POR LEOCADIO REDONDO ESPINA, CRONISTA OFICIAL DE NAVA (ASTURIAS)
A nadie se le escapa que el palacio de La Cogolla, y su actual y delicada situación, vienen siendo objeto de atención por parte de la prensa. Tampoco ha pasado desapercibido el asunto a mi buen amigo José Álvarez San Miguel, el cual, para recordar que la citada mansión pasó por tiempos mejores, me ha hecho llegar dos notas publicadas en el periódico Región, de Oviedo, en el apartado “De sociedad”, y bajo el rótulo “Nava”, en negrita. Tienen fecha del 12 y 15 de agosto de 1924, y van a continuación, seguidas de unas líneas de pretendida evocación.
La primera de ellas, publicada el día 12, informaba como sigue: “Hoy martes por la noche se celebrará en el palacio “La Cogolla” una gran verbena, organizada por don Rodrigo Uría, con motivo de su cumpleaños.- Esta será amenizada por una magnífica pianola y organillos, y lucirá una bonita iluminación eléctrica.- Dicha verbena es por invitación.- En el campo habrá un ambigú, donde se servirán helados, cerveza y refrescos.- Reina gran entusiasmo, por esta primera fiesta en “La Cogolla”.
Y en la segunda, del 15, se comentaba el éxito de la fiesta, a la que, como se verá, asistió, pensamos, la flor y nata de la juventud femenina naveta de la época. “La verbena celebrada el martes en el palacio “La Cogolla”, resultó un éxito por la numerosa concurrencia que a ella asistió.- Allí vimos a las bellísimas y distinguidas señoritas de esta localidad Caridad y Silvia del Cueto, Benigna y Afra Pérez, Adelina Sáinz, Amada Marcos, Leonides y Erundina Portal, Ignacia y Oliva Ovín, Amor y Etelvina Barredo, Amor y (sic) Isolina Redondo, Maruja, Aurora y Julia Sánchez, Julia y Enriqueta Caso, Lola Mata, Luz García, Celestina Corugedo, Mercedes y Lola Carvajal, Leocadia Faya, Angeles Fernández, Rosario y Mercedes Fernández, Araceli y Sira Cienfuegos, y algunas otras que sentimos no recordar.- Los señores de Uría, dueños del palacio, estuvieron muy atentos con la concurrencia.”
Era una noche fresca de noviembre, y la luna llena brillaba en el cielo pálido como una moneda de plata. Apoyado en el grueso tronco de un árbol viejo, contemplaba la fiesta. El palacio lucía en todo su esplendor. Sonaba la música y, bajo los adornos y las luces de colores, la gente bailaba y se movía con alegre animación. Yo presenciaba todo aquello como encantado cuando, de improviso, se abrió en lo alto una ventana y, a contraluz, se dibujó en su hueco la silueta de una mujer muy hermosa. Lucía una larga melena rubia, que las luces del interior orlaban como un aura brillante y, por un momento, movió en el aire, a modo de saludo, su mano enguantada de blanco.
Por un instante pensé que me había visto, y que era a mí a quién saludaba. Pestañeé, incrédulo, y tragué saliva cuando, de pronto, una nube se interpuso en el camino de la luna, y todo -el palacio, el jardín- quedó sumido en la oscuridad. Un segundo después volvió la luna a iluminar la escena, pero entonces contemplé, estupefacto, las paredes viejas y desconchadas, la maleza, las puertas y las ventanas, desnudas y oscuras, y fui consciente de mi soledad y del silencio -un silencio triste y añejo, con historia-, que lo envolvía todo. Sentí un escalofrío –ya dije que la noche era fresca- y, cabizbajo, con la luna como único testigo, dejé la sombra del viejo árbol. Y, pisando con cuidado, abandoné el asilvestrado jardín.
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