POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS).
Es tema muy socorrido de conversación y preocupa mucho en Asturias todo lo relacionado con la meteorología.
Dícese que todo lo relacionado con este tema siempre estimuló y motivó la conversación entre los británicos -así lo afirmaba George Bernard Shaw-, pero no menos ocurre en este viejo Principado.
Los pueblos agrarios dependen mucho de la meteorología y de sus caprichos y oscilaciones, especialmente en los pueblos atlánticos, porque en aquellos que tienen un clima estable no se preocupan demasiado del mismo, dado que cada día se parece al anterior y al siguiente.
De hecho, a un andaluz -por ejemplo- no le preocupa mayormente la meteorología, bastante lineal y monótona siempre, mientras a los que vivimos en la cornisa cantábrica nos condiciona mucho, lo mismo para organizar una fiesta que para sembrar fabes; para ir de excursión que para salir de procesión, para reparar el clásico “argayu” o para recoger el maíz.
Miles de refranes asturianos hacen alusión a esta cuestión de la meteorología, con máximo protagonismo para la lluvia, la niebla, el orbayo y el frío, y mucho menos para el sol, el calor e -incluso- la nieve, ésta última más presente en el folclore, la canción y la poesía, que en las conversaciones habituales.
Bien es cierto que la meteorología parece que antes estaba más presente y era más activa que en la actualidad, porque es habitual escuchar aquello de que antes los inviernos eran más duros o que los ríos se desbordaban con mayor frecuencia.
Como diría mi antiguo profesor Jesús Neira Martínez (padre de la lingüística asturiana y gran estudioso de todos los bables del Principado) es el “demonio de las nubes un genio mitológico que organiza las nubes y las tormentas”.
O como añadiría su amigo el catedrático José María Martínez Cachero, el ambiente en el que se desarrolla la inmortal obra de Clarín, “La Regenta”, se debe en buena medida a que “en Vetusta es una ciudad en la que llueve mucho, lo que provoca que los vecinos practiquen el deporte de vigilarse unos a otros”.
Todavía se vende en nuestras librerías el ´Calendario Zaragozano´, algo que a mí me asombra, porque fiarse de sus pronósticos meteorológicos con más de un año de antelación (suele estar a la venta ya en octubre para todo el año siguiente) parece algo increíble, especialmente en estos tiempos en los que la fiabilidad de las predicciones meteorológicas son un hecho que viene de la mano de modelos matemáticos de predicción cada día mejores; a no ser que el fiel lector del citado calendario se conforme solo con afirmaciones generales rutinarias del tipo “hará frío en el invierno, habrá flores en abril; la luna tendrá sus cuartos; el sol seguirá con manchas, grave, majestuoso y serio; no faltarán tormentas, sobre todo en el verano, y el sol calentará bravo en julio como en agosto. Caerán de nuevo las hojas desde septiembre hasta enero, y regresará el hielo entre diciembre y febrero”.
Porque una cosa es tener a mano fechas de eclipses, horarios de la salida y puesta del sol; santoral, etc. y otra creerse el pronóstico meteorológico asociado con signos del zodiaco y valedero para toda España, lo mismo da que el lector viva en Sevilla que en Gijón, en Murcia que en Santander.
Y así, desde 1840, cuyo nombre pretende homenajear al médico y astrónomo español del siglo XVI, Victoriano Zaragozano, que ya elaboraba sus propios almanaques.
Tampoco es muy de extrañar en un país tan dado a creer en horóscopos y supersticiones de todo tipo, cuyas bases científicas son rotundamente nulas (y falsas).
Creo que es el otoño la estación más asturiana con sus sanmartines, esfoyazas, sidra nueva en los duernos y las cosechas recogidas, porque es evidente que con la llegada del otoño en la vida campesina asturiana los ritmos son (eran) más pausados y los trabajos y tareas entraban en un ambiente de mayor intimidad hogareña.
Se iniciaba la hora de hacer inventario con la recogida del maíz, manzanas, castañas, nueces, avellanas, etc. El año agrícola concluía y se entraba en un periodo de sosegado letargo hasta la primavera.
Un tiempo pasado que ahora vemos como una dulce sinfonía pastoral, pero que estaba lleno de carencias, pobreza y duro trabajo.
Nuestros antepasados casi no conocían otro sistema de vida y -por ello y a su modo- eran felices o, al menos, lo imaginamos. Una Asturias que no bastaba con vivirla o visitarla, porque era plural, compleja, oculta y -sin embargo- diáfana para los hombres y mujeres de buena voluntad.
Al igual que hoy sigue siendo la Asturias montañosa y cantábrica, ganadera y pesquera, rural y apacible, laboriosa y festiva.
FUENTE: https://www.facebook.com/franciscojose.rozadamartinez
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