POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
Se ha hecho el silencio perpetuo para el siempre brillante y admirado novelista, poeta y dramaturgo Antonio Gala.
Ahora ya todo será quietud, orden, silencio, mudez y pasividad; sin las sonoras palabras que -sobre el papel usado que utilizaba para escribirlas- nos dejó en sus muchísimos libros a los que fuimos sus incondicionales lectores.
Él diría que ya no hay halagos, presiones, precios, premios ni ofensas: en consecuencia, ya todo es bueno.
Los españoles -y especialmente el mundo de la cultura- acabamos de despedirle, quedando resumido el sentir de todos en las palabras de los Reyes de España al afirmar que Antonio Gala era “la condición humana hecha poesía y la sensibilidad hecha palabra”.
Diría -o escribiría- que aquí nos quedamos con la ambición, las tormentas, las corrupciones, las envidias, las vanidades, los duros fantasmas del día y de la noche; pero que él ha obtenido la serenidad sin fin, la que creyó que le llegaría mucho antes en la vida, porque un movimiento interior parecía indicárselo, sin imaginar que debería esperar hasta los 92 años de edad para llegar al silencio, a la casa sosegada de la que escribía hace veinticinco años.
Muchas veces -decía- leímos que nos hemos desculturizado hasta tal punto que -al ser la muerte raída- se suele llevar consigo una buena porción de la importancia de la vida.
Y es que el progreso nos mueve a creer en una especie de omnipotencia frente a la enfermedad y sus secuelas, hallándonos poco dispuestos a aceptar el fracaso de nuestros conocimientos a los pies de la muerte, esa radical prueba de nuestro último desvalimiento.
A Gala Velasco -que esos eran sus apellidos- seguro que le hubiese gustado despedirse de sus lectores diciéndonos que aunque en nuestra sociedad se juzga ofensivo morir, le ha llegado su hora, porque no sólo se mueren los otros, por muy próximos que sean a nuestra intimidad.
Ya no se hará las preguntas que él llamaba primigenias: el sentido o la esencia de la vida, la forma de su utilización, nuestro concepto de la solidaridad, qué entendemos por trascendencia…
Escribía Antonio que -cuando sufrió su muerte clínica- vio un sincopado muestrario de su vida, pero no como una película, sino como un retablo en el que se cuentan diferentes escenas, las cuales no retrataban ninguno de los momentos que él consideraba importantes y reveladores de su vida: eran gestos cotidianos, modestos, olvidables…
Y, añadía: “No hay ningún dolor terrible en la muerte. No lo hay, es una cosa natural, porque la muerte es algo que sucede, y nada más”.
Incluso muchos cristianos temen la muerte: no como un “horror vacui” o un salto en la tiniebla, cuando debería ser la llegada al regazo de Dios, sino porque abandonan esta vida, la única con la que parecen contar.
Estoy seguro que a Antonio Gala -en su ancianidad- no le habrá costado nada dejar esta vida porque la usó bien y mucho, sin haberla consumido en vanas ilusiones y porque en multitud de ocasiones dejó escrito que sólo en presencia de la muerte el mundo alcanza su más hondo significado, porque le mereció la pena vivir intensamente cada día de su larga vida con independencia de un mañana improbable; y lo afirmaba quien fue monje cartujo durante un año de su juventud.
Su viaje a la otra orilla seguro que habrá sido cómodo e irremplazable, porque -como tantas veces escribió- nadie está autorizado a emprenderlo en nombre de otro.
Y es que el hombre o la mujer -por mal que vivan- con lo que sueñan es con seguir viviendo para siempre en la casa sosegada de la belleza, el orden y la paz perpetuas.
FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez