AQUELLA CAJITA DE ANGUILA
Ene 05 2018

POR DOMINGO QUIJADA GONZÁLEZ, CRONISTA OFICIAL DE NAVALMORAL DE LA MATA (CÁCERES)

El tradicional mazapan de anguílas

Víspera de Reyes, a mediados de los años cincuenta.

¡Din, don, dan; din, don, dan; din, don, dan; din, don, dan!…

Las campanas de la torre de Montehermoso repiten sus periódicas doce campanadas de cada media noche, hora obligada de irnos a acostar (máxime en esta fecha tan señalada).

Y en esas estaba yo: nervioso, pero esperanzado; y con ganas de que cantara de una vez el rojizo y pavonado gallo en el corral, del que solía ser “dueño y señor mío”.

Pero la noche se hace eterna. Los ojos no desean cerrarse, al igual que los oídos, pendientes de cualquier ruido en la habitación de al lado, donde duermen mis padres: la única que tiene balcón con acceso a la calle Plasencia, por donde pasan los Magos de Oriente. ¡Din!… La una, evidentemente.

Antonio y Constante –mis hermanos mayores– ya duermen, pues su trabajo es más duro que el mío, al ser los lugartenientes de mi querido padre.  ¡Din, don!… ya son las dos. Pero yo sigo igual: pensando, soñando, deseando que, ¡por fin!, este año a los Reyes les sobre algún juguete para mí.

Y esas cavilaciones terminan por derrotarme, me sumen en un profundo letargo, pero no impiden que prosiga envuelto en el más dulce de los sueños.

Hasta que el quiquiriquí del virrey del corral me devolvió a la realidad: mis hermanos corrían, yo tras ellos, seguido de los pequeños. Al menos yo, no sentía los rigores de esa mañana tan gélida, pues aún no crepitaban los troncos de nuestra vital chimenea.

Y, como cada año, junto a ella estaban mis katiuskas, cubiertas con unos envoltorios que, una vez abiertos, me mostraron lo habitual de cada año: unos calcetines o camiseta, los populares lápices Alpino y mi tradicional cajita de anguila (que años después descubrí que era una modalidad de presentar los mazapanes toledanos). Pero, de juguetes, ¡nada de nada! ¿Se le habrían terminado otra vez?

No recuerdo si desayunaba. Pero de lo que no me olvido es que, cuando salía de casa para ir a las de mis abuelas, bicicletas, balones, muñecas, etc., sí aparecían en diversos balcones (sobre todo en el centro de la localidad).

Y aquello me llegaba al alma: ¿por qué a mí no, si era buen estudiante y ayudaba a mis padres en las tareas agrarias y domésticas? (incluyendo en la compra, que odiaba, porque niños y chicas se burlaban de los varones que hacíamos esos menesteres por carecer de hermanas mayores…). De ese modo dejé de creer en Ellos porque, ni eran Justos, ni Magos.

Pero, dos o tres años después, a alguno de ellos se les cayó una navajita de Albacete en una de mis negruzcas botas. Y nunca olvidaré la sentencia de mi añorado padre: “hijo, los Reyes no te han marginado; con ella lograrás tus juguetes ansiados, modelando el corcho o la madera”.

Y así fue como el tío Constante se convirtió en mi mejor Rey Mago, pues los mejores barcos piratas que surcaban las aguas de la laguna de San Sebastián, las espadas de D’Artagnan y los Tres Mosqueteros o las pistolas de Gary Cooper llevaban su impronta.

De ese modo fui madurando y comprendiendo el concepto de amor y necesidad, entonces que no existían ONG’s ni ayudas municipales; del esfuerzo que suponía para mis desaparecidos y adorados padres el poder satisfacer a seis hijos en fecha tan señalada, cuando teníamos los garbanzos contados.

Pero, al margen de la resolutiva cuchilla castellana (que aún conservo…), siempre recordaré que jamás me faltó mi cajita de anguila de Sonseca (el “capricho” que se podía permitir mi adorada madre), de donde deriva el placer que siento aún por los mazapanes.

 

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