«ARROYO EN TIEMPOS DEL CÓLERA»
Mar 13 2017

POR FRANCISCO JAVIER GARCÍA CARRERO, CRONISTA OFICIAL DE ARROYO DE LA LUZ (CÁCERES)

Triunfo del Cólera (Biblioteca Nacional)

No son pocos los historiadores que consideran a la centuria del XIX como el siglo del cólera. Y no les falta razón en esta afirmación ya que esta lacra endémica en algunos países de Asia fue desde 1830 una enfermedad universal debida generalmente a unos transportes más rápidos, al incremento del comercio internacional y a las constantes migraciones transoceánicas. A pesar de ello, no fueron estas las causas por las que llegó esta pandemia a nuestra región, sino más bien propiciado por su carácter de tierra fronteriza.

En Extremadura tenemos detectados varios sucesos en los que el conocido como “cólera morbo asiático” dejó su rastro de enfermedad catastrófica. Hubo cólera en 1833, 1853-1856, 1865, 1885 y 1890. Episodios dramáticos e intermitentes ligados sobre todo a la estación estival que provocaron una intensa crisis social en todos los pueblos que se vieron afectados. La llegada del cólera ocasionaba una paralización total de la vida cotidiana. Era una auténtica tragedia familiar ya que en no pocas ocasiones afectó a todos sus miembros. En la que discurrió, por ejemplo, entre 1853 y 1856 se vieron damnificados unos 34.000 extremeños de los que fenecieron 9.426, muchos de ellos, como veremos, habían nacido en Arroyo del Puerco.

Las noticias sobre una grave enfermedad que provocaba “diarrea acuosa profusa con vómitos de líquidos blancuzco con deshidratación severa de desarrollo muy rápido, color azulado, frío intenso y calambres”, que era completamente diferente a otras patologías diarreicas, y que podía matar a un adulto en pocas horas, se conocieron por primera vez en Arroyo del Puerco en marzo de 1833. Concretamente el día 10 de marzo la Junta Superior de Sanidad del Ayuntamiento arroyano informó a la población a través de un bando que existía una “grave enfermedad que iba haciendo grandes progresos en el vecino reino de Portugal” por lo que resultaba imprescindible acometer una serie de medidas con la finalidad de evitar el contagio de la localidad. Por ello desde ese mismo instante se prohibió, por ejemplo, la “entrada en el pueblo a cualquier persona que hubiese estado en el foco del contagio”.

En junio de ese mismo año, el cólera seguía avanzando por la península ya que se habían detectado numerosos casos en la limítrofe provincia del Alentejo portugués. En ese mes la Junta de Sanidad volvía a recomendar unas “medidas más restrictivas de libre circulación de personas y que las puertas de los pueblos estuviesen todas cerradas salvo las imprescindibles”. A la vez se instaba a los vecinos “bajo pena de fuertes multas” la prohibición de tirar animales muertos a la vía pública y ensuciar las calles con cualquier tipo de inmundicia, situación muy habitual en la época, y que se creía que pudiera estar en relación directa con la grave enfermedad.

A pesar que medidas similares a las comentadas fueron puestas en prácticas por otros pueblos y ciudades extremeñas, la enfermedad siguió avanzando por la región ya que Olivenza tuvo sus primeros casos en los primeros días de septiembre, y el día 21 de ese mes ya se sabía infectada la misma capital de Badajoz. A partir de ese mismo instante la localidad comenzó a implorar a la Virgen de la Luz para que les “librara del mal que azotaba a la provincia”. Independientemente de los rezos a la Patrona, la Junta Sanitaria del Ayuntamiento prohibió desde el 18 de septiembre, una vez concluida la feria anual, la prohibición de entrada en el pueblo a toda persona que viniese desde Badajoz, “aunque trajese carta de sanidad”. El pánico en octubre de 1833 ya fue absoluto porque se encontraba invadida de cólera el cercano pueblo de Alcántara. En ese momento la Junta ordenó que se reduzcan al mínimo las puertas de entrada a la villa y que se levantaran “las tapias que cerraban el pueblo”.

Fueron todas ellas reacciones lógicas de un miedo atroz en una población a la que llegaron noticias de un avance impredecible de la enfermedad, de la gravedad de la misma, y especialmente de la aparatosidad de su cuadro clínico. A ello se sumó una ausencia total de medidas terapéuticas eficaces que provocaron momentos de terror desmesurados que también se hicieron en muchos casos endémicos, incluso más que la propia enfermedad a combatir.

Lo más significativo del brote colérico de 1833 fue que gracias a todas las medias adoptadas, el pueblo salió indemne desde el punto de vista demográfico. Arroyo del Puerco no tuvo que lamentar pérdida alguna a causa de la enfermedad.

No sucedió lo mismo, como podremos comprobar, con el segundo gran brote colérico que penetró en la península en noviembre de 1853 y que se extendió hasta marzo de 1856. Es decir, coincidente históricamente con el conocido como Bienio Progresista del reinado de Isabel II (1854-1856). Las primeras noticas que llegaron a Arroyo del nuevo brote epidémico están fechadas en enero de 1854. En ese instante las autoridades provinciales ya advirtieron a los regidores arroyanos que se tomaran todas las medidas oportunas “para prevenirse de los efectos del cólera morbo asiático”. De manera urgente el Ayuntamiento con su alcalde, Diego Solana Cambero, ordenó constituir una nueva Junta Local de Sanidad que estaría integrada por los dos médicos de la villa y cuya función sería similar al del anterior brote de 1833, aunque los resultados finales por desgracia para nuestros paisanos serán muy diferentes.

Las medidas preventivas fueron muy similares y, al igual que en la situación precedente, se fueron endureciendo conforme se conocían episodios coléricos más próximos a la población. Tan es así que en el mes de septiembre de 1854, pasada la revolución que cambió el Gobierno moderado por el progresista, y la consiguiente modificación en la alcaldía, ahora el elegido fue Pedro González del Toro, se obligó a poner guardias de vecinos, la llamada Milicia Nacional, en todas las entradas de la población para que no se dejara pasar a “persona alguna que no venga garantizada de documentos competentes de sanidad”.

La otra gran medida que se barajó fue la suspensión de la feria anual de septiembre, evento que se había celebrado en la villa de manera ininterrumpida desde 1818. Se argumentaba, no sin razón, que no era recomendable la llegada masiva de personas provenientes de otras poblaciones que hubieran podido estar en contacto con algún foco epidémico. También, previendo lo que pudiera suceder se señaló como lazareto a la ermita y la casa de la Virgen de la Luz, espacio al que serían enviados de manera obligatoria y contundentemente a todos los vecinos que estuvieran infectados.

De manera incomprensible la feria no se suspendió, lo único que primó fueron intereses meramente económicos, argumentándose de manera peregrina que fue el gobernador civil el que no anunció su suspensión en el Boletín Oficial de la Provincia. Además, se afirmó, mintiendo de manera descarada a los 5.000 vecinos, que “las noticias respecto a la epidemia eran más favorables”. La realidad fue que la situación empeoró en pocos días y varios arroyanos contrajeron la enfermedad siendo trasladados de manera imperativa hasta el lazareto. Allí tuvieron escasos cuidados, por no decir ninguno, y además, estuvieron vigilados por hombres armados para impedir su salida de aquel recinto.

Que la enfermedad había penetrado en la villa resultó una evidencia para todos. Muy pronto el pueblo comenzó a contabilizar fallecidos por el cólera. Tan es así que si en el mes de agosto, cuando todavía no había ningún infectado, la población contabilizó 3 fallecimientos, el mes de septiembre dobló la cifra de óbitos, octubre elevó los muertos hasta los 18 fallecimientos y noviembre contabilizó 24, el número más alto de todo el año 1854.

Nº 9. Castillo-Cementerio (Cedida)

La cifra tan alta de fallecidos y de manera tan continuada provocó que definitivamente el castillo de los Herrera, y a pesar de las reticencias que el pueblo siempre manifestó para ser enterrados en este espacio, se convirtiera en el cementerio definitivo de la localidad hasta los últimos años del siglo XIX. De esta forma, los alrededores de las ermitas y el atrio de la iglesia se abandonaron definitivamente como espacios de enterramientos, al igual que ya había sucedido unos años antes en el interior del templo de la Asunción.

Pero si el brote de 1854 fue terrible para Arroyo, no tiene parangón con lo que sucederá en el verano de 1855. Las medidas de la Junta de Sanidad referidas a la limpieza y aseo de calles, además del control de las puertas de entrada, ya no resultaban efectivas. Numerosos vecinos habían contraído la enfermedad y ya poco podía hacerse. Incluso la villa se encontró con un problema adicional, estaba sin enterrador desde mediados de julio de 1855, una situación habitual en todos los pueblos infectados. El bando del Ayuntamiento llegó a afirmar que encontrar sepulturero era “una de las más interesantes y perentorias necesidades del pueblo”. No obstante, a mediados de agosto la alcaldía por 200 reales anuales, una cantidad nada desdeñable para la época, logró contratar un enterrador. El pueblo estaba preparado para lo que le llegaba, la epidemia colérica se cebó con los arroyanos como con pocos pueblos de la provincia cacereña.

Efectivamente, la cifra de difuntos comenzó a ser algo más que cotidiano. Si julio de 1855 registró 7 fallecidos, en agosto ya fueron 13, y en septiembre se llegó hasta los 116 muertos. Todavía octubre registró otros 24 cadáveres, entre los que se encontró el propio alcalde Pedro González del Toro que fue sustituido de manera urgente por Joaquín Ojalvo Fernández. El mes de noviembre contabilizó 5 difuntos más y una última subida en diciembre con 10 fallecimientos adicionales, momento en que se dio por concluida la fase álgida de la enfermedad.

Esas cifras provocaron por un lado que el enterrador no tuviera tiempo material para inhumar los cuerpos en el castillo, y por otro, el Ayuntamiento, por imposición del Gobierno Civil, prohibió llevar los cadáveres a ningún templo de la localidad ni siquiera para celebrar ceremonias religiosas. Todos los fallecimientos se registraron de la siguiente forma, “no recibió el viático por no permitirlo la enfermedad. Se le enterró enseguida por mandato judicial”.

Concluida la epidemia, el pueblo quedó muy tocado en todos los aspectos. No hubo familia que contabilizara al menos un allegado difunto, la cifra de muertos en los dos años había superado los 200, el 20% de todos los fallecimientos de la provincia, a los que hubo que sumar otras 26 familias que quedaron “reducidas a la clase de pobres y 81 orfandades pobres”, diría el escrito oficial del Ayuntamiento enviado al Gobierno Civil con la finalidad de solicitar una ayuda económica urgente.

Muy pronto llegaron los auxilios económicos, el Gobierno de Isabel II envió 88.000 reales para repartir entre las 51 localidades afectadas de la provincia, la Diputación Provincial envió 2.500 reales más, y la Junta Provincial de Beneficencia otros 1.500, en estos dos últimos casos cifras en exclusiva para nuestra localidad.

Vacuna contra el cólera (Biblioteca Nacional)

Para concluir, señalaremos que la epidemia de cólera sirvió para que la clase médica recibiera el empuje definitivo para lograr un espacio social preeminente como hasta ese momento nunca había tenido. La importancia que se otorgó a los médicos a partir de esta enfermedad se evidencia en dos decisiones perfectamente constatables, por un lado se produjo la inhabilitación de los médicos que no hubieran prestado auxilio conveniente a los enfermos y, por otro, al establecimiento de recompensas tanto económicas como de prestigio social dentro de la comunidad rural, ocupando un espacio que hasta entonces habían tenido los párrocos en exclusividad. El prestigio del maestro, por otro lado, todavía tardó en llegar, aunque eso es ya otra historia.

Fuente: http://arroyodelaluzpaisajesyfiestas.blogspot.com.es/

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