POR PEPE MONTESERÍN, CRONISTA DE PRAVIA (ASTURIAS)
Esta mañana, mi madre (cumple un siglo en enero) me telefoneó muy compungida para comunicarme el fallecimiento de Arévalo y pedirme que diera el pésame a su hijo Jesús Ángel. Arévalo era muy querido por mi familia. En 1970, con sus ayudantes, desde el quinto piso en la calle Pérez de la Sala, 20, bajó nuestro piano por las escaleras, se lo llevó a su casa, lo despiezó y limpió como nunca se había hecho desde su compra en Nueva York, en 1929; lo afinó mejor que Quevedo a un soneto, volvió a armarlo y de nuevo escaleras arriba lo ajustó a la pared de nuestro recibidor, en el quinto cielo. Lo tocaban mi madre y mis cuatro hermanos, en especial Pedro, músico nato, y todos cantábamos y bailábamos zarzuelas, rancheras y barcarolas en torno al Stroud, con el aplauso siempre de nuestros vecinos; es más, la comunidad entera del número 20 debería homenajear a Jesús Arévalo, un hombre bien temperado.
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