POR ANTONIO VERDÚ FERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE JUMILLA (MURCIA)
Buscando en el baúl de los recuerdos, llegó a mis manos una publicación del año 1906, inserta en el “Diario de Barcelona” del número 261, martes 18 de septiembre de 1906.
En el mismo podemos ver un artículo firmado por Azorín, titulado “El Convento”, refiriéndose al de Santa Ana del Monte de Jumilla, que dice lo siguiente:
“Todos los años, cuando puedo, voy por otoño a pasar un día o dos con unos buenos frailes. El Convento -de Santa Ana del Monte de Jumilla- está situado cerca de Jumilla; para ir a Jumilla paso por Yecla; las dos son grandes, populosas ciudades de la provincia de Murcia, pero aunque pertenecen a esta tierra, aunque se hallan muy lejos del litoral, tienen, sin embargo, especialmente Yecla, un carácter marcado de poblaciones del interior, de ciudades meseteñas, vetustas, cansadas.
El Yecla yo saludo a los buenos amigos; veo a los antiguos condiscípulos, que aún están aspirando a ser notarios, jueces, escribanos o registradores (porque, como es natural, todos son abogados); doy un abrazo a los viejos hidalgos, estos hombres excelentes, afables, que ya están casi todos arruinados; entro un momento en las casas amigas; curioseo por las iglesias; veo a una porción de viejecitas que comienzan a suspirar y que dicen que más han tenido cuando niño en sus brazos, y luego que he hecho, tomo un carruaje y me marcho hacia la otra ciudad (Jumilla). En esta otra ciudad soy desconocido; para llegar a ella, la carretera corre por extensos llanos de sembradura, que ahora en otoño se muestran yermos, pelados, y atraviesa inmensos olivares, con sus olivos grises, plomizos, melancólicos.
En el horizonte aparecen lomazos y montañas cenicientos, sin árboles, sin el más leve rastro de vegetación. Llego a mediodía a la ciudad y entro en un parador; no se cómo se llama este parador; pero me interesan mucho los nombres de las ventas, mesones y paradores; en las viejas guías leemos que hay algunos que se titulan de la Paloma, otros de la Ánimas, otros de la Luna y otros de algún santo, como San Antonio o San José. Este en que yo reposo ahora un momento, repito que no se cómo se llama; no tiene rótulo ni enseña visible; pero en fin, yo voy a lo más urgente y transcendental, y llamo a un mozo y le encargo un yantar sobrio y sencillo para devorarlo cuanto antes.
Me llaman dentro de una hora (que yo la he empleado leyendo) y como; después digo: “Ea, señores, quédense ustedes con Dios”, y emprendo el camino del Convento. El Convento dista de la ciudad una hora. Salgo del pueblo y empiezo a andar por una frondosa llanura de huerta; a un lado y a otro del camino, se extienden maizales, herrenes y varios otros cuadros de hortaliza; en ellos crecen también gran copia y variedad de frutales. Poco a poco, toda esta vegetación va desapareciendo; a las huertas suceden los viñedos; luego desaparecen también las viñas y comienzo a subir por la falda de un monte. En esta montaña está escondido el Convento, la montaña es muy alta, fragosa y poblada de pinos; el aire sutil y fino, viene cargado de aroma de resina, y el cielo se muestra puro y azul. No tengo que hacer más, sino subir por esta sendita perdicera hasta encontrar el Convento; ahora no lo veo todavía; pero yo sé que, al salir de un recodo del camino, aparecerá a lo lejos, allá en lo alto, el muro blanco de la fachada que asoma entre el verde de los pinos. Así sucede, en efecto; camino diez minutos más y ya estoy ante la puerta del edificio. Entonces echo mano a un cordel y hago sonar una campana. Espero un momento y veo que sale un lego.
– Buenas tardes -le digo. – Buenas nos la de Dios -dice él. En seguida le explico que vengo a pasar un día en el Convento y que ya h estado otras veces en él. – Entonces -dice el lego- entre usted y espere un momento, que voy a llamar al padre guardián. Se va el lego y me quedo solo; estoy en una salita diminuta, situada cerca de la puerta de entrada; hay en ella solo seis u ocho sillas, y en las paredes prenden dos anchos cuadros; en el uno, están retratados todos los pontífices que ha habido, y señalados especialmente los que han pertenecido a la Orden de San Francisco (no se si he dicho ya que estos frailes son franciscanos); entre ellos vemos al célebre cardenal Barbarini; en el otro cuadro, se hallan representados todos los hombres eminentes que han salido de entre las filas franciscanas; y aquí podemos distinguir a los españoles Jiménez de Cisneros y al arzobispo de Toledo, Alameda y Brea. El inspeccionar estos cuadros me entretiene un momento; en esto oigo un tintineo de rosario, y veo que entra el padre guardián.
– ¡Caramba, señor Azorín! -exclama al vermes -¿Usted por aquí? – ¿Qué tal, padre guardián? -le digo yo -¿Cómo está usted? Nos sentamos y charlamos de cosas indiferentes durante un instante- – Y, ¿qué hay por Madrid? – Nada: lo de siempre. – Pues decían que parece que va a haber no sé qué dentro de poco… – ¡Ca! Allí lo que hacemos es pasar el rato lo mejor que podemos.
El padre guardián me hace ir con él, y me lleva a una celdita minúscula, con las paredes blancas. Todo el Convento es muy chiquito; hay celdas en la casa, en que uno no sabe cómo podrá revolverse una persona. – Esta -me dice el padre guardián- es la celda de usted; ahora puede usted hacer lo que quiera.
Nos despedimos; él se marcha, y yo, después de estar en la celda un poco, salgo al claustro y comienzo a pasear; luego entro en la biblioteca. Es una vieja biblioteca llena de infolios forrados en pergamino; por las ventanas abiertas de par en par, se divisa el extenso panorama de los pinares. Aquí están estos autores cuyos nombres hemos leído de cuando en cuando en alguna polémica del siglo XVIII, pero tal vez no sabemos quiénes eran, ni dónde vivían, tales como Pablo Meruba, Cornelio Agripa, Marsilio Ficino, Fabricio Hidalgo. Las obras de San Agustín están en un lado; las de Cicerón en otro; más allá las de Santo Tomás y las de Tácito. En una mesa del centro, reposa un número viejo de la Hormiga de oro y otro de El Imparcial.
Yo no tengo ganas de leer; cada día leo menos; de niño, de adolescente, he recorrido las páginas de muchos de estos libros; pero con los años he aprendido que, casi todos los libros dicen lo mismo, y que es mejor observar la vida que pasa, que entretenerse en las cosas muertas que hay en los libros. Me canso de estar en la biblioteca y me marcho al huerto: un huerto con caminejos bordeados por cipreses gigantescos, centenarios. Después, cuando ya he recorrido el huerto, salgo del Convento, entro en el pinar y me tiendo debajo de los pinos. Las horas van transcurriendo lentamente; todo está en silencio; el ruido, ese ruido horrible de las ciudades, no aturde mi cerebro. Por la noche, como en el mismo comedor de los frailes, junto a ellos, y después, el guardián y dos o tres religiosos más, vamos al huerto, y, sentados al pie de los cipreses seculares, inmóviles, vemos a lo lejos, en la hondonada remota, el titilear misterioso de los centenares de luces de la ciudad…. -de Jumilla-. Azorín.
FUENTE: A.V.F.