POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALMAS).
“Mariposa: Tu y yo somos pequeños, menguados son tus sueños y mis galas. Tú que puedes volar, no tienes sueños. Yo que puedo soñar, no tengo alas.”
La poetisa intimista Ignacia de Lara Henríquez (Las Palmas de Gran Canaria, 1880-1940) definió de esta manera tan sutil como profunda, la necesidad que el ser humano ha tenido, desde el momento mismo de su creación, de trascender su propia condición y llegar a habitar en los territorios de la más pura utopía.
Siempre nos ha causado verdadero gozo leer y releer, una y otra vez, los llamados libros de viajes escritos por personas de las más diversas condiciones, culturas y procedencias. Gran Canaria, la Tamarán (sic) aborigen, ha sido privilegiada por ser motivo constante de reseñas en escritos, unas veces publicados y otras guardados en archivos sin ver hasta ahora la luz. Así, desde las crónicas coetáneas a la Conquista Castellana hasta Sabino Berthelot, Wölfel y otros posteriores, se han ido sumando visiones, más o menos exactas, de la realidad de nuestra Isla.
Tal vez, el más sorprendente es el titulado Die Canarischen Inseln, Ihre Vergangenheit und Zukunft, verdadero estudio descriptivo-documental sobre nuestro Archipiélago, editado en lengua germana en Berlín, 1854, por el doctor Julius Freiherrn Von Minutoli, experto conocedor de la realidad hispana, ya que parte de su carrera diplomática tuvo que realizarla en Madrid. Todos, absolutamente todos, coinciden en la benignidad del clima insular, mezcla de los húmedos alisios que soplan desde las Azores y la sequedad externa del siroco procedente del cercano Sáhara.
Los unos y los otros ponderan sobremanera la fortuna que tienen los naturales de vivir en estos lares; pero pocos, casi ninguno, dejan constancia del estado carencial de una sociedad que se mantiene en gran parte gracias a una economía de pura subsistencia o lo difícil que es sacar frutos a una tierra, en donde el sol, el caliche y las escasas aguas hacen de las labores de la agricultura un verdadero trabajo hercúleo. Por eso el grancanario ha apreciado tanto lo distinto.
Por ello sus esfuerzos fueron siempre encaminados a trocar su destino. Así, desde que habitaron esta tierra, tomaron de ella cuanto necesitaron y no más. Teniendo gran admiración y respeto por algunos lugares: altos riscos o grandes montañas, en donde tenían santuarios, por los que juraban y prometían. Esos lugares mágico-religiosos quedaron perennemente unidos a la memoria colectiva: Tara, Cuatro Puertas, Ansite, Bentaiga, Nublo, etc. Algo más tarde las gentes y los lugares cambiaron su fisonomía. Las vestimentas, los usos y costumbres llegaron a ser otros bien diferentes, pero los hombres y mujeres de esa nueva sociedad isleña sintieron las mismas necesidades de obtener y poseer para siempre lugares donde vivir, laborar, amar…
Y así, fundaron aldeas, pueblos y ciudades. Unas de nuevo cuño como Las Palmas de Gran Canaria, y otras ya con historia como Agáldar y Telde. Cairasco de Figueroa, nuestro gran lírico del siglo XVI hace hablar a una vetusta urbe prehispánica que, orgullosa de sus ancestros y destino, llama al orden a la nueva capital castellana, reclamando para su viejo solar toda la nobleza y el abolengo de las ciudades clásicas. Telde o Telle, la fructuosa, aquella que surge equidistante entre el mar y la montaña. La urbe nacida y mecida junto a las cantarinas aguas del Barranco Real; intitulado río, así como suena, por Leonardo Torriani. La Jerusalén de Canarias a decir de Luis Doreste Silva. Telde se convirtió en ciudad, nueva y abierta. Su recinto fundacional en torno a la actual Basílica Menor de San Juan Bautista pronto fue demasiado pequeño para albergar a una población que, siglo tras siglo, fue en progresivo aumento (de 1.000 habitantes en el XVI a 25.000 en 1963) y surge sobre un montículo o atalaya de malpaís el barrio, eternamente blanco, de Santa María de la Antigua. Y en la parte alta de la Vega, allí donde la tierra era plana y fértil en demasía, se vio crecer y crecer junto al ingenio de los Palenzuela y la pequeña ermita de Nuestra Señora del Buen Suceso y San Gregorio, un barrio hijo del comercio que pronto se convertiría en el sector más dinámico, próspero y atrayente de toda la comarca: Los Llanos.
En Telde aborigen, elevado a Ciudad Episcopal por los frailes mallorquines y a primer centro de producción azucarera por los castellanoandaluces, fue configurándose en torno a estos tres sectores: San Juan, San Francisco y Los Llanos. Ya quedó dicho en otro lugar como surgieron las calles y callejones, también como se configuraron las plazas, plazuelas y como se erigieron los edificios domésticos y comunales, pero de lo que nunca hemos escrito con detenimiento, es de esos espacios en donde la naturaleza ha sido sutilmente dominada, esos lugares en donde la magia y el ensueño han hecho brotar los más bellos sentimientos; nos referimos, sin que quepa duda alguna, a nuestros jardines.
Fueron estos espacios verdes, solar de remanso y paz para el espíritu, pero también solución ecológica para un paisaje urbano al que le faltaba alcantarillados y toda señal de saneamiento público, en donde los olores más diversos se aunaban a pesar de las recomendaciones de la Alcaldía, como sucediera en el siglo XIX, cuando se prohíbe descuartizar animales y verter aguas fecales en la vía pública. Dejó escrito para siempre el Espíritu Iluminado que nos acercó a la Creación Divina, que el hombre y la mujer primigenios de la humanidad, fueron hechos a imagen y semejanza de Yavé.
Y fue el propio Dios el que en un gesto de bondad infinita concibió el lugar idóneo para que su ser más perfecto habitara. Y así, le dio para su uso y disfrute un hermoso jardín, paraíso de bienestar. Es por tanto el jardín sinónimo de felicidad suprema, utopía hecha realidad. Lugar de fantásticos ideales, en donde el niño se sueña perdido, el joven cree encontrar el eterno amor y los mayores gastan el poco tiempo que les resta, creyendo remansar sus espíritus en un cielo por apetecido ya cercano. Pero aparcando el lirismo por unos instantes, volvamos a retornar el tema. Recalemos en 1585 y comprobamos como nos define el viajero: Éramos habitantes de un lugar con su horizonte limpio y sereno, que ofrece a la vista un panorama de grandísima amenidad.
Y para acrecentar nuestra dicha nos sigue diciendo: de modo que su continua quietud parece ser la verdadera paz de los elementos y la antigua felicidad que los poetas cuentan de estos campos. Más, para llenar nuestros corazones de orgullo, afirma: La ciudad está habitada por gente noble que, aficionándose a la tranquilidad, huye de las disensiones y los litigios del Real de Las Palmas. Y como si de un experto en turismo se tratara concluye: Allí es donde se gozan el antiguo ocio y los placeres de la agricultura y de la casa de campo. Otros hablan de la semejanza de nuestra urbe con Carmona, Écija, Sanlúcar de Barrameda, Jerez de la Frontera, Moguer y otras tantas localidades de la Baja Andalucía. Y todos comentan como el paisaje teldense es distinto a todo lo que han visto desde su salida de Las Palmas de Gran Canaria hasta su llegada a La Primavera.
Así no ha de extrañarnos el topónimo de Vega Mayor para el contorno de nuestra Ciudad, pero ¿Y el casco urbano? ¿Respondía o no a ese bucolismo? todo hace pensar que sí. Echando un vistazo a la escasa, pero precisa cartografía, podemos apreciar con toda exactitud la abundancia de huertas y jardines en el solar intramuros, y, como son escasas las edificaciones que no poseen, tras las tapias, varios centenares de metros dedicados al cultivo de las más diversas plantas.
También los legajos protocolarios señalan la uniformidad distributiva de los hogares teldenses, y en muy raras ocasiones se deja mentar la huerta-jardín, con presencia de parrales, higueras, cafetos, cítricos y demás. ¿Fueron esos tiempos pretéritos tan lejanos, que no podemos reconstruir la memoria, sino a través del material gráfico y documental ya descritos? pues no. En realidad, hasta el año 1965, la evolución urbanística de Telde fue desarrollándose muy lentamente.
Cuando en el siglo XIX se abrieron al tráfico dos nuevas vías de empedrado pavimento, una en el sector San Juan-San Francisco y otra en Los Llanos, el pueblo las bautizó de idéntica manera como calle Nueva, y, así, permanecieron hasta prácticamente el día de hoy, aunque a una de ellas se le llamara desde mediados del presente siglo calle Inés Chemida. Ahora hagamos memoria. Traigamos hasta estas cuartillas lo que nuestros ojos párvulos vieron o lo que nuestros padres, abuelos y tíos nos contaron en aquellas acogedoras y familiares tertulias de la calle Tomás Morales nº 3.
Esperemos que no nos suceda lo mismo que con la Crónica apresurada de Melenara, Salinetas, pues entonces algún desmemoriado ocasional, nos quiso enmendar la plana afirmando que la playa de Las Salinetas siempre había sido de arena. Y nosotros tuvimos que recurrir a sendas instantáneas fotográficas de 1887 para demostrarle como puro majano conformaba la ribiera salinetera. Ya hemos convenido en que el Telde histórico tenía bien definidos sus sectores urbanos, también que la ciudad conservó durante mucho tiempo su aspecto fundacional y, que si bien los estilos de las fachadas de las casas cambiaron según pasaban las décadas, mudejarismo, neoclasicismo, historicismo ecléptico, modernismo, racionalismo, etc., el interior de las mismas siguió normas muy tradicionales a la hora de disponer las habitaciones y los patios.
Rasgo común a todas ellas fue el mantenimiento del patio central como elemento distributivo de todas las dependencias y la coexistencia de este espacio abierto junto a la huerta, el jardín o la huerta-jardín. A la vieja afirmación, Telde, nuestra ciudad, ha sido siempre y será lo que sus aguas quisieron y quieren que sea oído por quien esto escribe de la boca de los más ancianos del lugar, no debemos ponerle objeciones, por lo menos para el pasado-presente, aunque tal vez en el futuro pudiera ser distinto. Desde que Pedro de Vera realizara el reparto de las primeras datas de tierras y aguas entre los conquistadores, hasta el día de hoy se ha mantenido un sistema basado en la supremacía y dominio de las aguas por la Heredad de Regantes de la Vega Mayor.
Siendo alcalde de nuestra ciudad Pérez Camacho y a poco tiempo de la conquista castellana se vino a solucionar el abastecimiento domiciliario de aguas, tanto para el riego como para el cultivo de huertas y jardines que existían dentro de la ciudad. Fueron las aguas del Chorro o del Chorrillo las que se destinaron a tal menester y ya conocen los teldenses cuantos litigios y amotinamientos tuvieron lugar en el pasado cada vez que el cacique de turno o el ayuntamiento intentó sin derecho alguno quedarse con las aguas de tal Heredamiento.
Muchos años más tarde la iniciativa privada vino a explotar la Heredad del Valle de los Nueve y, en los dos últimos siglos, un buen centenar de pozos extrajeron el preciado líquido para abastecer a la Vega y a la ciudad. Los jardines y las huertas se encontraban localizados a lo largo de las principales acequias y ramales de éstas, de tal forma y manera que nadie osaba a tener uno de estos espacios en lugares distantes de las llamadas Aguas Comunales. El jardín y la huerta pudieron ser un elemento de distinción social, pero, también fueron soluciones acertadas para una economía de subsistencia. El jardín como lugar privativo de plantas y flores sólo existió en contadísimas ocasiones. Lo que se hizo más usual fue la presencia de los ajardinamientos hortofrutícolas, es decir, junto al magnolio, al galán de noche, el jazminero chino, se veía crecer el peral, la gerbera, el clavel o cualquier planta aromático-medicinal. Comencemos a desgranar nuestra larga lista de jardines teldenses entre el Parque León y Joven y la calle Congreso y tras una débil tapia caída y levantada numerosas veces se encontraba el jardín-huerta de la familia Florido Suárez, que, al ser visitado por los numerosos vástagos de la familia, servía de espacio de recreo para toda la chiquillada de Los Llanos.
Allí se realizaron obras de teatro cobrando una perra chica a todos los visitantes, excepción hecha a unas niñas, hijas de un rico ferretero a quienes se les cobraba una perra gorda ya que eran famosas por su ancho transportín. El lugar tenía cierto encanto, pues a las calas, geranios, espinas del señor, lenguas tigres se les unía unas frondosísimas buganvillas que hacía las delicias de cuantos por allí pasaban. No muy lejos de allí, frente a las casas de la familia Ruíz Croissier, se erigía un edificio que según parece perteneció a don Antonio María Betancor y que nosotros conocimos con el nombre de la Clínica, ya que los doctores don Juan Castro, don Tomás López, don Francisco Gutiérrez Armario y don José Melián lo habían convertido, tiempo atrás, en centro hospitalario. Un gran ficus al que se le unía un rosal de petit-miní daban paso al recinto ajardinado que rodeaba la antigua mansión.
En el Cascajo de San Gregorio y concretamente en la calle Pedro de la Ascención, en el lugar que hoy ocupa el edificio Faycán, se construyó allá por los años treinta una bellísima casa de aspecto neoandaluz, propiedad de don Jerónimo Trujillo, la cual tenía en común con la anteriormente descrita, su majestuosa verja de hierro forjado. Aquí hacía presencia no solamente el rosal, sino también el jazmín, la buganvilla y el heliotropo. Los brillantes azulejos que decoraban la entrada al edificio principal eran un contrapunto de coqueta belleza en oposición clara a la gran escalera por la que se accedía a la puerta frontal.
En la antigua calle Palmitos esquina Cruz de Ayala vivieron los abuelos y los padres de la poetisa Hilda Zudán y de la farmacéutica doña María del Pino Suárez López. A pesar de la modestia exterior del edificio tras alta tapia se escondía uno de los más bellos jardines de la ciudad, disputando importancia con el mantenido a base de celo y esmero por las señoritas de Naranjo Morales en la casa finca que poseían en frente de la anterior.
La familia Naranjo Morales tenía fama por poseer las más bellas palmeras reales y la estefanota de más grandes proporciones de toda la ciudad. Llegando a Los Llanos por el camino de El Roque, nos encontrábamos casi de frente con el chalet de don Manuel Alonso, hoy en posesión de la familia Cáceres. Grandes disgustos y pleitos le ocasionó su jardín a don Manuel, pues al someterse el lugar a una reforma urbanística, se le seccionó éste, de tal manera que ya no fue jamás ni la sombra de lo que había sido. Buganvillas de colores diversos, calas, geranios y una frondosa parra ocupaban todo el espacio libre.
En el antiguo Callejón de San José, también llamado de don Paco el Viejo y hoy trocado en paseo peatonal de Tomás Morales, existió, y, en parte sigue existiendo, un bello jardín-patio obra de Maestro Pancho Ortega, quien, con habilidad y muchas dosis de amor a su esposa, realizó una cueva de malpaís con dimensiones naturales en donde cobijar una imagen blanca de la Siempre Virgen María. A los helechos y culantrillos, que nacían en los resquicios de la lava volcánica, se le unía un bellísimo magnolio y una frondosa enredadera cuya floresta de matices cambiantes hicieron que las gentes le pusieran el sobrenombre de Enredadera del carácter del hombre. Las alumnas de las Salesianas arrancaban con destreza los pequeños ramilletes para, entrelazando flor con flor, realizar pictóricas alhajas.
También en el barrio de Los Llanos, pero algo más abajo, existieron otras huertas-jardines cuya frondosidad todavía hoy nos parecen de ensueño. Nos referimos a las existentes en las traseras de las casas propiedad de don José Blanco Guerra, don Diego Bosa y otros. Estos edificios tenían fachada a la antigua calle del Abrevadero, hoy Avenida de la Constitución; y, al abrirse la vía conocida por María Auxiliadora, tuvieron la posibilidad de erigir fachada también hacia ese otro lugar, plantas de todo tipo, árboles frutales y plataneras de variado origen formaban unos espacios verdes dignos de los mayores halagos. Junto a las confluencias de las calles Molinillo, Baluartes y carretera de Melenara poseía una importante propiedad inmobiliaria el secretario que fuera del M.I Ayuntamiento don Ventura de la Vega. En su parte sur-oeste y tras la baja tapia, se abría un bellísimo jardín que poseía la dicha de ver pasar presurosas las aguas de la Acequia Real.
Todos los que recuerdan el espacio sueñan, aún hoy, con el enorme magnolio que, junto al heliotropo, el jazminero, la estefanota y otras tantas plantas de olor hacían las delicias del caminante que desde Telde -San Juan subía al Barrio de Arriba. Ya en la calle de los Baluartes, hoy de Pérez Galdós, se podían admirar, siempre que sus dueños permitieran el paso, los jardines de don Manuel Castro Ojeda, los señores Rodríguez Cáceres y don Juan Franco. Entre las calles Ciega y la antigua calle de los Cubas, muchos años Calvo Sotelo y hoy Julián Torón, se diseñaron dos jardines de renombre; uno perteneció a la familia Pastrana Tascón y el otro al Doctor e Hijo Adoptivo de esta Ciudad don José Melián Alvarado. Aquí las buganvillas mantenían litigio continuo contra los blancos parámetros y los múltiples colores con que se mostraban hacían de estas últimas ganadoras de elogios y sorpresas.
En la calle Doramas existieron, y todavía en parte se mantienen, tres bellos jardines; uno de ellos tras alta tapia; otro alegrando un interior doméstico y el tercero tras una noble arquitectura de cantería de Arucas de hierros forjados. Nos referimos, en primer lugar, a la casa de los herederos de don Francisco Artiles, que poseyó uno de los primeros jardines ingleses de la ciudad; el segundo, perteneciente a la notable familia de los Sosa Aguilar y el tercero el gran jardín romántico por antonomasia, aquel que creado por el doctor Miralles fue mejorado por el matrimonio formado por el Dr. Juan Castro Ojeda y su amantísima esposa doña Ana Castro.
Característica definitoria de este espacio privado era un gusto por la llamada naturaleza dominada, es decir, la aparente improvisación en la colocación en los elementos vegetales y el gusto por mantener pequeños caminos y veredas que llevan a una glorieta neoárabe colocada estratégicamente en su mismo centro. Poseía el jardín del Dr. Castro un árbol casi único en la isla, nos referimos al llamado árbol de las especias, cuya hoja tiene la peculiaridad de dar a las comidas el gusto del clavo, el laurel y el tomillo.
Según informaciones que poseemos, dicho ejemplar es hijo de otro traído de la India por los señores Condes de la Vega Grande y plantado en la segunda mitad del siglo XIX en el jardín de la Casa Condal de esta ciudad. El señor don Agustín Medina Pulido concibió su jardín en un nivel inferior al de su casa de claras trazas neoclásicas con frontis principal dando a la antigua calle Real. A aquel recinto se podía acceder bien desde el semisótano de la vivienda o también por una entrada comunal abierta hacia la calle de la Fuente. Vía importante de asentamiento urbano, con desarrollo de hermosas huertas-jardines, fue desde el siglo XVI la calle de la Cruz, hoy Licenciado Calderín.
Allí la madre del Dr. Gregorio Chil y Naranjo, doña Rosalía Naranjo, mantuvo un hermoso jardín, como también lo hicieran las familias Martín de la Nuez, de la Cruz, Quintana Zumbado y don Esteban Navarro Sánchez. Otras propiedades urbanas permitieron a sus dueños poseer solar para la paz y el sosiego, traeremos hasta aquí la magnífica huerta-jardín de don Luis Castro, hoy convertida en parque infantil Santa Rosalía o el existente entre la calle Duende y la Alameda que popularmente conocemos como de la casa de don Chano Álvarez, aunque su construcción se debe a don José María de León y Joven en la segunda mitad del siglo XIX. Éste, junto con el jardín del Conde, fue de los más afamados, ya que su buena disposición y la extremada delicadeza con que fueron tratados les permitió llegar hasta nuestros días en un estado bastante óptimo. El jardín Condal poseía toda suerte de plantas y árboles destacando los especímenes de rara procedencia: India, Brasil, Cuba, Guinea Ecuatorial.
Todos estos lugares aportaron palmeras, árboles y alguna que otra enredadera y planta acuática, destacando la suprema belleza de los nenúfares que habitaban la superficie del pequeño estanque fuente. Doña Clara Betancor, viuda de Medina y su cuñada doña Fermina Medina, viuda de don Pedro Medina se enorgullecían de mostrar sus jardines-huerta a cuantas amistades de visita querían recrearse en ellos. Delicioso jardín tras arco tudor se abría en la trasera de la casona palaciega del capitán don Antonio de la Rocha.
Ya en el barrio de San Francisco destacaremos tres jardines de grandes proporciones y extraordinaria belleza. Nos referimos al existente en las casas de doña Dolores Sall, doña Abigaíl Rodríguez, antigua casa de los Navarro Ruiz y el de don Francisco Espino Aguilar que poseía vistas panorámicas sobre el Barranco Real, Tara e Higuera Canaria. El Cronista que esto ha relatado para ustedes, se lamenta de que solo queden cuatro o cinco espacios, a los que antaño se les denominó jardines y hoy son meros eriales. Unos siguen en manos privadas y otros forman parte del patrimonio del M.I. Ayuntamiento de Telde.
En este último caso se encuentra el jardín romántico de la Casa Condal de la Vega Grande de Guadalupe, también conocido como la huerta del señor Conde. Allí se han hecho tantas tropelías que en poco se parece a lo que fue no hace más de cincuenta años. Ni las fuentes, ni los estanques, ni los diferentes ramales de sus acequias se conservan en buen estado. Todo es desolación y abandono. Urgimos a quien corresponda, que de una vez por todas se rehabilite y restaure ese lugar devolviéndole su valor paisajístico y monumental.
FUENTE: https://www.teldeactualidad.com/articulo/geografia/2021/03/10/306.html