ANTONIO Y LUZ MARÍA, UNA PAREJA SINGULAR
Abr 17 2020

POR OSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA DE LAGOS DE MORENO, JALISCO (MÉXICO)

Antonio y Luz María de novios, en la Alameda de Santa María.

Pareja única, nacidos él en 1908 en San Pedro de las Colonias, Coahuila; ella en 1911 en Lagos de Moreno, Jalisco. Los dos, testigos de la Revolución Mexicana, cada uno a su modo. A él le tocó la toma de San Pedro por parte de las tropas villistas y a ella el cambio de escenarios de vida que fueron de Lagos a Guadalajara “en una casa hermosa llena de macetas” que recordaba, aunque con el padre ausente, y a su regreso, al barrio de Peralvillo en donde permanecería por siete años, viviendo ahí de los cinco a los doce de edad.

A pesar de que mi papá montó toda una escenografía para esta fotografía familiar, el comentario general fue: ¡espantosa!

Él, en la adolescencia, fue trepado sin más miramientos a un tren para venir a la Ciudad de México con un mandato matriarcal -la señora no era como para andarle opinando-: estudias y acabas la carrera de Medicina. Sin haber empezado aún los estudios preparatorios, vivió con toda clase de privaciones y cumplió el mandato. Con gran capacidad, destreza política y simpatía, ganaría las elecciones como Presidente de la Sociedad de Alumnos de Medicina.

La familia de María de la Luz había ya superado la crisis económica pasando a vivir a Santa María la Ribera, en donde rentaron un año casa en la calle de Naranjo y de ahí pasaron a la calle de Álamo; en la colonia habitaba una gran cantidad de familias procedentes de Lagos, por lo que se volvieron a sentir como en su tierra; fue ahí, en una fiesta, cuando se conocieron y ya no se soltaron hasta la muerte de él.

Debe ser su última fotografía en pareja, tomada en la accesoria que mi papá montó como tienda de aceituna y aceite de oliva.

Antonio, conocido como “El Pellín” o “el estudiante fifí”, le pidió ser su novio, ella, encantada pero guardando las formas le dijo que lo iba a pensar; a la siguiente entrevista, cuando aceptó, el comentario de él fue: “ya lo sabía…”, con lo que la enfureció pero le gustó aún más -en verdad le cambiaba el semblante cuando nos volvía a platicar la anécdota, ante nuestra hilaridad-.

El choque entre la personalidad de él, fuerte, apasionada, hecha para los golpes y dispuesta a superar los retos, contraria a la de la fina y enamorada alteña, cultivada en el mundo de la cultura, no se hizo esperar, momentos después del matrimonio. Esto sucedió cuando la suegra decidió acompañarles al viaje de bodas junto con su esposo, un par de hijos, nueras y nietos, trepando al coche que les llevaría al viaje de bodas. Los recién casados pasaron su primera noche -y todas las demás-, en recámaras separadas. La primera fue bajo el cielo de Taxco, en escala que hacían en el trayecto rumbo a Acapulco, ante la despreocupación y falta de malicia del novio que veía esto como algo natural; era todo un norteño que pensaba como Acuña: “…los dos, un alma sola, los dos un solo pecho, y en medio de nosotros, mi madre como un Dios!”.

Contaba mi mamá que a la madrugada salió del hotel para dirigirse al templo de Santa Prisca en donde habló con un sacerdote explicando su situación y arrepentimiento; dado que el matrimonio no se había consumado, le ofreció su anillo de bodas a cambio de dinero para regresar a la Ciudad de México. Quisiera saber quién fue el sacerdote que la convenció de regresar al hotel y apostar al tiempo para formar una familia.

Su Luna de Miel fueron de los peores días de su vida; -como me fui regresé-, nos platicaba; emergía así ante ella la celosa suegra que no iba a permitir que a los hijos que crió y protegió ante las mayores adversidades de la violencia revolucionaria, se los arrebatara ninguna arribista, como llegó a considerar a todas sus nueras.

¿Cómo salió adelante este matrimonio? Sin duda alguna, la mano izquierda de mi madre que a través del tiempo amansó el carácter del coahuilense. Con siete hijos formados bajo su tutela, fueron pareja que complementó sus carencias y debilidades con respeto y amor. Ante cada capricho o excentricidad del esposo, ella siempre respondió con una complaciente carcajada. Lo acompañó en todas las aventuras que afrontó, en las buenas y en las malas.

Veía que el patrimonio se esfumaba por los manejos del hermano menor que era debilidad del esposo. Recuerdo a mi otra abuela que comentó con ironía: “Ah qué Antonio, chapas por aquí, chapas por allá, y al ratero lo tenía dentro de la casa…”.

Finalmente se tenía que vender la gran casa, mas faltaba una firma: la de mi madre. Consultando al hermano jurista a manera de consejero, este sentenció: “No tienes por qué firmar, si no lo deseas; nadie te puede obligar a hacerlo, pero Toño no te lo perdonará. Si quieres conservar a tu familia, tendrás qué hacerlo…”; ella firmó.

Sin ser afecta a la vida del rancho, en la última cosecha de aceituna que atendió mi papá, se fue con él varios meses, como presintiendo su separación; regresaron en noviembre. Él murió en enero, un domingo por la noche, mientras hablaba por teléfono; un infarto fulminante le cegó la vida, su última palabra fue un grito: ¡Lucha! Ella lo alcanzó a tender en el piso y a tratar de darle respiración a manera de un último beso de despedida; no había ya nada qué hacer…

Con lentes oscuros, no paró de llorar por muchos meses hasta que tuvo que ser reprendida por su oculista quien le advirtió de problemas de ceguera si seguía en ese estado. Emergió sobreviviéndole 21 años más. Singular el matrimonio de mis padres, Dios los bendiga.

Mi madre renació con su carácter despreocupado y dicharachero totalmente agudizado, pero esa es otra historia…

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