1929 que el sedero murciano «paga con el producto de la seda la renta anual de la tierra y aún le sobra dinero para atender los atrasos habidos en el año» y cubrir otras necesidades.

Junto a los capullos, aún otra industria se desarrollaba en torno a los gusanos. Porque de aquellos que estaban enfermos, a menudo de calor marrón, a los que se llamaban sapos o monas, se obtenía la hijuela, un hilo tan resistente que servía como sedal y se empleaba en cirugía. Medio metro de hijuela de panas un milímetro de espesor podía aguantar setenta kilos de peso.

Fuente: http://www.laverdad.es/

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