POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Tras la construcción de nuestra iglesia parroquial, de San Bartolomé, ferviente seguidor de las directrices de los Papas de Roma durante la Cuaresma se guardaban las reglas establecidas, por el papado, sobre la religiosidad y, el cumplimiento del ayuno y abstinencia; “si no se había comprado la bula papal”.
Una bula es un documento -similar a los impuestos actuales- que expidió la Iglesia, para dispensar, a cambio, a su dueño, de ayunar o mantener el estado de abstinencia.
La primera bula fue promulgada por el Papa Alejandro II, en el año 1064, siendo conocida como “bula de la Cruzada”, ya que tenía como finalidad, financiar el viaje de las Cruzadas que debería liberar los Santos lugares donde nació Cristo de las manos musulmanas.
De inicio los ayunos consistían en realizar una sola comida al día, después de ponerse el sol, a base de verduras, frutas, legumbres, pan y agua. Con posterioridad, se establecieron tres días de abstinencia de carne; más el ayuno cuaresmal. Cuanto más estricta fuera la Iglesia, más ingresos se obtenían. La excepción del pago de las bulas-también llamada santa bula- alcanzaba a los enfermos del estómago, a los predicadores en tierras de infieles, a los cocineros y pocos más.
Cuando el Papa León X, el día 31 de mayo de 1515, promulgó una nueva bula, con el fin de recaudar más dinero para conseguir terminar de construir la Basílica de San Pedro, de Roma a tenor de los ayunos, creó un gran malestar entre las autoridades civiles.
Al importe de dicha bula se le llamó “La Taxa Camarae”, tarifa promulgada con el fin de “vender indulgencias”; perdonando las culpas, a quienes comprasen dichas bulas. No había delito; por horrible que fuese, que no pudiera ser perdonado, a cambio de dinero.
Surgió el discrepante monje agustino alemán, Martín Lutero, quien se opuso, de forma tajante, a cumplir dicha norma; por ser irracional e hipócrita. Ante tamaña confrontación, acabó separándose de la religión católica y, al ser excomulgado, en el año 1520, lideró la Reforma Protestante.
En toda la huerta murciana acarreó un serio problema a todos los agricultores ya que, la Cuaresma, caía en una época de gran laboriosidad. Había que aprovechar las tandas de riego, para sacar a flote las cosechas y, para ello, tenían que trabajar duro “de sol a sol”. Eran jornadas muy extenuantes, debido al intenso frío, ya que, las labores, comenzaban a las seis de la mañana y, los que no adquirían la bula, tenían que comer sardinas de bota con aletría y, solo, unos tragos de aguardiente; para entrar en calor.
Los huertanos, que practicaban la religión católica, pasaban estrecheces económicas para poder pagar “la tarja” (moneda de vellón española del siglo XVI) y, de lo contrario, podían ser sancionados con la excomunión de la Santa Madre Iglesia, por no llevar a buen termino sus directrices.
Para que se cumpliera dicha normativa, unos encargados de la Parroquia de Ulea, salían a la calle con unas bocinas, por orden del señor cura, para recordar dicho mandato a los ciudadanos; haciéndolas sonar desde las primeras horas del Miércoles de Ceniza.
Aquí concretamente, comenzaban a sonar, a partir de la media noche del Martes de Carnes Tolendas, indicando que, si no compraban la bula, se olvidaran de la carne; según ordena la Iglesia y, teniendo que volver al bacalao y sardinas de bota.
Antes de marchar al trabajo, tenían que salir en comitiva, con los rezadores del Rosario de la Aurora –hay que observar qué, durante la Cuaresma, no se canta el Aleluya ni el Gloria—Al acabar los rezos acudían al colmado de Josep Thomas Abenza, situado en la calle Mayor y único del pueblo, para adquirir los alimentos adecuados, según hubieran comprado la bula, o no.
En la puerta del colmado, los representantes de la parroquia revisaban los alimentos adquiridos y, tras comprobar que eran correctos, les daban el visto bueno y les decían buenos días.
Tal era el bullicio que se armaba, debido a la algarabía de los trajineros, los arreos a las bestias y los rebuznos de las mismas qué, el sepulturero del pueblo que se llamaba Juan Piñero López—siempre de buen humor, de forma jocosa dijo: los animales parecen protestar mediante rebuznos ¿es que tendrán más sentido común que nosotros? Dichas expresiones fueron consideradas como una herejía y, el afable enterrador, por ello, fue confinado en la cárcel.