POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
En mi pueblo, ha habido muchas personas que han descollado en el arte del sano bullicio callejero. Así nos encontramos con amoladores, paragüeros, lañadores, músicos callejeros, titiriteros, trompeteros, charamiteros, rapsodas callejeros y un largo etcétera.
Pues bien, en el caso que nos ocupa, se trata de un empleado de una empresa eléctrica llamada Hidroeléctrica.
Era Antonio Valiente Carrillo, hombre corpulento y de buen talante que al trabajar en la Empresa Hidroeléctrica de Molinos del Segura, con sede en Archena, caminaba por las calles del pueblo con parsimonia, encendiendo y apagando las luces del alumbrado público. Por tal motivo, los vecinos sobre todo los niños, le bautizamos con el apodo de «Antonio el de la Luz» o simplemente «El Tío de la Luz».
Todas las mañanas, al amanecer el día, hacía su recorrido desde el transformador de la plaza (adosado al campanario de la iglesia parroquial) apagando las luces del alumbrado público de las calles del pueblo.
Durante su recorrido, era acompañado por la muchachada del pueblo, cuando no teníamos escuela; incluso, algunas veces hacíamos novillos y le acompañábamos en algunos tramos de su peregrinaje.
Él, disfrutaba con la caterva de niños que le acompañaban y explicaba «porqué apagaba y encendía la luz con un palo pulimentado de madera». En esos momentos nos enseñaba ese palo largo que en su extremo superior, llevaba un pequeño gancho metálico; con el que abría y cerraba la pequeña manivela del cajetín de la luz. Cuando nos lo explicaba, nos sonreía y nos mandaba a la escuela.
Por la noche, al oscurecer, hacía la misma faena; pero al revés: encendía las luces del pueblo para que viéramos por las calles estrechas y sinuosas; así como por los tramos menos transitados.
Las luces que pendían de un poste de madera, llamado poste de la luz, o de las paredes de las viviendas, distaban unas de otras unos 30 metros. Es de constatar qué, en los postes de madera habían bombillas y, en las paredes de las casas, farolas. Todas ellas tenían su cajetín que el bueno de «Antonio el de la luz» apagaba y encendía diariamente.
Su peregrinaje era largo, tanto como la longitud del pueblo, y le dedicaba todos los días dos horas por la mañana y otras dos al anochecer. Siempre llevaba reata de niños, casi todos varones, y él, aunque se sentía alagado con la compañía de la juventud del pueblo, les decía que marcharan a la escuela, por la mañana, y a sus casas por la noche. Les sonreía, se quitaba la gorra y les decía ¡¡Hasta la próxima!!
Sin lugar a dudas los niños lo pasábamos bien ya que siempre nos estaba gastando bromas: Se nos pasaba el tiempo sin darnos cuenta; hasta el punto de que nuestras madres, casi siempre las madres, salían a buscarnos; porque sabían donde estábamos. Terminada su faena, regresaba a su casa, ubicada en el recodo de «La Casa de la Inquisición» junto a la tienda de ultramarinos de «La Claudia».
Sí, allí le esperaban su mujer (Isabel) y sus hijos Antonio y Pepe (los de la Luz) qué le ayudaban, cuando tenían que comprobar los contadores para saber el consumo de electricidad y el importe del mismo.
Sin embargo, el bueno del «Tío de la Luz», durante el día, tenía una misión más peliaguda que dado su carácter pacifico y humanístico, le acarreaba serios problemas de conciencia.
En una carpeta llevaba los recibos de la luz y, en una pequeña bolsa unos alicates. Se daba cuenta de que, en muchas casas le habían cerrado la puerta, porque no tenían dinero para pagarle ni para comer.
Contrariado, porque era sabedor de los problemas económicos por los que pasábamos los vecinos, hacía un ademán de paciencia y continuaba haciendo su recorrido por el pueblo. A la tercera vez que realizaba la tarea de la cobranza del recibo de la luz, regresaba con una pequeña escalera y sus alicates, con la intención de cortar los cables de la luz.
No obstante, tocaba a la puerta y si salía alguien y le pedía que esperara unos días para cobrar, se atusaba el poco cabello que le quedaba y les daba 10 días de prórroga. Cumplidos esos 10 días regresaba y, si estaba cerrado o no le pagaban, procedía a cortar los cables de la luz. Cuando alguien salía llorando, agachaba la cabeza y les decía: ¡avisadme cuando tengáis dinero para pagar y vendré a empalmar los cables! Sí, «el Tío de la Luz», se marchaba muy contrariado.
El pueblo estaba sumido en la miseria y este cuadro estaba a la orden del día. Los que éramos pequeños y habíamos visto como el bueno de «Antonio el de la Luz», cortaba la luz de nuestras casas y nos dejaba a expensas de la exigua luz de un candil, le mirábamos de reojo, porque sabíamos que «El Tío de la Luz» no era capaz de dejarnos en la oscuridad. Órdenes superiores le obligaban a actuar así y, aunque Antonio era consciente de tal contrariedad, tan pronto como le pagaban el total o una parte de la deuda, regresaba con su pequeña escalera y su cinta aislante y conectaba la luz.
Antonio volvía a sonreír: Era un hombre generoso y de gran humanidad; ¡Era el amigo de los niños!