POR ALBERTO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ CRONISTA OFICIAL DE BADAJOZ
Conocí a Augusto Rebollo cuando yo tenía siete u ocho años. Hacia 1948. Hace, pues, setenta. No se si entre los presentes habrá muchos que puedan igualar esa marca, incluida su mujer, Mary Carmen, y Enrique Sánchez de León, que son de sus conocedores más antiguos.
Fue porque por aquel tiempo, aunque no por mucho más, los dos vivíamos en la misma casa, en la Calle del Río número 37. Yo, con mi familia, en el bajo. Él, con su madre, Doña Concha, amiga de los míos, y sus hermanos, en el principal. Una buena gente de La Parra, según escuchaba yo a los mayores.
Aunque por entonces yo no supe bien quién era Augusto. Mejor recuerdo a su hermano Marcos, empleado de Galerías Preciados en sus primeros locales de Badajoz, calles de la Soledad y Francisco Pizarro, y luego con altos cargos en diversos lugares de España.
De quién era Augusto me enteré algo después, ya con catorce o quince años. Y no por razones de vecindad o amistad familiar, sino en un lugar en que, por imperativo de una ley inicua y sectaria, hoy no se puede hablar. La Ciudad Juvenil del Frente de Juventudes situada la memoria de Menacho. Una verdadera escuela de convivencia en la que tuve la suerte de topar con él. Y con su luego cuñado, Jesús Jiménez Hernández. Otra excepcional persona. Y con Enrique Sánchez de León, y alguno más de los aquí presentes esta noche.
Un encuentro que habría de resultar decisivo para mi formación. Pues, además de darme otras muchas lecciones y ejemplos de comportamiento y estilo Augusto fue, junto con mi abuela, Luz González Willemenot; la Doña Luz que dio lecciones de francés a varias generaciones de badajocenses; la culta dama francesa con la que siempre hablé en su idioma, quien encarrilló mis estudios, fomentó mi vocación intelectual, y oriento mis primeras lecturas. A ellos debo el afán por saber, y el conocer, entender y asimilar, desde edad muy temprana, a los autores clásicos y modernos de la literatura española y universal.
Lo que hoy sea como persona, a ellos dos lo debo en gran medida. A mi abuela Luz y a Augusto Rebollo. Y soy consciente de ello. De ahí el cariño y respeto que siempre profesé a los dos, y que a Augusto le manifestaba siempre públicamente. Nobleza obliga, me enseñó.
De mano de Augusto Rebollo, que enseguida captó que lo mío era lo que entonces se llamaba Cultura y Arte, participé en seminarios y cursos de formación, clubs de debate, grupos de teatro, fundación y redacción de periódicos y revistas juveniles -¡Aquel querido Queremos¡- y otras mil actividades de ese tipo.
Menudo, enteco, calmo, inteligente, agudísimo, pero sencillo y modesto; lector impenitente, socarrón; algo escéptico como buen hombre de pensamiento; idealista; escritor de aguda pluma; maestro de la ironía y los juegos intelectuales, era lo que Chesterton llamaba un personaje de combustión interna. Fue hombre de método y estudio que leyó mucho, pensó mucho, enseñó mucho y escribió mucho. Durante una época firmó sus escritos como “Augusto de la Parra”. Con el tiempo, por la sola razón del afecto que me profesaba, tuve el honor de que me encargará prologar dos libros suyos.
De profundas convicciones y rigurosos esquemas éticos, cuando vio que el tren en que viajaba por la vida no iba a donde él quería, se bajó en una estación en medio del campo, situada en ninguna parte, y reinició el viaje por su cuenta, a partir del kilómetro cero, casi sin equipaje, para llegar a donde de verdad quería ir. Y se hizo maestro, estudio derecho, y reinició su andadura, satisfecho por haberse encontrado consigo mismo.
Por su fisonomía, de tan peculiar perfil, lo rubio de su apariencia, y sus ojos claros, hubiera pasado por inglés si su españolismo no hubiera quedado de manifiesto de inmediato en sus actitudes y sus palabras. Porque como a Don Quijote el gozo, en su primera salida al campo, a Augusto, España le reventaba por las cinchas del caballo.
Gran maestro, en lo educativo; gran guía, en el dirigentismo juvenil; y sobre todo, gran persona, en lo humano. Dotado más que para la hazaña para la empresa, porque era hombre de horizontes largos, siempre estuvo involucrado en proyectos de todo tipo, de los que era el alma, pero en los que rechazaba el protagonismo. Tras el Frente de Juventudes, la escuela, y sus libros, la Económica fue el barco en el que realizó sus mejores singladuras.
Un ser verdaderamente Augusto. Menudo por fuera, pero enorme por dentro, es difícil entender cómo un hombre tan grande cabía dentro de si mismo.
Con su pérdida hace unos meses la Económica se quedó en un poco menos, pues perdió a uno de sus mejores. Aunque desde hoy es un poco más. Pues al evocarlo en este acto, la Económica se hace más grande.
Badajoz, 20 Febrero 2017