CON MOTIVO DEL DOMINGO DE RESURRECCIÓN, DONDE LA FIESTA DEL TORO DEL ALELUYA ES LA GRAN PROTAGONISTA DE LA JORNADA, RECORDAMOS UN CURIOSO TRABAJO DEL TRISTEMENTE IDO CRONISTA OFICIAL DE LA CIUDAD, MANUEL PÉREZ REGORDÁN
Con motivo del Domingo de Resurrección, donde la fiesta del Toro del Aleluya es la gran protagonista de la jornada, recordamos un curioso trabajo del tristemente ido cronista oficial de la ciudad, Manuel Pérez Regordán.
«Desde la conquista de Arcos, en 1255, se estableció la carnicería o matadero en parte del solar que hoy ocupa el Parador de Turismo ‘Casa del Corregidor’, con entrada por la puerta de servicios de este establecimiento, donde comenzaba la desaparecida calle de la Vicaría para enlazar con la de la Cárcel Vieja, por detrás del Convento de Mercedarias, cortada por motivo del terremoto de Lisboa, en 1755.
A la derecha de la mediación de la primera calle mencionada, se encontraba el matadero que, en tiempos de los Reyes Católicos, ya se trató de establecer fuera del recinto amurallado, por razones de higiene, lo que no llegó a conseguirse hasta la alcaldía de donde Manuel Gómez de Luna, en 1929.
Cada vez que había que sacrificar reses bravas, se mantenía en el más absoluto silencio la noticia, porque los muchachos se apresuraban a celebrar un espectáculo taurino-callejero que no todos los días se ofrecía.
La conducción de las reses hasta el matadero se efectuaba pasada la media noche, entrando los toros con los mansos por la Puerta de Matrera. Subían por las calles Cita, Alanises, Nuestro Padre Jesús Nazareno, Cuesta del Socorro, San Pedro, Núñez de Prado, Boticas y Plaza de Boticas, donde –sin excepción- se organizaba el espectáculo. Durante todo el recorrido callejero permanecían apagadas las farolas –de aceite en principio y de gas, después-, por lo que los mozos que acompañaban a las reses no cesaban de gritar: ¡Luces al toro! ¡Luces al toro!, con lo que los vecinos, al oír los gritos, se asomaban a los balcones y rejas para presenciar la insólita comitiva, provistos de sus quinqués, candiles o velones, colaborando así a la iluminación de las calles. Al propio tiempo, desde los balcones, se acostumbraba a arrojar cubos de agua a los que la algarabía de los que habían tenido la suerte de enterarse con anterioridad sobre la llegada de los toros, despertaban a los que, totalmente ajenos a cuanto ocurría, descansaban plácidamente en sus camas.
El toro bravo siempre se conducía con una pata atada por una gruesa maroma que sujetaban unos mozos, llamada ‘la peá’, de la que, al observar cualquier peligro, tiraban haciendo perder el equilibrio al animal.
Cuando mozos, mansos y toros llegaban a la Plaza de Boticas, las voces de rigor no se hacían esperar:
-¡Que le quiten la peá! ¡Que le quiten la peá!
El animal que se iba a sacrificar estaba ya situado ante el callejón de Escribanos para entrar en el matadero. Ya no existía peligro alguno y se podía soltar. Y así se hacía. Después del largo recorrido con los toros, se organizaba una improvisada capea con aquellos animales que pocos minutos les quedaban de vida.
Y esta costumbre, a pesar de la prohibición de fiestas de toros que ordenó Carlos III, se mantuvo en Arcos, con mayor o menor éxito, convirtiéndose –quizás en 1814 con la célebre frase de Fernando VII: ‘Al pueblo pan y toros’- en la suelta de un toro de cuerda –esta vez en los cuernos- para celebrar cualquier acontecimiento festivo, como lo es de del ‘Aleluya1 o alegría por la Resurrección de Cristo.
Contó Arcos con la suelta de otro toro, con motivo de las fiestas de Nuestra Señora de la Caridad, en el Barrio Bajo, en honor de cuya imagen se celebraba una bonita velada, convertida en feria de ganados por la Segunda República y, más tarde, nuevamente en velada, con el nombre de María Auxiliadora.
Tres calles guardaban en Arcos el recuerdo taurino, con los nombres de ‘Callejón del Chiquero’: el Callejón de Acosta, en el Barrio Bajo; la calle Escribanos, con salida a la Plaza del Cabildo, y la antigua calle Yuste, a la que se le ha devuelto su rancio nombre de ‘Callejón del Chiquero’.
En otro tiempo se corría también el ‘Toro de los Impedidos’; uno en la feligresía de Santa María y otro en la de San Pedro. Se celebraba el festejo muy de mañana, mientras las campanas tocaban a Viático o Su Majestad. El sacrificio del astado coincidía con la salida procesional que llevaba el Santísimo Sacramento a los imposibilitados para trasladarse al templo.
Y aún se soltaba más ganado bravo, esta vez vaquillas, que se corrían de noche con el nombre de ‘los gallumbos’, de Las Nieves, a las que hicimos alusión en la historia número 78 del primer volumen de este trabajo.
El toro de cuerda supuso durante nuestra última contienda civil la mejor propaganda para las tropas de Franco, porque, fuera o no verdad, cuando el general Queipo de Llano emitía por radio la noticia de la toma de alguna importante población española a los republicanos, los seguidores de la causa ordenaban inmediatamente la suelta de un toro por las calles de Arcos para festejar el triunfo.
Hasta principios de siglo, el Toro del Aleluya llegó a nosotros con escaso interés. Fue la guerra del 36 y la propaganda que necesitó, las que dieron mayor vigor a la fiesta.
Siendo alcalde don Laureano Barrera Ruiz se legalizó la fiesta, convirtiéndola en ‘encierro’, cuyo expediente contó con la valiosísima aportación histórica del escritor arcense don Rafael Pérez Mayolín, del que conservamos una copia en nuestro archivo, donada por su autor».