POR ANTONIO BOTÍAS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Para muchos murcianos la fin del mundo, que así en femenino siempre se invocó, sucede cada tres cuartos de hora. O cada vez que caen cuatro gotas. Por eso no extraña que ante algunos episodios climatológicos siempre se eche mano de los registros para ver si alguna vez en la historia llovió o nevó tanto o la tierra tembló con similar intensidad. Y el mes de abril, aunque acabó anteayer como quien dice, ya se recuerda como el más lluvioso del siglo. O, al menos, desde que existen registros.
Cierto es que pocos meses se recuerdan como este abril de aguas mil, aunque las nubes en otras muchas ocasiones hayan traído de cabeza a los murcianos. A veces, como sucedió en 1941, incluso se temían aunque estuvieran los cielos despejados. Eso sucedió cuando ordenaron que las campanas de la Catedral conjuraran las inexistentes nubes desde el 14 de abril al 14 de septiembre. Las campanas volteaban dos veces de amanecida, otra a media mañana y un par más a las cinco de la tarde.
Como melones
Quizá se conjuraban aquellas míticas nubes caravaqueñas o yeclanas, que así las llamaban, y que en una ocasión descargaron pedrisco del tamaño de naranjas que arrasó toda la huerta de Murcia. Ocurrió, según las crónicas, en agosto de 1805. Y no faltaron murcianos, exagerados como eran y seguimos siendo, que juraran entonces que algunas piedras eran «del tamaño de melones».
No menos peligro encerraban los rayos, como aquel que hizo yesca la torre de San Francisco, en el Malecón. O aquel otro que derritió la cabeza de la campana mayor de San Bartolomé.
En otras ocasiones también el tiempo evidenció que andaba medio loco. E incluso no faltaron episodios donde hasta los científicos más avezados se echaran las manos a la cabeza y se quedaran de piedra.
Pero de piedra remota y barroca debieron quedarse aquellos murcianos que, en la amanecida del 4 de junio de 1755, descubrieron, casi en pleno y fogoso verano, que las cumbres de Carrascoy estaban nevadas.
Y no fueron pocos los que quisieron acercarse a ver aquel prodigio que hoy achacaríamos al cambio climático. Sin embargo, a través de la historia, la naturaleza ha azotado a la Región casi tanto como la ha bendecido: épocas de fertilidad desmesurada han sucedido a hambrunas interminables, tormentas apocalípticas a tiempos de calma casi aplastante, inundaciones trágicas a sequías prolongadas. Esto es Murcia.
Demasiados huevos
Tanta fue en ocasiones la fertilidad en el Reino que en 1787 se vendía el vino al mismo precio que en el año 1600. Casi dos siglos antes. Y no acaba ahí la cosa. Una ordenanza aún vigente a principios del siglo XVIII prueba que las gallinas murcianas eran tan fértiles como la tierra que picoteaban.
Así, la ley establecía que, «por el desorden que hay en esta ciudad de Murcia en el vender de los güevos, es justo poner precio a ellos. Y se ordena que ninguno los venda a más precio de un cuarto el par, so pena de 600 maravedíes». Si Murcia se benefició algunos años por su fertilidad, no menos padeció la esterilidad.
La sequía del año 443 después de Cristo, de la que hará referencia San Isidoro, provocó tantas carencias que incluso muchos recurrieron al canibalismo para sobrevivir. La falta de agua también originó tumultos en los años 1647, 1661 y 1685, y otros durante el siglo XVIII.
El año de 1803 se recordó durante generaciones como el año del hambre. Algún autor ha destacado que, a través de la historia, en Murcia, por cada cinco años, uno era estéril, otro abundante y tres medianos. Tragedia sobre tragedia cuando la enfermedad coincidía con aquellos periodos de mayor escasez.
El capítulo de epidemias se inaugura en el siglo XIII con la terrible peste que azotó Murcia durante 3 años. De ella se dirá que no hubo mayor catástrofe desde el diluvio universal. En el siglo XIV, durante la llamada peste de las Anginas y tras la supuesta intersección de San Blas, la ciudad decidió levantarle un eremitorio.
La peste del Garrotillo
Ya en 1596, se detecta la peste del Garrotillo, también una afección mortífera y que dejaría para la historia escenas espeluznantes. Un testigo de la época señalará que «ocurre en Murcia que se sepultan muchos vivos y quedan insepultos muchos muertos».
En 1811, cualquier viajero sospechoso de padecer la peste tenía el paso prohibido a Murcia y, si insistía en entrar, se le obligaba a observar cuarentena a las afueras de la urbe. No era moco de pavo esperar cuarenta días para poder acceder a ella. Mientras, decenas de murcianos pudientes abandonaban sus hogares para refugiarse en los campos. Pobres y ricos, temerosos del contagio, pusieron en práctica la célebre máxima que se popularizó durante las epidemias de peste de la Edad Media: «Huir rápido, ir lejos y volver tarde».
Adonde se dirigían los afectados de paludismo y fiebres era a la iglesia de Santo Domingo. Allí, ante la imagen de San Gonzalo de Amaranto, obra del maestro Salzillo, era costumbre rezar estos versos: «San Gonzalo de Amaranto / tú que conoces mi mal / concédeme que me cure / mientras me pongo a bailar». Pero a bailar de verdad, ojo.
El curioso ritual terminaba con el enfermo bailando una parranda. Y, aunque el santo era portugués, ¿qué otra cosa habría de bailarse en estas latitudes?
Fuente: https://www.laverdad.es/