POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ).
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La matanza del cerdo antiguamente comenzaba a últimos de noviembre, por Santa Catalina de Alejandría y el apóstol San Andrés. Y de matanza a matanza se consumían los días de diciembre y la cuesta de enero, terminando los sacrificios por las Candelas, a comienzos de febrero. La matanza constituía un rito y el sacrificio requería valentía y oficio. Hay una buena nómina de profesionales matanchines. Destaco al inolvidable Luis Maldonado padre, el del matadero, y su ayudante Andrés Palacios, que colgaba sus cuchillos en las cartucheras de su cinturón a modo de canana. Aunque me quedo desde la jurisdicción de los tercios de la memoria con José Fernández, conocido cariñosamente por el mudo, excelente maestro en el manejo con la zurda, del afilado metal matancero. Mano que utilizaba en el certero arte de la puntilla, ante los toros echados en la arena, rendidos por el estoque del torero. Su eficaz puntilla mandaba a la primera al cornúpeta al otro barrio.
Junto a los matanchines no ignoro el trabajo de las matanceras que solían ser las personas del domicilio matancero, a las que echaban una mano las vecinas. En las casas con posibles eran los empleados. Fiel apoyo era el que recibían las religiosas trujillanas: franciscanas, clarisas, beatas, jerónimas y dominicas. Especialmente las matanzas de estas últimas. Ellas criaban en sus huertos los cochinos que luego procuraban buena mesa de carne y excelentes caldos y garbanzos cocidos, con tocino y morcilla. A excepción de la Santa Cuaresma, en las que las hermanas guardan ayunos y abstinencias. Sus caridades obsequiaban a las personas que les ayudaban con provisiones del sacrificado animal, en prueba de agradecimiento, bajo la jaculatoria piadosa: “Dios te lo pague, hija”. Ellas que desde el torno de sus conventos, nos proporcionan el dulce tocino de cielo de la Navidad.
Bien temprano, en el corral, se escuchaba el gruñido del animal que atrapado por el gancho era aupado al Gólgota de la mesa del sacrificio. El ancho cuchillo matancero penetraba en la papada y un caudal de sangre caía en el barreño, que con el removido e ingredientes todo acababa en morcilla de lustre.
El fuego de la retama iniciaba el chamuscado y raspado. Las ollas puestas a hervir. La prueba, especialmente un trozo de lengua, se enviaba para que la reconociese el veterinario, cerciorándose así que el animal sacrificado estaba exento de enfermedades, siendo su carne apta para el consumo. En el recuerdo: Federico González, Luis Ortiz y Juan Andrés Fernández, que con profesionalidad practicaban el examen triquinoscópico.
El gozo llegaba con la prueba hecha en la sartén y la careta asada, corriendo entonces de vaso en vaso la jarra del mejor vino reposado en el altar de la bodega. Junto con el sobresaliente sabor trujillano, producido por la moraga. El primer manjar asado, la “pajarilla”, que no era sino el páncreas del animal. Después, con lentitud y parsimonia se iba colgando el producto que las matanceras habían cortado, atado y picado, obra hecha con artesanía. Y allí, arriba, todo quedará quieto, inmóvil, hasta que la última gota grasa roja proclame el final del oreo. A media tarde, las mujeres hacían un alto para tomar como reconstituyente un café con las perrunillas de la confitería de Agustinina Lozano que su hermano Sebastián, como maestro dulcero, producía con inigualable sabor y calidad.
Mientras, se oía una ronda de villancicos por la Cuesta de la Sangre: “Esta noche es nochebuena y mañana Navidad”. Recordándonos que una madrugada transparente y fría, en diciembre, un Niño quiso hacerse carne habitando desde entonces entre nosotros. Benditos sean aquellos días matanceros que hoy nos han traído estos recuerdos”.
Gracias a la dirección y consejo de redacción de la Revista Comarca por publicar mis artículos. Comarca está editada por la Hermandad de la Virgen de la Victoria, Patrona de Trujillo. La próxima publicación llega al número 400, en el año 40 de su aparición. En ella escribiré sobre uno de mis primeros libros de ensayo que tuve cuando comenzaron mis afanes literarios: “Extremadura. La fantasía heroica”. Cuando se cumplen sesenta años de su publicación. Pues, Pedro de Lorenzo (1917-2000), escritor extremeño, su autor, dedicó, en el acto cuarto, varias páginas, a la ciudad que lo recibió, Trujillo.