POR ANTONIO LUIS GALIANO PÉREZ, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
A todos aquellos que somos aficionados al cine, nos apetece de vez en cuando volver a visionar películas que, en algún momento, marcaron una época en la filmografía. Esto me sucedió durante la dichosa clausura o políticamente hablando, el fastidioso confinamiento, cuando en una cadena televisiva tuve la suerte de a adentrarme con interés en el celuloide en blanco y negro con el film dirigido, en 1953 por Fred Zinnemann, con el título «De aquí a la eternidad», en el que la magistral interpretación de Burt Lancaster, Montgomet Clif y Deborah Kerr, nos llevan de la mano a la milicia estadounidense en Hawai en 1941, al boxeo, al amor y al ataque de Pearl Harbor por la Armada Imperial del Japón.
Pero, tal vez, sea el sustantivo «eternidad» uno de los más utilizados en los títulos de películas sólo o acompañado con algún adjetivo o formando parte de alguna frase. Así, en soledad lo vemos relacionado con la muerte, en 1990, cuando un periodista presta su atención en la vida después de fenecer, queriendo salvar su productora televisiva; en 2019, en aquel judío ortodoxo que se asesora de un profesor de ciencias para averiguar el proceso de descomposición del cuerpo de su esposa tras pasar al otro mundo; en 2016, en la coproducción franco-vietnamita en la que se narra la vida de una familia durante un siglo. Por el contrario, «eternidad» aparecerá en otros títulos, como en «Van Gogh, a las puertas de la eternidad» (2018), o en «Un hombre para la eternidad» (1966), en la que nos sitúa en el siglo XVI y en las relaciones entre Enrique VIII de Inglaterra, Ana Bolena y Thomas Moro. Por último, en 1998, en la coproducción greco-francesa-alemana-italiana, «La eternidad y un día» se reflexiona sobre la muerte.
A partir de ella, podríamos llegar a fijarnos en la vida eterna de una persona después de haber emitido su último suspiro.
En esos momentos, en el tránsito hacia la perdurabilidad de la vida siempre es de agradecer el verse y sentirse acompañado, ya no sólo como consuelo para el finado sino también para sus más allegados. Esto, por desgracia no se ha podido llevar a cabo en la situación sanitaria que estamos viviendo, y han sido miles y miles de ancianos y no ancianos los que han tenido que traspasar el umbral hacia la vida eterna en solitario, sin consuelo y sin ningún tipo de auxilio, incluso espiritual.
Esto último no fue lo que le ocurrió a Jayme Morales, escribano público de la Gobernación, Guerra y numerario de los juzgados de Orihuela, que falleció el 31 de agosto de 1774, en la parroquia del Campo de Salinas, perteneciente a la jurisdicción oriolana.
Su cadáver fue trasladado al día siguiente y enterrado por la tarde en la iglesia del Colegio de Predicadores de nuestra ciudad. Este personaje era cofrade mayor de la Cofradía de San Vicente Ferrer de la parroquia de las Santas Justa y Rufina y, por tal razón, fue acompañado en su entierro por los cofrades de la misma portando «velas, guión y linternas». Como perteneciente a esta corporación le correspondía que se celebrasen en el altar privilegiado del Santo valenciano 12 misas según sus Estatutos, para el descanso de su alma. Pero, el agradecimiento de la citada Cofradía fue aún mayor, ya que dentro de las gestiones que había efectuado durante su mandato, en la junta celebrada el 9 de septiembre del citado año de 1774 y «por señal y expresión de gratitud a la mucho que había contribuido al aumento de la Cofradía en los continuados empleos de cofrade mayor», concretamente en la ejecución de un retablo para la capilla del Santo, así como por la gran cantidad de limosnas que había recolectado para ello; que se celebrara un aniversario en dicha capilla el viernes 16 de septiembre.
En la mañana de ese día, previo nocturno en la víspera, el clero parroquial de las Santas Justa y Rufina con el concurso de la Capilla de Música de la catedral que cobró dos libras; se efectuó el citado aniversario, cantando la misa Juan Cerdá y Carrover, oficiando de diácono Francisco Tamarit. Para asistir a la ceremonia se congregaron los cofrades, entre los cuales estaba el prior Francisco Pérez Assiain; Francisco Lledó, cofrade mayor en esos momentos; los presbíteros Antonio Jordán y Antonio Cámara; Manuel González Arbona, Luis Leandro Blanch, secretario; Manuel Vergel, Miguel Reyna, Vicente Benito, Antonio López, y otros de número.
Delante del altar se montó un túmulo de tres órdenes paramentado con sus correspondientes luces, cuyo costo fue de 3 sueldos. Sin embargo, la cera que se quemó, tanto en el túmulo como en el altar, procedía de la que disponía la Cofradía para su uso.
El importe total del aniversario fue de 5 libras 11 sueldos, incluyendo el pago al clero parroquial por sus derechos del aniversario, el estipendio por la misa cantada, el toque de las campanas, sacristanes y la limosna de 14 reales por siete misas rezadas.
Así, arropado por sus hermanos cofrades, el cuerpo del escribano Morales fue soterrado y para la salvación de su alma, se vio favorecido en el tránsito hacia la eternidad con varias misas en la capilla del Patrón de su Cofradía.
Tuvo suerte en ello, pues de haber sucedido el óbito durante alguna de las epidemias que, con más o menos frecuencia, asolaban el campo, la huerta y la ciudad de Orihuela, no hubiera podido gozar del consuelo de los suyos y allegados, como ha acaecido a muchos que ya no están entre nosotros. Descansen en paz eternamente.